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ArpaMonólogo de Chungo. El sueño hondureño

Monólogo de Chungo. El sueño hondureño

 

En memoria de Jesús Navarro Vásquez

 

Mi vida terminó el 31 de enero de 1970, el día en que me casé por primera vez. Una semana después volví llorando a la parroquia y me agarré la cabeza: sabía que lo había arruinado todo.

A Rosa la conocí en la parroquia de San Marcos. Estaba recién llegada de Santa Bárbara y ayudaba en el convento y la casa cural. Como yo “ya era un hombre para buscar esposa” –según los reclamos de mi madre–, me fui acercando a ella y quedamos prendados.

Comenzamos a amarnos en secreto a comienzos de 1970 y, gracias al fuego de la adolescencia, la embaracé del primero de nuestros siete hijos. Después de la noticia, compartida con vergüenza ante nuestras familias católicas, apostólicas y romanas, nos casamos con la bendición de nuestros padres. Y así comenzó todo.

Iniciamos una vida en la habitación de la casona de El Rosario donde, en nuestros días de amantazgo silencioso, gozábamos de una privacidad que nunca se perdía. En esa intimidad comenzamos el disfrute de nuestras emociones juveniles, y nuestros cuerpos, apenas abiertos al placer, se encontraban frenéticos bajo sábanas algodonadas que comprábamos a buhoneros guatemaltecos para la época de fríos.

Pero el idilio duró poco. Bastaron unos meses para descubrir que aquella exaltación de los primeros días no era suficiente para sobrellevar una vida de pareja y, antes de que naciera el primogénito, ya habíamos sufrido una incontable lista de peleas. Luego de eso, quizá por la inercia de las cosas, quizá por inconciencia o tal vez por la necesidad de aferrarse el uno al otro, tuvimos seis hijos más, aunque tres de ellos no sobrevivieron al parto.

Tiempo después, cuando ya habían crecido un poco nuestros hijos, nos fuimos a San Pedro Sula donde, gracias a mi educación comercial (mis dos padres fueron comerciantes), nos instalamos en la avenida de Los Leones, a una cuadra del famoso cine Tropicana. Allí, con los dineros ahorrados para la mudanza y otro estipendio recibido de mi padre, abrimos, en la 7 calle, 3 y 4 avenida, un pequeño restaurante: se llamaba Canal Street, y era pequeño, pero rendía frutos abundantes.

Lo ubicamos en el primer piso del Hotel Manhattan. Tenía una pared de vidrio que daba vista a un interior con cortinajes rojos, paredes negras adornadas con vinilos y cuadros, lámparas con bombillas coloridas sobre el contorno de las mesas y la fina cristalería del bar.

Atendíamos las veinticuatro horas. No había descanso. Salía un turno, entraba otro. Servíamos principalmente comida tradicional hondureña y platos propios de la costa. No había que preocuparse por ingredientes o insumos porque, al estar cerca de Puerto Cortés –que ya era el puerto más grande e importante de Centroamérica–, y al ser ella misma una ciudad industrializada con una cultura diversa (afroamericanos, mestizos, árabes, etcétera), San Pedro proporcionaba lo necesario para satisfacer los gustos y paladares de sus habitantes.

Por nuestra posición, casi todo lo que poníamos en la mesa eran platos ostentosos: carnes, banquetes, bufé, cielo y tierra, tierra y mar. Fueron años de bonanza y trabajo, pero también de distancia, heridas, traiciones y rencor.

Como habíamos dejado a los niños con la madre de Rosa en Santa Bárbara, no teníamos que preocuparnos más que por el negocio y por nosotros. Vivíamos en un pequeño apartamento cerca de Diario Tiempo, y dada la cercanía entre San Pedro y Santa Bárbara, la madre de Rosa los enviaba cada fin de semana.

Para disfrutarlos sin descuidar el negocio, uno de nosotros se quedaba con ellos en el apartamento mientras el otro atendía el restaurante. Otras veces ellos se iban con nosotros y ayudaban en lo que podían. Otras, muy pocas, nos quedábamos todos en el apartamento todo el fin de semana, salíamos a comer o íbamos de paseo por la ciudad. Nunca faltaba qué hacer, porque el gobierno militar de Oswaldo López Arellano se había empeñado en la tarea de vociferar que “Honduras era el semillero de Centroamérica” y los empresarios sampedranos se lo habían tomado a pecho. La gente trabajaba sin descanso, y el sueño hondureño era posible en el sueño de los hondureños de entonces: irse a trabajar a la costa norte.

San Pedro era una ciudad que rebosaba de comercio, trabajo y pasatiempos. En poco más de dos décadas, el florecimiento de la industria manufacturera y textil se había sumado a la dinámica económica de Puerto Cortés y a la vieja tradición agropecuaria y mercantil iniciada con las plantaciones bananeras de los gringos a comienzo de siglo.

Todo aquello creó un ambiente de prosperidad que permitió el nacimiento de una industria del entretenimiento que por primera vez estaba al alcance de los trabajadores humildes. Nosotros, por supuesto, amábamos ir a los cines, restaurantes, bares y discotecas; excepto cuando llegaban los niños y los llevábamos a los juegos mecánicos, a las faldas de El Merendón, a La Lima o El Progreso.

Siempre que no estuvieran ellos y tuviéramos un rato libre –para nada infrecuente a pesar del maratónico trabajo–, nos íbamos de fiesta. Por aquellos días estaban en cartelera Domingo negro, El exorcista y King Kong, y Rosa –fanática de las proyecciones– no quería perderse nada que exhibiera el Tropicana.

Luego nos íbamos al pequeño bar de Zoila Pacheco frente al Santander, donde los estudiantes del Instituto José Trinidad Reyes hacían sus fiestas y convivios; al Charles Bar, frente al Banco Central de Honduras, donde había conjunto y ambiente vaquero como en el viejo oeste. A mí, de forma particular, me gustaba el Driving Alex, atrás del Hotel Sula, porque tenía rocola, además del Lucky´s Bar, por su trago y sus comidas.

Mentiría si dijera que fueron años felices, porque, en realidad, no sé si alguna vez fuimos felices Rosa y yo, pero tampoco fuimos infelices del todo; hubo cosas y momentos inolvidables además de nuestros hijos. Cuando lo pienso ahora, cincuenta años después, me doy cuenta del gran daño que nos hicimos mutuamente. Yo jamás lo hubiese querido de esa forma, pero así sucedió todo.

A comienzos de 1976 el Canal Street atendía de sol a sol recibiendo pedidos, limpiando y sirviendo las mesas, apresurando al personal de la cocina, corriendo con las compras, preparando ingredientes y recetas, programando música en la rocola, yendo y viniendo con platos y bandejas.

Rosa y yo, por nuestra parte, trabajábamos tanto como los empleados, no parábamos nunca, excepto para reclamarnos cosas y gritarnos en la cara lo infelices que éramos el uno con el otro. Estábamos tan cerca de los gritos, de las palabras hirientes, de los actos humillantes y las actitudes grotescas, que en los últimos días comenzamos a pelear delante de la gente y los empleados. A mediados de ese año, después de un desplante bochornoso de su parte hacia mí, decidimos separarnos para siempre.

Fue una tarde de mayo de ese año. Había llovizna, nubes negras, una extraña sensación de frío en guerra contra la humedad de la costa. Teníamos días en disputa, meses en discusiones, años de desacuerdos; habíamos discutido esa mañana.

La vi entrar al restaurante, bella con su piel de nácar, sus facciones castizas y su largo cabellos de oro. No sé por qué –o tal vez sí–, pero al mirarla tan tranquila y hermosa me llené de rabia y le pregunté por qué no había llegado a trabajar durante el día y para dónde iba tan “arreglada”. Me llené de celos iracundos.

Cuando me devolvió la mirada noté que algo había cambiado en ella y también en mí. Comenzamos a discutir otra vez y, cuando acordé, ella me había remachado contra la puerta de entrada a la cocina, me había puesto el antebrazo en el cuello y me había propinado un rodillazo en el estómago. Más que de dolor fue un momento de asombro, de estupefacción. Y no sé qué más vino después, pero aquella, dentro del lugar que habíamos construido juntos, fue la última pelea de nuestra vida.

Salí del restaurante sin decir una palabra. Vagué casi una hora por las calles de San Pedro; me parecían ajenas, lejanas, solitarias. Casi cayendo la noche regresé con otro rostro y otra disposición: había decidido abandonarlo todo.

La encontré triste y callada en una mesa del patio. Tenía tatuado en los ojos el dolor que produce la imposibilidad del amor, el llanto del amor supuesto pero no consumado, la certeza irremediable de lo que no pudo ser. Nos vimos un instante a los ojos, me dio un beso en la mejilla y no dijimos más. Eran buenos tiempos para el restaurante, es cierto, y aunque yo no tenía más que eso, tomé una moneda de cincuenta centavos de la gaveta y con eso me fui.

Me quedé por unos meses en San Pedro a pesar del dolor. Estaba nublado, detenido en el tiempo, desvelado de meses, destruido. De pronto ya no tenía esposa, familia, casa o trabajo; me había quedado solo y sin nada. Intenté encontrar empleo, pero me di cuenta de que no estaba de humor para lidiar con nadie.

Más tarde, un poco más  repuesto, abrí un nuevo local con los siete mil pesos recibidos de mi madre –solicitados por mí sin decir una palabra de lo ocurrido con Rosa–, pero ya no era lo mismo y cerré de inmediato. Luego abandoné la ciudad, lejos de aquellos recuerdos y aquel amor.

 

*    *    *

Regresé a Gracias a comienzos de 1977 sólo con el pasaje y los cincuenta centavos que tomé del Canal Street. Volví a la vieja casona de mi madre, doña Panchita Vásquez, frente a la misión Vida Abundante del barrio El Rosario.

Debió ser en 1959. Lo recuerdo porque, en una casa de ajetreos como la nuestra, se sabía todo lo que pasaba en el mundo político nacional, y porque, por la época en que nos mudamos a la casona de El Rosario, había un aire de tensión en el país por los conflictos entre el presidente del Congreso Nacional, Modesto Rodas Alvarado, y el jefe de las Fuerzas Armadas, Armando Velásquez Cerrato. Era todo un escándalo.

En la radio se escuchaban disputas de todo género. Y en la prensa, especialmente en El Cronista y El Día, se leían titulares alarmantes. Cuando el 12 de julio de 1959 la situación se salió de control y las Fuerzas Armadas intentaron dar un golpe de Estado al gobierno de Ramón Villeda, El Día mostró fotos de las calles y avenidas de Tegucigalpa custodiadas por soldados; del presidente del Congreso, Modesto Rodas, corriendo y esquivando balas al cruzar una calle y, de forma directa, culpó al jefe de las Fuerzas Armadas por el ataque. En la portada del 13 de julio se leyó un titular en mayúsculas: “ARMANDO VELÁSQUEZ CERRATO FUE EL JEFE DE LOS ATACANTES”.

Yo era un niño todavía, pero recuerdo las maldiciones de mi padre contra los liberales por “su incapacidad de dirigir al país y la locura de dividirse entre ellos”: no tenían oficio para gobernar, decía entre rabias.

Era todo distinto por entonces. Gracias era un pueblito de casas solariegas, calles empedradas, caminos de barro, pasajes cubiertos de sabana y tres iglesias erigidas a la Virgen de La Merced, al apóstol San Marcos y a San Sebastián.

Por las mañanas, mis amigos y yo nos encontrábamos en la Escuela Dr. Juan Nepomuceno Lindo y Fernández, donde, además de no aprender casi nada –porque nunca me gustó el estudio–, me aproveché de los negocios de mi madre y me hice amigo personal de la maestra. Cuando me preguntan cómo terminé la escuela si nunca aprendí nada mi respuesta es una leve sonrisa. Nadie recuerda, quizá, que en la pulpería de madre se vendía guaro, que la maestra de mi escuela era alcohólica y que, eventualmente, desaparecían pequeñas botellas del negocio familiar que se achacaban a mi padre y sus amigotes.

La vida, para nosotros, era correr por la sabana y las plazas, sumergirnos en las corrientes del río Arcagual y esperar la feria patronal en honor a San Marcos. Fuera de eso estaban las fogatas, las rondas nocturnas en la Fortaleza de San Cristóbal, los relatos fantásticos sobre la maldición de El Bulero y los fantasmas del cementerio viejo. Pero a finales de la década de 1950, el divino aparecimiento de un juego desconocido nos cambió la vida: los carritos de madera.

La idea nos llegó poco después de que Roberto Castañeda trajera los primeros aviones para abrir la sucursal de la compañía de Servicios Aéreos de Honduras (SAHSA) que, de un día para otro, les permitió a los hondureños “pasar del burro al avión”. Cierto que el avión era otra forma de control político como lo habían sido el periódico, el telégrafo y la radio desde los tiempos de la dictadura cariísta, pero para nosotros era todo un milagro.

Fue en esos aparatos voladores donde, medio siglo después de que Julio Villars paseara por las calles de Tegucigalpa en el primer automóvil traído a suelos hondureños en 1905, llegó a Gracias el carro de Fausto Zacapa, el primero de la ciudad.

Era una Jeep Willis parecida a las que veíamos en las revistas que llegaban desde Tegucigalpa sobre la guerra que había destruido a Europa unos años atrás. Cuando pienso en eso, recuerdo que hace años observé un grupo de niños fascinados con una película de extraterrestres que visitan la Tierra y se pasan semanas reconstruyendo su nave. Estaban tan maravillados con la película como nosotros el día en que Julio Quintanilla (Julio Manija) –único motorista de Gracias– comenzó a ensamblar el carro de Fausto Zacapa en el campo de aviación con gran público presente.

Fue una época de gloria. Todos queríamos presenciar la construcción de una máquina del futuro como aquella, y Julio Manija nos parecía un genio sin medida. Nos maravillábamos observando sus destrezas, su lápiz especial metido entre el cartílago superior de la oreja y la cabeza, su gran plano general del carro desplegado sobre la sabana del campo, su baúl con llaves y herramientas, las cajas de madera conteniendo partes del vehículo, su vestido de overol, sus guantes, su gorra de aviador y el humo sempiterno de sus cigarros sin filtro de la marca King Bee.

Mis amigos y yo hacíamos competencia de carreras para ver quién llegaba primero de la escuela al campo de aviación. Yo me sentía con ventaja sobre los demás por los zapatos que mi padre me había traído en uno de sus viajes por la costa norte. Y aunque no estaba acostumbrado a usarlos (casi nadie usaba zapatos en Honduras), me dejaba la vida en los caminos para llegar antes que todos.

Pero, ¿ya les conté cómo terminaron los dos, Fausto Zacapa y su Jeep Willis? Aquello fue una verdadera desgracia. Como a finales de 1950 no teníamos experiencia en automóviles y tampoco había gasolineras, el combustible se ponía en los carros de manera manual auxiliados con embudos.

Un día, mientras limpiaba el carro y se encargaba de llenar el tanque, a Fausto le dio por encender un puro. La explosión fue tan grande que se escuchó en todo el pueblo y se quemaron él, el carro, parte del restaurante Gloria y las casas vecinas. Por fortuna, ninguno de los dos –ni Fausto ni la Willys– se destruyó por completo.

Poco después de ese accidente llegaron los carros de la SAHSA. Llegaron, eso sí, para poner la compañía aérea a la vanguardia y, de cierto modo, para acabar con la contradicción tecnológica que suponía transportar a los viajeros a lomo de bestia de la oficina al avión. Por todas esas razones, y debido a la fiebre de los automóviles, nosotros decidimos que también seríamos motoristas como Julio Manija y comenzamos a jugar con trozos de madera que simulaban carros.

En fin, no sé cómo llegamos hasta aquí. Estaba contando sobre mi regreso a Gracias a principios de 1977, después de mi debacle matrimonial. Perdonen, todo el mundo sabe que los viejos contamos una y otra vez la misma historia y que no sabemos mantener el hilo de lo que contamos. Yo siempre me desvío de lo que cuento, y siempre termino contando otras historias dentro de la misma. Me gustan las historias así; llenas de vida, de detalles, de tangentes, de laberintos.

Volví a Gracias totalmente vencido. Aquel amor errado me había destruido y mi madre recibió un muñeco flaco, ojeroso, empobrecido y deshecho. Me encerré por más de siete meses en el cuartito que ella preparó para mí. No sé si vi el sol en ese tiempo, no sé si me levanté de la cama o si comí; mi propia visión sobre mí era temeraria. Me encontraba despreciable, prescindible, fracasado y ridículo. Por si fuera poco, cada recuerdo de mis años con Rosa, cada día de distancia con mis hijos y toda la nostalgia por lo hecho y lo perdido, habían sembrado en mí una actitud suicida. Pero no, soy demasiado cristiano para suicidarme y, por fortuna, demasiado soberbio.

Al saberse todo sobre mi separación de Rosa y mi situación anímica, económica y laboral, los amigos y familiares cercanos se condolieron de mí, pero yo no quería lástima y me detestaba, me culpaba por todo. Consciente de los daños causados de mi parte a aquella chica rubia con la que había contraído matrimonio juvenil por emoción y para guardar las apariencias y las buenas costumbres después de un embarazo repentino, no sabía si yo mismo podía perdonarme, aunque en el fondo sabía que el daño era mutuo.

Si tan sólo no la hubiera convencido de entregarme su amor, su ingenuidad, su cuerpo. ¿Quién era yo para hacer eso? Si tan sólo nos hubiéramos amado a pesar de las desgracias. Si tan sólo nos hubiésemos comprendido un poco más hasta un punto indisoluble, yo no estaría allí, pensando en lo que pudo ser y no fue, en lo que pude hacer y no hice, en lo que habría querido para ella y mis hijos después de aquel día en que tomé cincuenta centavos del cajón, les dije “adiós” y nunca más regresé.

 

*    *    *

Comencé a despertar de mi letargo una mañana de finales de 1977, después de la visita de una comitiva del Partido Nacional que me dejó muy animado. Venían para saber si contarían conmigo en el nuevo proceso del partido ahora que se hablaba de un regreso a la democracia después del fracaso de las Fuerzas Armadas al mando del Estado.

Vendrían días oscuros para el partido –afirmaban–, sobre todo después del desprestigio público e internacional que habían provocado el escándalo Bananagate y las pruebas de narcotráfico en el alto mando del Ejército; si caían los chafas caía el partido.

Me involucré como correspondía al hijo del caudillo local Francisco Pancho Navarro (mi padre), aunque con mucho recelo, porque una cosa era ser miembro del partido desde mi niñez por tradición y por respeto a mis padres, y otra muy diferente era ser miembro de una organización delictiva, como desgraciadamente se identificaba a la cúpula nacionalista. Fui muy crítico entonces y lo sigo siendo.

Para animarme más, me dijeron que Leónidas Rosa Bautista, mi amigo de la infancia y ministro de Gobernación y Justicia del régimen de Juan Alberto Melgar, y otros líderes gracianos del partido, querían abrir un restaurante en Gracias para la gente del lugar y para recibir las comitivas que venían de Tegucigalpa y el extranjero.

Porque nadie duda que Gracias es una cuna de líderes. Sino, basta acordarse de que la ciudad fue la primera sede de la Real Audiencia de Los Confines –el tribunal jurídico más importante del Reino de Guatemala–, hasta que la Corona la movió a Santiago de Los Caballeros, Guatemala, en 1549; que fue capital de Honduras en distintas épocas; que aquí, a finales del siglo XIX, durante los gobiernos de José María Medina, justo en la casona frente a nuestra casa de El Rosario, nació el Estado moderno hondureño; o que, el actual presidente de la República, con sus bienes y males, también es graciano.

Abrimos El Búnker en mayo de 1978 cerca de la plaza de San Sebastián, en los días en que se anunciaba la caída de Juan Alberto Melgar como jefe del Estado. Lo administré con empeño y buen suceso hasta que, dos años después –por suspicacias y desavenencias– renuncié y abrí mi propio restaurante: el Club Social El Señorial donde, contrario a mis deseos, pasé un año de dificultades.

Nunca entendí el porqué de aquella mala racha si, según recuerdo, era un restaurante bien servido y valorado. Si no me hiciera parecer inelegante y más soberbio de lo usual, diría que El Señorial fue el primer restaurante de Gracias, y yo fui el primer restaurantero de la ciudad.

Me entró una gran nostalgia por mi vida, por mi pasado, por mi antigua familia y por mis hijos lejanos. Hacía mucho sin verlos. ¿Qué sería de ellos?, ¿y su mamá?, ¿estarían bien? Seguro que sí, porque no estaban conmigo. Entonces la tristeza fue más grande que nunca, y bebí, y bebí, hasta que un día llegó un grupo de hombres –enviados por mi padre– a recogerlo todo y yo volví a la miseria.

Aun así, tengo buenos recuerdos de esa época en El Señorial, como las visitas del presidente Rafael Leonardo Callejas o la semana que pasaron con nosotros el embajador gringo, Dimitri Negroponte, y su esposa, Diana, comiendo y bebiendo hasta el amanecer.

 

*    *    *

La luz volvió a mi vida a finales de 1984. Luego de las insistentes caídas, tocó a la puerta de la casona de El Rosario mi amiga Idalia Ayala, a quien llamábamos Dalila. Era una mujer guapa y avispada para los negocios. Había conseguido que la Municipalidad de Gracias le asignara la caseta del parque municipal para instalar un negocio, y había pensado en mí para el diseño, montaje y administración. Yo, con toda la necesidad y las ganas de volver a vivir, no dudé en aceptarlo. Tenía la experiencia del Canal Street, del El Búnker y El Señorial: sabía qué tipo de negocio podía funcionar en Gracias y qué hacer para sacarlo adelante.

Me reuní con Dalila para decirle que el negocio debía ser una cantina, pero le llamaríamos Bar para hacerlo parecer más citadino. Le dije que necesitaríamos pintar la caseta, hacer un rótulo publicitario, comprar sillas, mesas, manteles, vajillas y, por supuesto, comprar una rocola, porque allí estaba el negocio.

Le dije, además, que debíamos elegir un buen nombre para la cantina, uno que representara el lugar donde vivíamos y nuestra propia opinión sobre él: por esa razón lo llamamos Real Llanura. Al decidir el nombre, propuesto por mí, Dalila me miró con picardía: “Ahora sí espero ver a todo el pueblo en la real llanura” –me dijo, con insoportable ironía–. Luego carcajeamos.

Una vez pintado, amueblado y surtido, viajamos a San Pedro para comprar la rocola. Pero había un problema: las rocolas eran productos onerosos y no teníamos dinero suficiente. Por si fuera poco, la que nosotros queríamos tenía un valor de 85.000 lempiras, una cifra con la que podíamos comprar una casa.

Como me dolía imaginar que otras personas se lucraban con mi viejo negocio de San Pedro Sula mientras yo palidecía, me llené de orgullo y de venganza, y me tomé la empresa de Dalila de manera personal. Lo haría para recuperarme financieramente, pero también para mostrarle al mundo que yo no estaba terminado. No, señor, yo aún vivía, y era fuerte y listo.

Le propuse a Dalila hacer un crédito con el dueño de las rocolas, José Bustamante. Estaba seguro de que el Real Llanura sería tan rentable para honrar los compromisos como para sacar ganancias. Y aunque la noté preocupada, con toda la razón del mundo, estuvimos de acuerdo.

Hice la solicitud a José, quien, después de un primer pago de 11.000 lempiras en efectivo, puestos sobre la tabla de su escritorio, no dudó en aceptar, con la condición de que si nos retrasábamos más de tres meses en los pagos mensuales, él podía recoger la máquina sin reclamo ni devoluciones. Dos días más tarde, después de una insufrible odisea, llegamos con la rocola a Gracias. ¡Hubieran visto ese suceso!

Pagamos nuestra deuda en pocos meses. Era un nunca acabar. Aquella rocola sonaba día y noche, y aquellas mesas se llenaban de gente que venía, sobre todo, de las aldeas vecinas y otros municipios de Lempira. Daba gusto trabajar porque había dinero y nadie nos causaba problemas.

Ahora sonaban Los Panchos, ahora Javier Solís. Ahora Libertad Lamarque, ahora Julio Jaramillo. Ahora Lupita D´alessio, ahora Palito Ortega. Los fines de semana, o durante la temporada de cosecha de café o tabaco, sonaban las canciones de José Alfredo Jiménez, Antonio Aguilar, Vicente Fernández, Frank Sinatra o The Beatles. Cada uno elegía. Y era todo alegría, pero en el fondo sabía que ese triunfo no era mío, sino de Dalila, y otra vez, me llené de tristeza.

Cuando me tocó decir adiós al proyecto lo hice con la sobriedad del asunto, pero también con un impulso de esperanza porque, por primera vez desde hacía varios años, tenía la fuerza, las ganas y un poco de dinero para iniciar de nuevo en mi propósito de comidista, de hombre de cocina, en un país que reservaba ese puesto para las mujeres.

¿Que si me gustaba la cocina porque me gustaban los hombres como muchos sugerían desde mi adolescencia?, ¿que si mi desgracia personal y matrimonial tuvo que ver con eso?, ¿que si mi matrimonio con Rosa fracasó por sus traiciones y por mi alcoholismo? Esas respuestas no le importan a nadie y me las guardo para mí, pero diré que mi elección por la cocina tuvo dos motivaciones: mi gusto por comer lo que me apetecía cuando lo quería, y mi nulo interés por los estudios formales. De alguna forma había que ganarse la vida, y yo, comerciante de bebidas y alimentos, me la ganaba así.

 

*    *    *

Fundé el restaurante La Fonda después de una racha de estupendos trabajos para otros y rotundos fracasos para mí. Lo fundé con un nuevo propósito: estaba enamorado, como nunca antes, de una joven estudiante de Comercio del Instituto Técnico Ramón Rosa. Nunca supe cuántos años le llevaba de diferencia, pero nunca pensé en ello. La amaba, y aún lo hago.

Conocí a María Herminia (Mina) en los días de El Búnker. Ella visitaba el lugar eventualmente. Desde la primera vez hubo un contacto tierno pero respetuoso entre nosotros. Motivado por ella y por el nuevo amor que había despertado en mí, un 11 de abril de 1986, con los pesos que tenía a mano, inicié una pequeña pulpería en la avenida Jeremías Cisneros. Me gustaba vivir allí, en esa calle con el nombre del poeta y periodista que trajo la primera imprenta a Gracias.

El negocio comenzó como una desprovista venta de golosinas, pero como Mina me ayudaba por las tardes y había mucha gente que me conocía más temprano que tarde pude arrendar una casona de esquina y elevé el negocio a cafetería. Cuando nos dimos cuenta ya teníamos todo lo necesario para hacerla restaurante, y nos mudamos frente al parque central, donde ahora existe el Hostal Júnior.

Yo fui muy feliz con Mina. Ella fue el amor de mi vida. Pasamos años hermosos entre opulencia y pobrezas, pero nunca miserias. Tuvimos tres hijos: dos varoncitos y una niña. A ella le debo todo. Por respeto a su recuerdo y a sus años a mi lado, no diré más, pero diré que desde que se fue y dejó esta casa sola, desierta, no pasa un sólo día sin que la recuerde. Tal vez algún día, antes de que llegue mi hora, la buscaré y le pediré perdón, porque de la muerte somos y a ella nos debemos, y porque, en esta casa vieja y podrida, nunca se sabe cuándo ni en qué modo llegará el momento.

Desde que perdí a Mina y vi morir a mi madre mi vida se resume a un breve itinerario: me levanto temprano, con el alba, riego y barro el gran patio donde florece un mango que es la casa de búho. Me siento todo el día en una silla de plástico con mi traje impecable y la pierna cruzada. Bebo mucho, y cuando lo recuerdo, a veces también como.

Ahora soy un viejo con más años de la cuenta para un hombre que no cuenta los años. Aún tengo memoria y siempre lo recuerdo todo. Uso pantalones coloridos subidos hasta la boca del estómago, botines de cuero relucientes y camisas remangadas. Soy un viejo solitario de ojos saltones y pelo de indio. Tengo la nariz larga y curva, las manos inquietas y una mirada melancólica, triste. Tengo, además, un diente de oro que prueba mis años de bonanza.

Me recuerdo a mí mismo como el hombre que era, como un niño lejano que alguna vez fue feliz en un pueblo pequeño. Sueño con vivir aquella vida que viví cuando niño. Vivo solo en esta casa vacía, grande, misteriosa. Sólo estamos ella y yo: dos viejos ermitaños. Yo crecí en ella, ella me vio crecer. Es la casa, mi casa. Una casa de grandes corredores construida hace siglos, hecha de piedra, abobe, madera y teja, rodeada por pequeñas calles, otros edificios igualmente viejos y un pasado fantasmal que aún se aferra a sus paredes.

En otro tiempo esta casa tuvo también otra vida. Nadie sabe exactamente quién la construyó, cuándo o con qué fin, pero se cree que, alrededor del siglo VXI y quizá el XVII, fue la sede del Santo Tribunal de la Inquisición, cuando este predio era parte de la Real Audiencia de Los Confines. Ahora que se cae lo lamento por ella y por nosotros, pero sé que otros vendrán, después de mí, y la harán nueva. Eso es la vida: una perpetua sucesión de cosas.

Me invade la nostalgia. Me visitan imágenes de un pasado distante. Escenas recurrentes, calidoscopio interminable. Vivencias únicas e irrepetibles, como el día en que, siendo niño, vi entrar por esta puerta al entonces presidente Juan Manuel Gálvez; como los días en que la lluvia rompía las tinajas que enterraban los ricos, arrastraba sus ahorros por los empedrados y los niños corríamos a recoger coras y búfalos; como el día en que regresé con cincuenta centavos en la bolsa y el corazón destrozado a la casona de mi madre; o como el día en que descubrí el secreto más oculto de los Milla Cisneros.

Yo era un renacuajo que apenas sabía leer y escribir, pero tenía como maestro al brillante profesor hondureño Jesús Milla Selva, graciano, como yo. Una mañana, cuyos detalles no recuerdo, el profesor no llegó a clases y, quién sabe por qué, emprendí una caminata hasta su casa.

Al llegar escuché voces y lamentos contenidos: mi profesor había muerto, pero sus familiares –concentrados en el suceso– no repararon en mi presencia, y se decían unos a otros que no podían enterrarlo porque no tardaría en revivir: lo había hecho una y otra vez en Gracias y en Tegucigalpa. La catalepsia era así, nunca se sabía cuántas veces había que morir para morir de verdad.

Al verlo así, de frente, como un hombre que llega al final de su travesía y observa su vida desde la cumbre de un abismo, todo está en perspectiva y nada me parece tan cierto como el hecho de que, muy pronto, incluso estos recuerdos se habrán ido.

Todo lo que he vivido me parece sólo niebla, pasajes ya borrados por el olvido y el tiempo. Afuera de la casa el mundo sigue dando vueltas, dentro, sólo quedan recuerdos.

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