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Monseñor Gilbey y el paradójico caso del señor Berwey

 

“Después estuvimos hablando media hora
de cuestiones políticas y religiosas, pues los
hombres hablan siempre de las cosas más
importantes con las personas que les son
totalmente desconocidos. Se debe esto a que
en los extraños descubrimos al hombre en sí,
o a que la imagen de Dios no se nos aparece
encubierta por la familiaridad del parentesco
o por las dudas que inspire la sabiduría de
un bigote”
G.K. Chesterton

 

—Pase, pase, monseñor, estaba esperándole.

Monseñor Gilbey entró despacioso en el amplio despacho en que le aguardaba aquel misterioso señor Berwey que le había citado por carta hacía ya varios meses. Monseñor Gilbey había intentado enterarse en los círculos de Cambridge y de Londres que frecuentaba y de los que era miembro preeminente, pero apenas había conseguido saber nada de él. Se acercó con ese aire seguro que le caracterizaba y que no había menguado con el paso de los años, mezcla de distinción británica y elegancia española, con su lustrosa sotana y un impecable abrigo negro del mejor paño escocés, tocado con un sombrero que denotaba el gracejo materno del confín de Europa.

Berwey se incorporó ipso facto, y resultó ser un hombre menudo, mucho más bajo que el espigado clérigo, demacrado, muy avejentado, de frondoso pelo blanco. La piel parecía amontonarse en muchos de los rincones de su cara de astuta mirada. Fumaba un largo habano y con modales no del todo toscos hizo una señal a monseñor Gilbey para que se acercase al tresillo que ocupaba la parte más cercana a los ventanales por los que se filtraba la nebulosa luz de la primavera londinense. Con rápidos movimientos se acercó a estrechar la mano de Gilbey e hizo una leve inclinación de cabeza como para besar la mano de tan ilustre visita.

—Estaba deseoso de poder hablar con usted, monseñor. Siéntese, por favor.

Gilbey, casi nonagenario, mostraba un aspecto mucho más saludable que aquel extraño personaje del que tan escasas noticias se tenían, a pesar de disfrutar de despacho en Belgravia, donde tantos y tantos conocidos, amigos y admiradores contaba el sacerdote católico. Éste apenas conseguía disimular, con sus elegantes ademanes y su serenidad eduardiana, la curiosidad que le había llevado hasta allí, tan cerca de su residencia habitual en el selecto Traveller’s Club, pero tan lejos por cuanto absolutamente desconocido le resultaba su anfitrión. Quien bien conociese al sacerdote se habría sorprendido de verle en aquella situación, él, siempre tan seguro, tan a contracorriente, tan dominador de la situación, de la discusión, por extravagante que éstas fueran. El enigmático Berwey se valía de la tranquilidad de espíritu que emanan los ancianos de vida plena cuando se saben cercanos a un final ya irrevocable y al que esperan sin miedo alguno, se podría decir que casi con anhelo. Sentado en aquella butaca Luis XVI tapizada en un verde que la luz de la calle licuaba en azul, el fumador observaba a monseñor Gilbey con la misma minuciosidad con que éste había estudiado durante tantos años a los estudiantes de la Universidad de Cambridge que se acercaban por primera vez a la residencia que él dirigía.

—No voy a negarle, estimado señor, que he aguardado yo también con creciente interés todo este mes de abril hasta que llegase el día de hoy. Tampoco voy a negarle, señor Berwey, que no estoy en absoluto acostumbrado a que asuntos de este mundo despierten, a mis años, tanta expectación.

—Siento, monseñor, haberle hecho esperar tanto, pero me aconsejaron quienes bien le conocen que mi invitación fuese realizada con el adelanto suficiente como para que una personalidad de su talla pudiese atenderla sin falta. No dispongo de mucho tiempo de vida ya. A la vez, asuntos cotidianos de mis industrias me han traído de aquí para allá en estos últimos meses y, afortunadamente, todo salió a pedir de boca. No puedo quejarme.

—Usted dirá, pues, que es lo que le interesaba tratar conmigo.

—Antes de que comencemos, ¿gustaría monseñor tomar algo?

El misterioso Berwey hizo sonar una campanilla de bronce que estaba junto a una pequeña lámpara en una mesita de marquetería a juego con el tresillo. Un silencioso sirviente hindú, de tez muy oscura y bigote y barba suavemente grises, apareció por la puerta ataviado con sedas que atrajeron sobre sí los rayos más brillantes de la mañana. Antes de que ambos ancianos entrasen en detalle alguno, el hindú regresó con una botella de Clos de Vougeot, cosecha de 1978, que pronto centelleó en la copa de aquel experto catavinos que visitaba la casa del señor Berwey. El gozoso semblante de monseñor Gilbey aprobó, por sí solo, tan excepcional borgoña y Berwey, quizá por respeto al caldo, quizá por aprendida prudencia, apagó su habano y esperó a que su mucosa olfativa pudiese apreciar las dotes del vino que tanto había agradado a su insigne visitante.

—Mi vida es bastante solitaria, monseñor. Hace años ya que murieron mis dos hijas y sus madres respectivas nunca vivieron conmigo. Tampoco me interesa saber donde están. La muerte de mi hija Anita fue precisamente la que me hizo recapacitar acerca del asunto del que me gustaría recabar su opinión. No quisiera extenderme en demasía, así que iré directo al grano. Disculpe si le parece un tanto brusco y si omito detalles que a usted le pueden parecer de incumbencia, monseñor, pero como todo hombre de pocas palabras, y más siendo un hombre de negocios, no gusto de los circunloquios. No obstante, estoy dispuesto a darle todos los detalles que usted crea pertinentes.

Monseñor Gilbey se apoyó erguido en el respaldo de su butaca y se concentró con gesto amable en las palabras de su interlocutor.

—Después de la muerte de mi hija pequeña, como le digo, un pensamiento principal me ha ocupado la práctica totalidad de mi tiempo. Le hablo de casi cuarenta años, monseñor. Cuarenta años en los que he intentado ganar más y más dinero con un sólo propósito: cuanto más dinero estuviese en las manos de una persona esencialmente buena, menor sería el riesgo para la Humanidad.

Gilbey arrugó de manera casi imperceptible su peculiar comisura de los labios, algo que le ocurría cuando se encontraba ante una paradoja absolutamente inesperada. Berwey intentó forzar con un prolongado silencio la contestación del sacerdote, pero éste no se inmutó, no temía en absoluto a los silencios y sabía que quien los busca, disfruta y domina, mucho tiene ganado, incluso hoy en día; sobre todo hoy en día. Y monseñor Gilbey dominaba tanto los silencios como la conversación, de la que él era un auténtico maestro. Algo molesto por la falta de efecto de su maniobra, Berwey se vio forzado a continuar.

—Sí, decididamente he visto tantos desmanes, tantas idioteces, tantas iniquidades, tantas insensateces, realizados por gente con fortuna, simplemente porque la tenían, sin ninguna motivación, sin ninguna razón, insisto, nada más que por el simple hecho de tener una gran cantidad de dinero y quizá desear más, que me convencí de que lo mejor que se podía hacer para el bien de todos es acumular la mayor riqueza posible en las manos de aquellos que la supiesen administrar. Mi intención nunca ha sido disfrutar esa inmensa fortuna en mi exclusivo beneficio. Mi intención nunca ha sido hacerme más y más rico para colmar mis caprichos o restituirme de mis propias frustraciones y desengaños. He visto muchas cosas, monseñor, muchas cosas que no me han gustado nada, y el dinero estaba detrás de la inmensa mayoría de ellas.

—Intuyo que también de la muerte de su querida hija Ana.

—En efecto, monseñor. Alguien que ya tenía una gran fortuna la embaucó y la desposó. Sospecho que, más que las virtudes de mi hija, lo que deseaba aquel malnacido no era más que los millones del padre. Anita se dio cuenta, pero fue demasiado tarde. Y lo que es peor, fue franca. Su marido, humillado, vejado al ver descubiertas sus únicas intenciones, la estranguló ciego de ira durante el transcurso de una de sus desenfrenadas saturnales. De eso hace ya muchos años, y con mi hija murió el que hubiera sido mi primer nieto. Nieta, para ser más exacto. Quedé solo.

—¿Y su yerno?

—No quise volver a saber de él. Le odiaba. Cuando supe de su muerte por sobredosis en un lujoso apartamento de Central Park, en Nueva York, no sentí ni la más mínima conmiseración, como puede usted comprender. Sí, a pesar de su profesión, cualquiera puede comprender a una persona en mi situación. Desde el mismo día en que enterramos a Anita, y con ella a mi nieta nonata, aquella sombría tarde, fijé mi meta en intentar por todos los medios que desalmados como aquel no llegasen a tener los medios de destrucción, de envilecimiento, que un capital importante concede a cualquiera que lo llegue a poseer y no sepa cómo debe usarlo. Toda una vida creando riqueza de todo lo que toco, de todo aquello en lo que me meto, cual rey Midas, me ha llevado a comprender muchas cosas.

Monseñor Gilbey a punto estuvo de interrumpir a su interlocutor para apuntarle que la facultad de aquel rey de la Antigüedad de convertir en oro todo aquello que tocaba, lejos de entenderla cual virtud, como la gran mayoría desinformada tiende a pensar en estas absurdas sociedades excesivamente hedonistas de estos tiempos, representó para Midas su mayor tortura, pues ni a los seres más queridos podía tocar si quería evitar su transmutación en inanimados objetos del noble metal, en muertos de oro. Pero prefirió dejar a Berwey continuar, de sobra sabía que cuando se interrumpe a una persona de pocas palabras se corre el riesgo de abortar definitivamente lo que ésta quiere decirnos.

—Desde entonces mi carrera ha sido contra el reloj para intentar salvar cuantos más millones mejor en mis manos, donde sé que estarían seguros, donde no se emplearían para el mal ajeno, sino todo lo contrario, donde resultarían no ya inofensivos, sino inclusive beneficiosos. Desde entonces he intentado acaparar para distribuir en dosis razonables: salarios justos, beneficios atractivos, recompensas agradecidas… Aquel que ha sabido utilizar ese dinero adecuadamente, ha recibido más: un ascenso, una participación, un sobresueldo… Aquel que se decantó por aquello que yo intentaba combatir, aunque fuera a pequeña escala, se encontró lo que merecía: un despido, una destitución, una multa… Mi fortuna se ha multiplicado de forma geométrica desde aquella funesta tarde de otoño, monseñor. A cualquiera que llega a la edad adulta le parece que la espiral de la vida se acelera y se acelera a partir de entonces y siente que no vivirá lo suficiente para poder alcanzar sus objetivos personales. A mí, muy al contrario, la vida en soledad, cuando creí merecerla diferente, me ha dado la sensación de no terminar nunca. He tenido tiempo para todo aquello que me propuse, lo he cumplido y… me ha seguido sobrando una eternidad. Quisiera haber podido ir a parar esa homérica isla de los comedores de loto para poder perder la memoria, a ver si así se aceleraba mi existencia, a ver si, desmemoriado, llegaba antes mi final; pero esa isla no existe: no he podido escaparme de mi eterna tortura en vida. Me consagré pues, de forma casi religiosa, al objetivo que le comenté anteriormente. Sin otra cosa que me interesase en este mundo, mi venganza era atesorar, mi servicio a los demás, quizá mi salvación, era hacerme más y más rico cada día, salvaguardar toda esa riqueza de las manos que no fueran a utilizarla bien. No sabe usted de mí, probablemente, nada, pues nunca he buscado fama alguna, y menos desde que me quedé solo. Mi labor ha sido tan fructífera como callada. Mis empresas han supuesto un éxito tras otro. Muchos estados no podrían enfrentarse a mí en términos económicos. La solidez de mi fortuna creo que no tiene parangón, se busque donde se busque. Mis empleados son legión y junto a mi corporación, los únicos beneficiarios directos, amén de los consumidores de nuestros productos, sin duda los de mayor calidad y precio más ajustado del mercado. Aunque pudiera parecerlo, monseñor, no soy Midas: algún secreto debía haber, pues, detrás de tanto éxito…

—¿Quiere usted saber si todo ello puede granjearle la salvación?

—Sinceramente, monseñor, no soy creyente.

Monseñor Gilbey observaba con interés a su interlocutor, que en ningún momento deslizó ni el más mínimo detalle de vanagloria en sus palabras. Berwey era un apellido que no le decía nada. Con un levísimo giro de su cuello, el sacerdote recorrió con su vista de lince la habitación. En aquel despacho de considerables dimensiones, ningún objeto presente desvelaba aspecto alguno de los orígenes de aquel ser enigmático, de su personalidad. El mobiliario era de estilo, correcto, ni excesivo ni escaso para una dependencia tan espaciosa; las paredes, decoradas con pinturas clásicas, iguales y a la vez diferentes de las de cualquier otra mansión de aquel barrio: Gendall, Hobbema, Watteau, vestigios americanos de la mano de Whistler y Morse… Gilbey volvió a la misma postura de siempre, las manos cruzadas e inertes sobre su pierna derecha; la espalda recta, casi sin apoyarse en el respaldo de la butaca; el gesto amable de ojos y orejas en extremo bondadosos, con el aderezo inteligente que le daban su nariz y la peculiar comisura que enmarcaba la boca de finos labios, que no despegó.

—Parece ser, monseñor, que me queda poco tiempo de vida antes de morir.

Gilbey lo había sabido desde el primer momento, no había más que ver al demacrado millonario que aún siendo mucho más joven que él, parecía de muy mayor edad; además, Berwey ya lo había dicho antes:

—Si no se equivocan los más prestigiosos médicos del mundo, muy poco… El que ha sido mi único objetivo, la única motivación de mi vida durante tantos años, se convierte ahora en un gran problema. Supongo que adivina usted por qué, monseñor.

Esta vez, Gilbey no esperó ni un instante para contestar:

—A quién legarlos, señor Berwey, ¿no es así?

El desahuciado millonario suspiró profundamente y bebió, por fin, de su copa de vino. Monseñor Gilbey estaba acostumbrado a mirar a los ojos de mucha gente, incluyendo a los ojos más importantes del Reino Unido; también a moribundos. Sin embargo, pocas veces había sostenido una mirada tan franca como la de aquel pequeño y arrugado personaje. Aquel hombre, era evidente, no había pasado por la selecta Universidad de la que tan orgulloso se sentía Gilbey, a pesar de los cambios. Aquel hombre, sin duda, tenía unos orígenes y una vida muy alejados de los propios del sacerdote, pero se encontraba en su presencia como ante cualquier viejo conocido. Todo aquello que en Gilbey resultaba inmanente, en Berwey, saltaba a la vista, no era más que un mero accidente. Sin embargo, Gilbey había comprendido desde el primer momento a aquel hombre al que, sin apenas conocer un ápice de su biografía, ya consideraba digno de ser un personaje del admirado Chesterton, uno de los singulares miembros de alguno de los clubes que compusiese el orondo escritor de Kensington para sus libros de relatos. Berwey volvió a suspirar.

—En efecto, a quién o a quienes legar mi fortuna, ese es mi dilema. Tengo poco tiempo para resolverlo, ciertamente, pero no por ello debe pensar usted que es algo de lo que no me he cuidado hasta ahora. Mi experiencia es que todos aquellos que he encontrado a mi lado que mostraban un escrupuloso comportamiento cuando se trataba de manejar cantidades razonables de dinero, perdían el Norte cuando veían en sus manos cantidades más grandes. He visto a mucha gente que podríamos considerar razonablemente justa dejar de serlo en el mismo instante en que se han visto dueños de cantidades importantes. Debo, pues, descartar a todos ellos, quizá sólo considerarles para cantidades moderadas. A la gente buena que conozco no le duraría el dinero en las manos, ya se encargaría cualquier infame de quitarle hasta el último penique: si cabe, ésta sería la forma más rápida de poner mi fortuna en manos de aquellos de la que la quiero preservar, quizá más rápida que legársela a algún ser maléfico directamente. De igual forma, la gran mayoría de las entidades a las que he beneficiado a lo largo de todos estos años, que no han sido pocas y no sin generosidad, me han defraudado. Saludé, por ejemplo, con alegría el nacimiento de la UNESCO, dado mi agnosticismo cuasi-primario, pero cuando observé las fortunas que sus dirigentes gastan en actividades petulantes desconocidas para el gran público, en vanagloria, en nada, no quise saber más. Y me obstino en pensar que el dividir todo ese dinero en muchas partes relativamente pequeñas no hace sino restarles empuje y multiplicar el riesgo de que, una vez más, caiga en malas manos: no quiero pensar que mi vida la haya consagrado a facilitar aquello que quise combatir a muerte y que con mi muerte multiplicase el daño que he podido evitar durante todo este tiempo, como si de una repleta presa que de pronto revienta se tratase.

Las personas con las que he consultado tan delicado asunto no me han sabido, hasta el momento, dar una respuesta razonablemente convincente –prosiguió Berwey–. Y eso que ninguna de ellas ha sospechado nunca, ni por asomo, el montante total de la fortuna de la que estamos hablando. En una ocasión, hace no muchos años, asistí a una cena en la que escuché, por azar, hablar de usted. A una de las pocas personas a las que admiro, un joven que estudió Filosofía en Cambridge y a quien usted marcó profundamente, abrió las puertas de su fe y se convirtió al catolicismo: Randolph Galton, un pariente de aquel darwinista que dictase los principios y la vigencia de la eugenesia. Randolph murió al poco tiempo en un accidente de coche, pero aquella noche habló de monseñor Alfred G. Gilbey con una fascinación tan particular, tan ilimitada, que grabé el nombre a fuego en mi memoria mortificadora y me ha hecho dirigirme a usted. Sus puntos de vista, monseñor, son al parecer tremendamente originales, valientes, y usted se muestra tan convencido de la vigencia de los mismos, se comporta con tal coherencia con respecto de ellos, sin importarle lo que otros puedan pensar acerca de su obsolescencia, que despierta admiración en cualquiera que le escucha con atención, aunque no comparta en absoluto sus ideas. Tal independencia de criterio es realmente infrecuente hoy en día.

—Randolph Galton, le recuerdo perfectamente –musitó el sacerdote casi para su alzacuellos, y sus ojos giraron unos instantes como si buscasen en la vacilante claridad que entraba por los ventanales una imagen de antaño, un recuerdo lejano–. Galton era un estudiante vivaz y muy fino, brillante, siempre dispuesto a la polémica. Sí, lo recuerdo perfectamente, señor Berwey, un gran muchacho…

Ambos callaron un buen rato; Gilbey no sólo pensaba, también recordaba y rezaba por su alumno desaparecido, Berwey esperaba con el mayor respeto.

—Comprendo perfectamente el problema del que me habla. Hago mía su opinión acerca de lo peligrosa que es la fortuna puesta en las manos equivocadas. Supongo que habrá usted pensado, señor Berwey, en las organizaciones humanitarias y de caridad.

—Por supuesto, monseñor. Pero, no quisiera resultar fastidioso si le repito que realmente el montante al que asciende mi fortuna supera en mucho cualquier otro donativo que se haya hecho nunca a organización alguna. Sinceramente, no sé si no podría incluso poner en peligro su propia existencia como organización, así que imagine usted lo que puede pasar con los principios que la alumbrasen. Es más, algunos de los sectores primordiales de varios países se encuentran prácticamente en mis manos, lo que añade dificultad al problema, ya que si se convirtiesen esas industrias, esas participaciones empresariales, en dinero contante y sonante mañana, caerían en manos indeseables instantáneamente y con ello, quizá, también esos países necesitados. El beneficio que pudiese surgir por una parte se esfumaría por la otra. Ya le digo, monseñor, es algo muy complejo. Yo he sacrificado toda esta etapa de mi vida para sacar todo aquello adelante, pero dudo que a una organización humanitaria pudiera interesarle eso hasta el punto de mantener la producción, la distribución: le resultaría más rentable venderlo, aunque fuese en un precio bajo, e invertir o utilizar ese dinero en actividades que le resultasen más rentables o de más fácil administración.

—Sí, ya sé, ya sé… ¿Sabe?, hace tiempo yo también invertí una parte considerable de mi patrimonio en reformar una residencia para estudiantes católicos en Cambridge y, tras unos años en que aquello fue por donde yo quería, luego… No hace falta dar detalles. Comprendo su inquietud.

Los dos ancianos se contemplaron una vez más largamente, inmutables, sin mediar palabra alguna, sin casi pestañear. En el exterior se escuchó el claxon de un automóvil y ahora era perceptible el lejano tráfico circulando sobre los tramos adoquinados de las calles vecinas. Finalmente, Berwey extrajo una caja de puros de la mesita que estaba más cerca de su butaca y sin retirar la vitola encendió pacientemente un habano tan largo como el que fumaba cuando monseñor Gilbey llegó por la mañana. Todavía en silencio, el sacerdote se puso en pie y recorrió caviloso el despacho. Berwey observaba a través de las caprichosas espirales en que se organizaban sus sucesivas fumaradas la enjuta y a la vez donairosa y gallarda figura de aquel sacerdote peculiar del que había escuchado tantas anécdotas extraordinarias. Antes de aquella mañana, esperaba al conversador incansable del que otros le habían hablado, pero comprendió que aquel anacrónico e insólito personaje, en la forma de escucharle, con todo el tiempo del mundo por delante, destilaba lo excepcional de su personalidad. Berwey recordó a su tío Henry Chuvin, el impenitente ateo, azote local de todas y cada una de las religiones (menos de la suya, quizá la de más difícil observancia), que en las postrimerías de su vida sólo quería conversar con clérigos, del tipo que fueran, pues sólo en ellos encontraba lo que le hacía falta. Él, siendo agnóstico, tenía con Gilbey la misma sensación. El sacerdote se paró un instante en el ventanal más cercano a la amplia mesa victoriana tras la que estaba atrincherado el millonario por la mañana, apartó levemente con un elegante y preciso gesto el cortinaje y pareció abstraerse observando lo que pasaba en la tranquila calle, absolutamente ajena al problema que intramuros se ventilaba. Gilbey se encontraba en uno de los momentos más extraños de su prolongada y jugosa vida, ante la paradoja más extraña con que había topado jamás, la única sobre la que él, quizá el heredero natural e indiscutible último eslabón de la británica dinastía de patricios del contrapunto, no encontró modo alguno de argüir para su esclarecimiento.

—No es fácil. No es nada fácil –apuntó en su tenue y exquisita dicción habitual, tan suave y vertiginoso, a veces tan difícil para bastantes de los que le escucharan. Ahora, dada la distancia que le separaba de su interlocutor, y a pesar de lo extraordinario de la acústica de la pieza, sí que quedó en una especie de confesión en voz alta a sí mismo.

 

París (Francia), 8 de enero de 2000

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