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Mongolia, los últimos nómadas

 

No ha amanecido y Toya ya está despierta. Son las cuatro y media de la mañana cuando, sin la ayuda de un despertador y tras haber dormido sólo cuatro horas, abandona el ger familiar, la yurta tradicional mongola, para dirigirse al recinto en el que las vacas esperan a ser ordeñadas. Aunque es verano, hace frío. El mercurio lucha por rebasar la línea de los cero grados. Los movimientos de su madre despiertan a Delgerma, una joven de rasgos amables y 15 años de edad. Sabe que, aunque no se lo pida, la progenitora necesita de su ayuda. Enfundada en una chaqueta de confección china, abre la puerta y deja que el frío de la mañana golpee su cara. Frente a ella se abre un espacio que parece no tener fín, una uniforme alfombra verde. Es la estepa del centro de Mongolia.

 

La cuadra de las vacas está a cincuenta metros del ger. Una pequeña franja de luz azul asoma en el horizonte, pero un extraordinario manto de estrellas brilla aún en lo más alto. El cielo está completamente despejado, como sucede en Mongolia una media de trescientos días al año. Delgerma descubre la figura de su madre sentada en un taburete de madera, inmersa ya en la tarea de ordeñar a los animales. Sin mediar palabra, la joven se sienta a su lado y trae hacia sí otra vaca. Solo el chorro de leche al golpear contra el balde de metal rompe el silencio de lo cotidiano. Al final, un gallo canta en la lejanía la salida del sol.

 

En el interior del ger, Tander, el padre de familia, refunfuña. Anoche regó generosamente con vodka la celebración del nacimiento de un potro, y el alcohol no engrasa sus neuronas. Un rayo de luz cálida atraviesa la yurta por el orificio situado en el centro del techo, por donde asoma la chimenea metálica de la cocina-estufa. Poco a poco, Tander se incorpora y bosteza. La puerta vuelve a abrirse para que Delgerma entre con un balde de leche fresca. Su madre está ahora ocupada con las ovejas, así que es ella la encargada de preparar el desayuno. En una oscura esquina del ger, sobre la cama en la que ha descansado Toya, la pequeña Itchko, de cinco años, es la única que aún duerme. Si lo hubiera, un reloj marcaría las cinco y cuarto. Todavía no se han intercambiado ni una sola palabra.

 

Excrementos de vaca secos es lo que Delgerma utiliza como combustible en la vieja cocina metálica. “En Mongolia los árboles excasean, son un lujo, así que sólo podemos permitirnos quemar esto”, explica. El fuego prende rápido, y un olor ligeramente acre inunda la estancia. Itchko tose a causa del humo, trata de librarse de él escondiéndose bajo la gruesa manta, pero no tiene mucho éxito. Finalmente, no le queda otro remedio que abrir los ojos. Y entonces se rompe el silencio.

 

Yogur y sopa. Es la base de la dieta de la familia de Tander, cuatro miembros que sobreviven con 350 euros al año y un extra, difícil de calcular, gracias al trueque. A pesar de las precarias condiciones de su vida, Tander está satisfecho: “Cada vez tenemos más animales, y engordan según lo previsto. Con eso hemos conseguido enmoquetar el suelo de nuestro ger, y hasta hemos comprado una radio”. El aparato, un artefacto propio de la Unión Soviética, ciertamente ocupa un lugar destacado en el altar familiar, situado siempre en la zona posterior izquierda de la yurta y adornado generalmente con fotografías de antepasados y de los mejores caballos del clan. Sin embargo, quien se lo vendió no mencionó la necesidad de obtener pilas para su funcionamiento, por lo que hace tiempo que ningún sonido mana del radiocasete.

 

Mongolia es un país único en el mundo. Cuenta con una superficie tres veces mayor que la de Francia y, sin embargo, una población de poco más de tres millones de habitantes. Casi la mitad practica aún el nomadismo, una forma de vida cuyo origen se pierde en los albores de la Historia. Desde entonces, poco ha cambiado para un millón de personas. Su vida supone la convivencia estrecha con la naturaleza. Y la supeditación a los elementos en un entorno extremo en el que difícilmente se puede contar con ayuda externa.

 

Los vecinos más próximos pueden encontrarse a decenas de kilómetros de distancia, a horas de camino. Esta forma de vida es también la prueba de la resistencia del ser humano, capaz de sobrevivir con medios propios de la Edad Media a temperaturas que oscilan entre los treinta grados bajo cero del crudo invierno y los treinta grados sobre cero de los asfixiantes días de verano. Es más, los nómadas de mongolia, como sucede con Tander y su familia, son capaces de hacer frente a cambios de temperatura de 40 grados en un mismo día.

 

Poco a poco, el sol muestra su poder. A las ocho de la mañana, el termómetro ya ha alcanzado los diez grados. Tander se enfunda los pies en lana, y se calza las botas tradicionales, símbolo del nomadismo mongol. A la carrera, sin hacer siquiera una breve pausa, salta sobre su caballo y pone rumbo a la nada, al infinito. Allá se encuentra el resto del ganado, junto a un pequeño estanque.

 

En el interior del ger comienza a hacer calor, aunque por su estructura es una vivienda ideal para hacer frente tanto al calor como al frío extremos. Dan las once cuando la temperatura exterior supera con creces la del interior, donde Toya se afana en desenredar el enmarañado pelo de Itchko a la vez que cuece la leche de las cabras para preparar yogur, pieza básica en la dieta mongola.

 

A setenta kilómetros de Orkhon Bag, la llanura en la que viven Tander, Toya, Delgerma e Itchko, tres gers llaman la atención. A diferencia del anterior, están situados a pocos metros de la autopista, apelativo que los mongoles atribuyen a una irregular franja de asfalto de no más de tres metros de ancho que recorre el país de este a oeste. La apariencia de estas tres viviendas es, sin duda, más sofisticada. Al lado de cada yurta, una pequeña placa solar revela la llegada de la electricidad a la vida de la familia de Tsendayush, compuesta por dieciséis miembros.

 

“Viajando en familia conseguimos aunar fuerzas”, comenta el padre de tres hijos. “No sólo sumamos nuestras cabezas de ganado y con ello podemos negociar el precio de nuestros productos con más fuerza, sino que además tenemos más facilidades para llevar a los hijos al colegio, y más ayuda en caso de que alguno de nosotros enferme”. Teniendo en cuenta que la escuela más cercana se encuentra a 30 kilómetros, y el hospital del distrito a 43, estos detalles son dignos de ser tenidos en cuenta. “Nuestra forma de vida no ha cambiado mucho desde hace siglos, pero hemos ido introduciendo objetos y costumbres de la vida moderna, siempre que nuestras posibilidades económicas lo han permitido. Nosotros somos afortunados porque disponemos de electricidad suficiente como para cambiar las velas, que son un peligro porque pueden prender los gers, por bombillas de bajo consumo. Y también ha llegado la televisión a nuestras vidas”. Sin embargo, Tsendayush no parece entusiasmado con este último punto: “La televisión ha traído consigo un nuevo mundo que atrae a los jóvenes, y creo que es una amenaza para el nomadismo. Pero nada podemos hacer contra el progreso, y esa es la razón de que cada vez más jóvenes decidan ir a Ulan Bator en busca del futuro”.

 

Hace solo una década muy pocos contaban con televisor y motocicleta. Ahora, según datos no oficiales, alrededor de 30.000 familias nómadas disfrutan de la electricidad y, de ellas, 20.000 disponen de esos dos aparatos. Pero también ha aumentado el número de familias que solo tienen cien cabezas de ganado o menos, una cifra que marca el umbral de la pobreza. El 60% de todos los nómadas mongoles está por debajo de ese listón.

 

El número de pastores ha descendido en la última década de medio millón a 300.000, mientras que el número de animales se mantiene estable en unos treinta millones. “Las disparidades aumentan, incluso entre nómadas”, comenta Tsendayush. “Quienes tienen suerte y se mueven en zonas en las que el clima es bueno cada vez son más ricos, y pueden enviar a sus hijos al colegio, lo cual les asegura mantener su calidad de vida. El resto, al no disponer de medios ni permisos para moverse de zonas desérticas, sobrevive a duras penas”.

 

Aunque no lo parezca, el nomadismo en Mongolia también se ha desarrollado, y ha ido modificando sus pautas con el tiempo. En el siglo XXI, la mayor parte de la población rural cambia de residencia entre dos y cuatro veces al año, y, generalmente, se encamina siempre hacia lugares prefijados. Técnicamente, han pasado a ser seminómadas, ya que no viajan constantemente en busca de mejores pastos, ni se mueven libremente por todo el territorio. Así, los más pudientes cuentan con cuatro lugares de residencia, uno para cada estación, mientras que la clase media sólo se traslada en verano y en invierno y, algunos, no pueden siquiera permitirse un cambio de territorio.

 

Es el caso de la familia de Byambsuren, un joven de treinta años que vive en la región de Dorongobi (desierto del Gobi) con su madre, un hermano, la mujer y sus dos hijos. Las sequías de los últimos años han matado a un tercio de sus reses, y ya sólo cuenta con 50 cabezas. Ha tenido que vender parte del mobiliario de su ger para comprar gasolina para la moto, un vehículo indispensable para una familia que no cuenta con caballos, sin duda el animal más preciado en el país. “Para conseguir algo de dinero tuvimos que vender la piel de nuestros camellos antes de tiempo, y dos murieron congelados. Si no fuera por las ayudas que recibimos, hace tiempo que nuestra familia habría desaparecido, como muchas otras”. En su caso, UNICEF escolariza a los más pequeños en una escuela-ger cercana, en la que una veintena de niños nómadas son preparados para su ingreso en escuelas estándar.

 

La vida de la familia de Byambsuren, sin embargo, contrasta con la de Choijames, un hombre que lleva más de dos décadas casado con una mujer que ha viajado por Europa y Asia y que ha proporcionado enseñanza superior a sus hijos. Su ger, situado en la estepa del centro de Mongolia, a más de 2.000 metros de altura, está equipado con mullidas alfombras persas, televisión por satélite y agua caliente. Pero, aun así, cuesta creer que, con la experiencia acumulada por el mundo y su buen nivel de vida, mantengan viva la herencia nómada. “El mundo exterior no es mejor que el nuestro. Hemos sabido adoptar los elementos positivos del desarrollo y combinarlos con esta forma de vida, que es la conjunción perfecta con la naturaleza. Nosotros moriremos con el ger a cuestas, aunque posiblemente la próxima generación lo cambie por una vivienda de ladrillo”, se lamenta la madre, Oyunbileg.

 

A más de mil kilómetros de distancia, una tormenta de arena convierte el cielo azul en una mancha ocre que se funde con la infinidad árida del Gobi. Dandijav, a pesar de sus setenta años largos, mantiene las fuerzas necesarias para dirigir la caravana que llevará, sobre varios carros tirados por camellos, los tres gers de la familia. “Cada uno pesa unos 250 kilos, y tardamos dos horas en montarlos. Así que, en cuatro días estaremos ya en nuestra residencia de verano, que este año vamos tarde”, apunta. Su familia es el ejemplo de clase media: tres núcleos de padres e hijos que conviven todo el año, electricidad gracias a placas solares, 250 cabezas de ganado, y dos motocicletas. La masa de arena se acerca, se levanta el viento y todos corren al interior de los gers. Las paredes de tela vibran, y parece como si toda la estructura fuese a salir volando. Pero la familia de Dandijav ríe ante el temor del extranjero, y el ger resiste sin problema alguno. “Cada vez son más habituales estas tormentas, y dificultan mucho encontrar después algo de pasto para el ganado”.

 

En la última década, las condiciones en el desierto del Gobi no han hecho sino empeorar, fruto del cambio climático que sufre el planeta en general. “Hace cuatro años no era complicado encontrar algo de vegetación con la que alimentar al ganado, pero cada año que pasa el desierto se va haciendo más inhabitable, y no es posible tener tantos animales como teníamos. Cada vez llueve menos, y hay que desplazarse más lejos para encontrar pastos”, explica Dandijav. Ello, sin duda, repercute en la calidad de vida de los nómadas del desierto. “Nuestros ingresos no nos permiten hacer recorridos tan largos, así que tenemos que apañarnos con menos animales, que es lo mismo que decir que tenemos que sobrevivir con menos recursos. Así es difícil que nuestros nietos acudan a la escuela, o que mis sobrinas puedan ir a la universidad”.

 

En esta nueva coyuntura, Dandijav no ve claro el futuro del nomadismo. “Esperamos que el gobierno decida disparar a las nubes para que llueva, como hacen en China. El problema es que no descargan como solían hacerlo, pasan de largo sin dejar una gota”. Y luego está la polución que llega de la vecina China. “Lo que tememos es que, al final, este hecho puede acabar con nuestra forma de vida, porque no podremos resistir siempre”.

 

Cae la noche en Mongolia. Delgerma enciende una vela para poder cocinar la cena, una simple sopa de fideos. Tsendayush regresa con su caballo de una sesión de entrenamiento para el festival de Nadaam, la mayor celebración nacional. El resto de familia prepara una pasta de arroz con carne de cabra, mientras los niños juegan a la pelota aprovechando los últimos rayos de luz. También en la estepa, Choijames observa con atención un partido la Premier League, rodeado por sus hijos y sobrinos. En el Gobi, Byambsuren bebe una taza de té con leche de camella, y sus hijos comen un cuenco de yogur. Sólo se oye el sonido de los animales. Finalmente, Dandijav vuelve al ger tras un día preparando el traslado. Ya está casi todo listo, y puede sentarse a escuchar las noticias en la radio mientras su mujer, Tserendejid, prepara una sopa de pollo. Cinco historias bajo el mismo manto de estrellas, unidas por una forma de vida, y separadas por cientos de kilómetros.

 

 

Sujeta al perro

 

Pocos rituales son tan complejos como la entrada a un ger mongol, la yurta tradicional del país. Sin embargo, pocos muestran de forma tan clara la generosidad de un pueblo. Todo comienza incluso antes de cruzar la puerta cuando, a varios metros de distancia, se ha de gritar ¡Nokhoi Khor! Aunque, en este caso, más que parte del ritual, se trata de una formalidad con base práctica. La frase se entiende como: ¿Puedo pasar? Pero el significado literal es sujeta al perro. Imprescindible si no se quiere padecer la rabia.

 

Rara es la familia que no invite a cualquier visitante a pasar a su vivienda, una yurta circular en la que viven generalmente todos sus miembros sin separación de espacio alguna. Eso sí, es necesario respetar un riguroso repertorio de normas. En primer lugar, los visitantes han de entrar por la puerta, que siempre está orientada hacia el sur, con su pie derecho por delante, y han de descubrirse nada más entrar en la vivienda. A continuación, los invitados se sientan en la cama situada a la izquierda de la puerta. Comienza una curiosa retahíla de preguntas:

 

—¿Qué tal habéis pasado el invierno?

—¿Engorda bien el ganado?

—¿Han nacido muchos potros?

 

Mientras el hombre de la casa responde, sentado en la parte norte de la tienda, reservada a los miembros más respetados de la familia y a su altar, la mujer prepara cuencos de yogur casero, té y, según su poder adquisitivo, caramelos o trozos de queso. Tras ofrecer los alimentos a los recién llegados, quienes han de aceptarlos con la palma de su mano derecha hacia arriba y la izquierda sujetando el codo, la mujer ocupa su espacio, en la parte derecha del ger, considerada bajo la protección del dios Sol.

 

Si todo se ha realizado correctamente, la conversación puede derivar a otro tipo de temas, más personales. Pero, en ningún caso se han de mencionar asuntos que tengan relación con muertes o accidentes. Pasado cierto tiempo, el padre de familia abrirá una botella de vodka que sólo soltará una vez se haya vaciado. Antes del primer trago, hay que mojar el dedo índice en el alcohol y disipar gotas en los cuatro puntos cardinales, antes de mojarse la frente. A partir de ahí, barra libre. Pero, por muy borrachos que estén, los invitados no deben jamás jugar con el sombrero del hombre, ni atreverse a tocarlo. Es una de las mayores ofensas que se pueden infligir, y puede derivar en una agria disputa. No se debe olvidar, además, que en todo ger hay siempre un mosquetón listo para ser disparado.

 

 

 

Zigor Aldama es periodista. Radicado en Shanghái, trabaja para diferentes medios de comunicación, entre los que destacan El País, los medios regionales del grupo Vocento, La Voz de Galicia, los medios del Grupo Noticias y Berria. Es autor del libro Asia, burdel del mundo, sobre el tráfico de personas destinado a la prostitución. En FronteraD ha publicado El transmongoliano: 2.000 kilómetros y varios siglos en el tiempo y Shanghái, entre perla y puta

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