Después del mayo de 1968, se pensaba que lo peor que le puede pasar a alguien es no tener palabras para contar lo que le pasa. Se criticaba el silencio como un efecto del poder, del sometimiento, y se luchaba para dar la palabra, para hacer sujetos de palabra a quienes les venía impuesto el silencio: a los locos, a los presos, a los homosexuales, a los negros, a las mujeres, a todos aquellos que no eran la norma, o sea que no eran varón, heterosexual, blanco y occidental.
Sin embargo, pensar el campo de batalla como algo que sucede entre el discurso y el silencio es una ingenuidad. Cuando no hay más que un discurso posible porque la lengua que hablamos es ese discurso, lo adoptamos todos espontáneamente. Por eso las relaciones de poder son tan difíciles de analizar, por eso la realidad ofrece tanta resistencia al cambio: porque hay que crear un lenguaje nuevo en el que encuentren expresión las experiencias que ya tienen significado en el discurso dominante, y también las experiencias que en ese discurso son invisibles, o sea, imposibles de ser dichas. El feminismo intenta ser un nuevo lenguaje, lo ha conseguido en algunos casos, tiene aún mucho terreno que recorrer en otros.
Una madre lo sabe no es un libro de feminismo teórico, sino de feminismo práctico. Su autora, Concita de Gregorio, es una gran contadora de hechos, pero para relatarlos los somete al laboratorio del lenguaje. No los cuenta como son dichos por el discurso dominante, busca otras palabras y, haciéndolo, crea nuevas interpretaciones. Habla de lo que las mujeres saben, aunque pocas sepan decirlo. Cuando este libro cayó en mis manos, lo devoré entre risas y lágrimas. Al terminarlo ya había decidido que lo quería traducir, porque pensé de inmediato en lo sola que me encontré cuando nació mi hija, y deseé que quienes lo leyeran no tuvieran que sentirse así. De aquellos momentos de soledad, recuerdo que me decía a mí misma: “pero ¿por qué nadie me ha dicho nada antes de lo que era esto, ni siquiera mis amigas feministas?”. Era a principios de los 80. Tampoco las feministas sabían qué decir, estábamos en el inicio. Pensé incluso que me volvía loca porque dejaba de ser la que era, no podía disponer de mi cabeza como antes. Y mientras todo eso me sucedía, miles de palabras sobrevolaban por encima de mí. Eran lo que Concita de Gregorio llama “el guión establecido”: montañas de lugares comunes, de juicios petrificados —como diría Hannah Arendt—, en una palabra, de prejuicios. Porque los prejuicios no sólo son las afirmaciones en las que el sujeto es universal, sino también y sobre todo y más escondido, las afirmaciones en las que aun cuando el sujeto sea particular, el predicado encierra un universal. Todo el mundo reconoce que decir “las mujeres tienen instinto maternal” es un prejuicio; pero es más difícil hacer ver que cuando se dice “María es madre”, en la palabra “madre” se encierran siglos de cultura, una cultura dominantemente patriarcal.
Las veintidós historias que la autora nos relata tienen nombre y apellido. Son madres solteras o casadas; hijos e hijas huérfanos, adoptados, con padres y madres, queridos o no; son mujeres que no son madres, hombres que se comportan según el guión o fuera del guión. A todos ellos Concita de Gregorio les ha dado la palabra, pero ella se reserva el papel de narradora. Porque es verdad que todos y todas pueden saber, tener una intuición de que la vida discurre fuera de las experiencias que tienen lenguaje, pero no basta con saber: hay que saber decir, hay que buscar un significado para lo que sucede, de lo contrario la vida misma puede ser insoportable.
Hay un decir teórico, racional, pero también hay un decir poético, narrativo, simbólico. La filosofía, desde Platón, ha sostenido el decir racional, despreciando al otro en muchas ocasiones. Por eso quizá, a lo largo de los siglos, pese a tener claro el imperativo délfico del “conócete a ti mismo”, los filósofos no han aportado gran sabiduría a este respecto. “Psicología” es una palabra antigua, en las grandes bibliotecas medievales uno de los sectores lleva ese título, pero estamos en el siglo XXI y de lo que menos sabemos es de nosotros mismos, de por qué somos lo que somos, de lo que podemos devenir. Freud acertó al encontrar en la mitología, en el relato, explicaciones. Desgraciadamente se contentó con un solo mito, el de Edipo. Ese error monoteísta debemos superarlo, si queremos que la experiencia humana, en su pluralidad, pueda ser expresada.
Como gran narradora que es, Concita de Gregorio ama los relatos infantiles, y entiende que en esos cuentos la repetición está implícita: no existe niño en el mundo que no se haga repetir un cuento que le guste mucho. Porque también, como dice la autora, los niños saben aunque no sepan decir, y por ello cuando encuentran las palabras de un relato que les dice lo que ellos saben, su satisfacción es tan grande, su placer tan inmenso, que piden más y más. Y hay relatos para todos los gustos, y si no los hay, hay que seguir escribiendo cuentos, porque la primera aproximación a las cosas no es racional sino poética.
Quizá existan tantas relaciones con la maternidad como mujeres hay en el mundo. Obviamente este libro no las puede contener todas, ni pretende representarlas a todas, pero es un principio para seguir contando. Es como si estos veintidós casos fueran el inicio de una serie, como la serie de los números naturales, una serie infinita que hacemos aumentar por el procedimiento de añadir uno más al final: n+1. Nos dice que, por raras que nos sintamos con esto de la maternidad, no estamos solas porque hay muchas fuera del guión. Y al final, cuando cerramos el libro, se nos dibuja en la cara una sonrisa tan satisfecha como la de un niño al que le acaban de leer su relato favorito.
Maite Larrauri es escritora y profesora. En FronteraD ha publicado, entre otros artículos, Virginia Woolf no era una persona, Cuerpos mortales y Ser materialista. Este texto sirvió de prólogo al libro Una madre lo sabe de Concita de Gregorio, publicado por la editorial Tandem