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Mientras tantoMonstruos parisinos

Monstruos parisinos


 

Moda parisiense siglo XIX

 

«¡Oh, muy sutiles parisinas! Solo vosotras sabéis extraer el encanto y la gracia exquisita de las cosas más viles. Todas las abejas saben hacer miel de las rosas, incluso en provincias son capaces de ello, pero lo realmente difícil y meritorio es extraer un buen perfume del apestoso beleño.»

                                                          Catulle Mendès, Monstruos parisinos.

 

Sucede a veces que a la expectación que nos provoca un libro, una película, un concierto o cualquier otro tipo de manifestación artística (aunque esto es igualmente extensible al resto de parcelas de la vida) cuyo disfrute hemos deseado largamente, le siga una no menos profunda decepción. Pareciera que durante la espera ya hubiésemos ido agotando, al gozarla por anticipado, la calidad de la obra, de tal modo que, con el dorado adherido a nuestros dedos, al llegar el momento de la verdad, esa carga explosiva de emoción, belleza y misterio que esperábamos hallar, resultase inencontrable en ese artefacto que a la postre no encerraba más que una ridícula dosis de pólvora incapaz de hacer estallar un petardo.

 

Recuerdo que algo así, valga la metáfora, me sucedió cuando, ya crecidito, llegó a mis manos El guardián entre el centeno de Salinger. Me había estado preparando durante años, demorando el momento de su lectura para alargar el placer, con la convicción de que ese librito del que sólo había escuchado contar maravillas, que había marcado a varias generaciones y conducido a crímenes execrables como por mero contagio y cuyo desconocimiento me procuraba una vergüenza culpable, me arrebataría desde la primera página. El chasco fue monumental y sigo dudando en si fueron las altas expectativas consignadas o mi tardío descubrimiento lo que dieron al traste con mi frustrada vocación de admirador del enigmático escritor estadounidense.

 

Lo de El guardían es un caso entre muchos. Aún recuerdo con dolor el desengaño que sufrí al descubrir que filmes como El año pasado en Marienbad, Jules y Jim o La delgada línea roja no sólo no me hacían levitar sino que me producían un mortal aburrimiento. De modo que tuve que aprender a inventar un ardid para reducir la suma de desencantos. Y esto pasaba, naturalmente, por rebajar de forma sistemática mis pronósticos y, en este caso, favorables prejuicios.  A partir de ese momento, no esperaría de entrada resultar transportado a los reinos de lo sublime, si verme sacudido, ni elevado, ni traspasado por esas obras de arte a las que me iría aproximando. No importaba cuán grandes fuesen las palabras que me las hubiesen dado a conocer, ni qué egregios sus exégetas.  Al fin y al cabo, puede que todo fuese un problema en mi percepción, cierta tara de mi personalidad a la hora de reconocer el arte auténtico, el Gran Estilo.

 

¿Cómo podía estar de otro modo equivocada toda esa gente, entre las que se encontraban algunas de las mentes más lúcidas de nuestro tiempo, que afirmaba ver en las aventuras de Holden Caulfield una de las grandes epopeyas de la literatura del siglo XX?

 

Ni que decir tiene que este método me ha producido un gran provecho, aun al precio, claro está, de haber convertido en menos excitante la espera. Sin embargo, de lo que venía a hablar hoy es justamente de lo contrario. De lo que ocurre cuando calculamos que una obra de arte, un libro en este caso, no es que vaya a fascinarnos sino que, muy al contrario, nos hace albergar la sospecha –porque estemos instalados en otros territorios, porque se amontonen sobre nuestro escritorio una docena de títulos que consideramos más apetecibles, por ignorancia, o por pura intuición: y ya hemos comentado qué mala compañera de viaje puede a veces resultar esta–  de que puede llegar a suponernos una irreparable pérdida de tiempo.

 

Evidentemente estas cosas sólo se cuentan cuando el efecto es el opuesto. Por este motivo no me importa que desde la joven editorial Ardicia sepan ahora lo que me dije para mis adentros cuando me hicieron llegar el que suponía su primer libro. Al remitirme Monstruos parisinos, de algún modo, ellos tuvieron más fe en mí como lector que yo mismo. O, simplemente, conocían demasiado bien de antemano lo que metían en aquel sobre marrón.

 

Como muchos, supongo, conocía a Catulle Mendès (Burdeos, 1841 – Saint-Germain-en-Laye, 1909) por referencias más o menos directas. Por edad, no pudo ser un escritor romántico, aunque sintió el influjo de Hugo. Tampoco, aunque adivinamos sus huellas, cultivó el realismo propio de un Balzac o un Flaubert, y el naturalismo de su contemporáneo Zola le resulta por lo general bastante ajeno, aunque en absoluto antipático. Más próximo se encuentra por sensibilidad al Decadentismo fin de siècle aunque los primeros nombres que se nos vienen a la cabeza al pensar en esta corriente sean los de Baudelaire o Huysmans. Así las cosas, el autor era para este que habla uno de esos nombres exóticos y de intrigante pronunciación que acabábamos memorizando cada vez que nos examinábamos de Rubén Darío y teníamos que vérnoslas con esa pareja indesligable en los manuales de literatura que forman el Parnasianismo y el Simbolismo. Dentro de esa nutrida cohorte en la que militan autores menos renombrados como Léon Dierx, François Coppée, José María de Heredia o Louis-Xavier de Ricard (con el que dirigió el primer volumen de Le Parnase Contemporain ) o figuras más prominentes como Leconte de Lisle, Villiers de L´Isle-Adam o Théophile Gautier –el célebre escritor de libros de viajes a la sazón padre de la primera esposa de nuestro hombre–, Catulle Mèndes, con la dificultad añadida que ha supuesto su escasa visibilidad en nuestro idioma, terminaba siendo poco más que el escritor al que el nicaragüense, que ni siquiera lo incluye entre sus «raros» por mucho que lo considerase alguna vez como su «verdadero iniciador», dedicó aquel soneto azul que empezaba: “Puede ajustarse al pecho coraza férrea y dura; /puede regir la lanza, la rienda del corcel; /sus músculos de atleta soportan la armadura… /pero él busca en las bocas rosadas leche y miel.”

 

Como Luis Antonio de Villena apunta en el prólogo a esta colección de estampas sobre la vida galante en las postrimerías del París decimonónico, Mèndes fue un «autor menor», cuya posteridad, esto ya lo decimos nosotros, se ha visto empañada, especialmente fuera de Francia, por la abundante presencia de nombres egregios dentro de las letras galas de la segunda mitad del siglo XIX. Algo tan comprensible, de más está decir, como injusto, pues además de su obra narrativa, que cultivó prolíficamente de la novela al cuento y en la que, como veremos, ya dejó trazas de su indudable talento, este hombre nacido en Burdeos descendiente de judíos portugueses fue ya no sólo un destacado poeta parnasiano-simbolista (Philoméla, Hespérus) muy apreciado por Paul Verlaine, y un importante impulsor de las nuevas corrientes estéticas de la lírica de su tiempo, sino que no rehuyó géneros como el teatro (Medée, Le Fils de l’étoile) ni el ensayo erudito (La legénde du Parnasse Contemporain, L´Art du Théâtre).  Wagneriano de pro (al de Bayreuth le dedicó dos obras) y libretista habitual de Jules Massenet, este hombre que murió en extrañas circunstancias a los 68 años al resultar arrollado por un tren en las cercanías de París, tuvo a su vez una vida que daría para la más jugosa biografía, y en la que tendrían cabida igualmente sus tres matrimonios – de su relación con Augusta Holmès dejará testimonio Auguste Renoir, quien pintará a tres de los cinco hijos que tuvo con la compositora, incluyendo a Hélyonne, futura esposa de Henri Barbusse–, su afición al ocultismo y sus frecuentes lances de honor, como el que protagonizó con el crítico George Vanor después de que este último criticara a Sarah Bernhardt, íntima amiga de Mendès, por hacer de Hamlet a una edad inadecuada, y que le costó al autor batirse en duelo y una seria herida por debajo del ombligo.

 

Valgan estas breves pinceladas para darnos cuenta de que no estamos ante alguien que simplemente pasaba por ahí, sino ante un creador imbuido de las corrientes más poderosas de la literatura de su tiempo –algunos de los críticos de su época, como Léon Bloy, quien lo tachó de «Anibal de la imitación», le reprocharán precisamente esta supuesta falta de originalidad– que fue capaz de extraer del crepuscular ambiente en que vivió las herramientas artísticas y las experiencias vitales que terminarían confluyendo en libros como este Monstruos parisinos, una selección de los cuentos más representativos de los que aparecieron en la revista Gil Blas en 1881 para, después de ser agrupados en un volumen al año siguiente, seguir dando nuevos frutos, visto su éxito, en entregas sucesivas.

 

El lector que se aproxima a esta «especie de Comedia humana decadente –en palabras de Maurice Barrès– que refleja, en miniatura, la sociedad contemporánea en su declive», no tarda en detectar, bajo la esmerilada prosa con que se nos presentan esas disolutas vidas de artistas, aristócratas y oportunistas, las fuerzas contrapuestas que operan en aquel microcosmos en descomposición, en el que el lujo, la frivolidad y el refinamiento que impulsan a esas mujeres mundanas –o semimundanas: aspirantes a la efímera gloria de una vida suntuosa y disipada–dispuestas a vender su alma al diablo por ascender socialmente o por mero entretenimiento  y a esos hombres depravados que las utilizan o son conducidos por sus encantos a la destrucción, se encuentran atravesadas por el horror, la perversidad y una irresistible fascinación por el Mal.

 

Este aspecto abre una brecha ostensible entre estos relatos y aquellas historias galantes del siglo XVIII, de un velado y sensual erotismo, sobre las que Sade edificó su pesadilla de la Razón. El irónico, implacable y muchas veces desmesurado Mendès no sólo cultiva, como señala el prologuista, una «prosa que tiende a embellecer el pecado», sino que respondiendo a esa fórmula que acuñó Jean de Palacio bajo el membrete de los «maravilloso pervertido» –una zona que podemos vislumbrar a medio camino entre la realidad bohemia de los salones, gabinetes y palcos de la gran sociedad, y los abismos de la imaginación a los que se asomaban los personajes de muchas de las historias de la literatura fantástica de aquel tiempo–,  se solaza en el “teatro de la crueldad” en el que sitúa a esos personajes decadentes y hasta, atrapados por una irracional y abrasadora insatisfacción –«el corazón humano, su garganta hambrienta», como en el verso de Blake–, al borde de la inhumanidad. 

 

Como ha señalado el profesor Eric Vauthier en un iluminador artículo – traducido, por cierto, por José Manuel Ramos González, biógrafo de Maupassant encargado de verter a nuestro idioma la presente colección–, Mendès tendrá muy presente a la hora de dar forma a estos relatos aquel volumen de su reconocido maestro Théodore de Banville, titulado Esquisses parisiennes. Scènes de la vie. En esta obra del escritor parnasiano en quien un jovencísimo Rimbaud buscó protección, Mèndes, hallará una visión de París «como una ciudad completamente abocada a las fuerzas del mal, donde no hay más que vicios, sufrimientos y crímenes», que le resultará especialmente cercana, no resultando tampoco, como para Huysmans, desdeñable la influencia que hubiera podido tener sobre su escritura aquella colección de Cuentos crueles de su amigo Auguste De Villiers De L`Isle Adam, con quien colaboró, entre otros proyectos en la Revue fantaisiste. El rasgo de la “crueldad” sobresale así en una obra que, según un crítico de aquella hora, había de poner ante el lector toda una galería de «monstruos retratados sin piedad, mordidos al aguafuerte, plasmados en la ostentación de su vicio por un gran artista escritor».

 

Esa tendencia «esencialmente demoníaca» – ¿cómo olvidar a este respecto Las Diabólicas de Barbey d’Aurevilly–, construida a base de vivos contrastes, de aviesas paradojas que quieren borrar la distinción entre belleza y fealdad, pureza y vicio,  inocencia y culpa, divinidad y animalidad, horror y éxtasis, que Baudelaire encontraba característica del arte moderno, rezuma por cada poro de la obra. «Lo que es propiamente diabólico –escribió Denis de Rougemont– es, más que hacer el mal, bautizarlo con el nombre de bien cuando se hace». Y es precisamente esa inquietante dualidad la que vemos aparecer al contemplar al desdichado marido de Léo, a quien adora pero que a pesar de los celos que lo devoran, no puede evitar prostituir a su esposa porque «quiere tanto al dinero como a su mujer»; a la pura y virginal Blanche de Caldelis, quien no siente ningún pudor en mostrarse desnuda a la menor oportunidad pero que con la misma ingenuidad «se mantiene siempre irreprochable» y no permite que ninguno de los hombres a los que ha enfebrecido ose rozar su cuerpo; a mademoiselle Antigone, huérfana virtuosa entregada al cuidado de su abuelo bajo el más severo régimen de castidad pero que se gana la vida escribiendo, «con una sonrisa pura en los labios», la más abyecta pornografía; a Caroline Fontèje, quien «en el momento en que su belleza podría haber conquistado todos los corazones y su talento todas las almas», se convierte en la amante de un trapecista que, si bien «estúpido», resulta ser elástico como una pantera y está «lleno de vigor y de gracia»; a la pequeña Thomasson, quien con sus doce años ha aprendido «el mal a fuerza de verlo, sin comprenderlo aún», y que se dedica a adoctrinar desde su «inocencia infame» a una joven despechada acerca de la «farsa» que es el amor ; a aquel viejo escritor –¿y cómo no querer ver aquí un trasunto del propio autor– que conmina a un joven poeta a que no publique ese primer libro, a que abandone la literatura si no quiere exponerse a perder «todas las santas inconsciencias del alma»; o a madame de Valensole, en lo que supone uno de los relatos más irresistibles –aquí la deuda con Banville se hace explícita–, que empieza a engañar a su marido, quien hasta la fecha ha complacido todos sus opulentos caprichos, por no comprarle una rosa mustia que se le antojó cuando salían del teatro, esto es, por incurrir en el «mejor medio» de perder el amor de una mujer: «negarle una cosa después de haberle dado tantas».

 

Y así a lo largo de los veinte cuentos como otros tantos fogonazos de seductora degradación en los que los personajes, que a lo largo del volumen se entrecruzan dotando de mayor unidad al conjunto, parecen caminar sonámbulamente hacia el abismo de su propia corrupción, como atraídos por una serie de fantasmas, de ilusiones, que han hecho nido en sus propias mentes y que se proyectan sobre el tablero de sus desquiciadas vidas perfilando la metáfora de un tiempo que se revuelve contra el Positivismo comteano y toda esa epifanía de confianza ilimitada en el progreso racional (y moral) del hombre. Como en Poe, a quien el camaleónico autor, tan atento siempre a la evolución de los géneros y modas literarios, rendirá, bien que como un irónico epígono, tributo en algunos de sus últimas creaciones, como en Rue des Filles-Dieu, 56, en Mendès vemos asomar esos «excesos monstruosos de la mirada» de los que habló el crítico Pierre Jourde, y que, participando de esa corriente de anormalidad, del «fantástico real» que rastreamos en la obra del escritor estadounidense,  al asomarse al abismo de la locura, participan del desasosegador ambiente que caracteriza a los relatos «psicopatológicos» de un Guy de Maupassant.

 

Podemos concluir así que este «amante lánguido del Mal», como lo definió el crítico Eugène Gilbert, nos regala en Monstruos parisinos algo más que una muestra de arte decadente, exquisito y refinado. En mitad de ese festín de hombros níveos, labios que se ofrecen sin darse y ojos como tizones alimentados por el deseo, delante del telón que dibujan esas salas tapizadas en rojo y oro adornadas por candelabros, campanillas chinas de cristal, manteles adamascados, porcelanas, platerías y arabescos, estas “historias extraordinarias” de educadoras que maleducan, de protectoras que envilecen, de aristócratas dominados por los más bajos instintos y de representantes del pueblo llano dispuestos a abrazar las más altas abominaciones, están heridas por un mal innominado, ¿resonancias de la «muerte de Dios?», henchidas de un profundo desencanto. Son verdaderas “flores del mal”, delicadamente envueltas, que más allá de su opulencia verbal y de su innegable y sabrosa amenidad, que bien justificarían por sí solas el descubrimiento, nos dejan un regusto amargo y nos hacen recordar aquella impresión que transmitiera George Bataille en su clásico La literatura y el mal acerca de una obra en apariencia apartadísima de la que nos ha ocupado, Diario del ladrón de Genet: «Al final, el libro deja un sentimiento de desastre confuso y de universal engaño, pero saca a la luz la situación del hombre actual, que todo lo rechaza, rebelde, fuera de sí».

 

 

Monstruos parisinos

 

Monstruos parisinos.

Catulle Mendès.

Traducción: José Manuel Ramos González.

Prólogo: Luis Antonio de Villena.

Ilustración: George Barbier.

Ardicia Editorial.

192 páginas.

Fecha de publicación: septiembre de 2013.

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