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Montezuma. Una pareja de escandinavos se fuga al trópico costarricense en busca del paraíso

Hay en Costa Rica una lengua de arena que descansa sobre las aguas del Golfo de Nicoya. Vista desde el aire parece la lengua de un camaleón. Se llama Puntarenas. En los años cincuenta del siglo pasado, gracias a sus alargadas playas y los coquetos hoteles que habían levantado en sus orillas, se convirtió en un remedo de París. Era el balneario nacional al que iban a pasar la luna de miel los recién casados. Las cigüeñas venían de Puntarenas en Costa Rica. Eran otros tiempos, ahora las cigüeñas andan remolonas, y además vienen de cualquier parte.

Corría el mes de mayo de 1955, cuando apareció, por el paseo marítimo de esa villa tropical, una pareja de gringos. Eran delgados y muy rubios. Podían dar el pego, podían parecer una parejita de turistas enamorados vagabundeando sin prisa y sin rumbo. Pero no eran turistas, ni eran gringos, aunque sí estaban muy enamorados. Eran dos escandinavos huyendo del frío y de los largos tentáculos del cáncer. Hacía poco más de un año que habían decidido escapar de las altas latitudes en las que vivían. Estaban buscando un lugar donde quedarse, un lugar donde poder comer sabrosas frutas y beber infusiones edulcoradas con miel, productos de la tierra que tenían intención de cultivar con sus propias manos. Querían llevar a cabo un estilo de vida en pleno contacto con la naturaleza. Su idea se acercaba mucho a la que relató Henry Thoreau en su famoso Walden, solo que en el trópico, con calorcito. Ellos lo habían leído, les gustaba Thoreau.

También les gustaba Fairfield Osborn Jr., autor de Nuestro planeta saqueado, obra publicada en 1948. Este señor era un ambientalista convencido de que la humanidad iba a terminar con el planeta en poco tiempo, gracias a la sobrepoblación y la pésima gestión de los recursos. Osborn fue un precursor de la literatura apocalíptica ambientalista. Y también seguían la pista a un tal Are Waerland, un naturista y escritor sueco que tuvo cierta influencia en su época y que recomendaba seguir una dieta vegetariana y una vida en contacto con la naturaleza.

Nuestra pareja de escandinavos, a la que vamos a seguir la pista de sus andanzas a lo largo de estas páginas, se llamaban Nils Olof Wessberg y Karen Mogensen. Él era un exoficial del ejército sueco. Fue piloto de aviación, que había pedido la excedencia y ella una danesa que había estudiado administración de empresas en la universidad. Estaban en la flor de la vida, él tenía 36 años y ella 25 cuando llegaron a Puntarenas.

Se habían conocido en el año 1950 en The raw food guest house (Humlegarden) un centro de salud especializado en comida cruda que había (todavía existe) en un pueblito de Dinamarca llamado Humlebaek. Lo dirigía la doctora Kristine Nolfi, una apasionada defensora de una dieta crudívora vegetariana, con la que pensaba que se podía curar hasta el cáncer. Aunque su peculiar dieta no le salvó a ella de padecerlo, murió de cáncer en el año 1957. Tuvo algún problema con la justicia a raíz de la muerte de un joven paciente diabético que no sobrevivió a sus prescripciones.

Nolfi recomendaba comer todo crudo, incluso las patatas con su piel. Tres comidas al día a base de frutas y verduras, nunca mezcladas, un litro de leche cruda y dientes de ajo, al que consideraba una medicina con propiedades excepcionales. Recomendaba mucho sol, mucha playa y dormir todo lo que se pudiera en tiendas de campaña. Dejó varios libros escritos sobre el tema y un curioso artículo en el que relata los pormenores de su lucha contra el cáncer que padeció.  

El hostal de los alimentos crudos era un lugar en el que les decían el tipo de cosas que querían oír. Una hermana y la madre de Olof habían muerto como consecuencia de un cáncer cerebral y la propia Karen había padecido de un tumor benigno, que según contaba ella misma se lo curó a base de zanahorias crudas. Ambos creían que la alimentación y estilo de vida tenían mucho que ver en el desarrollo del cáncer.

En ese ambiente se conocieron Olof y Karen. Fue un flechazo en toda regla, un deslumbramiento, parecían haber sido creados el uno para el otro. Al poco tiempo se casaron, en el año 1952. Y se fueron a vivir a una casa con huerto, rodeada de manzanos y cerezos, que Olof tenía en el centro de Suecia.

Su alimentación se basaba en vegetales, granos germinados, fruta y leche, no consumían nada procesado, ni patatas cocidas, ni siquiera pan, mantequilla o queso. Eran muy estrictos con lo que comían. Pero su vida en esa casita no les llenaba del todo, empezaron a soñar con maravillosas frutas tropicales, con sus sabores y sus texturas. Las manzanas suecas les empezaron a resultar un tanto sosas. Y, además, no les gustaba el largo invierno sueco, tan frío, con los días tan cortos, en especial a Karen. Así que se fueron calentando los cascos y en el año 1954 decidieron partir en busca del paraíso. Según sus cálculos el paraíso se encontraba en algún lugar de Centroamérica. Iban a ser la avanzadilla de un grupo de amigos que se habían conjurado para establecer una comuna naturista en el neotrópico. Ninguno de sus amigos siguió sus pasos. La comuna se quedó reducida a dos. Se convirtieron en una pareja de expatriados viviendo en el polo opuesto a su lugar de origen. Olof y Karen no se arrugaron, siguieron adelante con su plan hasta el final.

Desde que salieron de Suecia tantearon las posibilidades de quedarse en Ecuador, Guatemala, California, El Salvador, Honduras, México, Nicaragua… Fue una búsqueda repleta de contrariedades, decepciones y sinsabores. Descubrieron el significado de la palabra mordida en México, descubrieron que a los trabajadores sin sueldo en un centro de salud de California los llamaban voluntarios, descubrieron cómo en Guatemala los miraban como su fueran unos capitalistas por el simple hecho de ser extranjeros y rubios, y les dolió ver como explotaba un compatriota suyo, al que creían un santo, a los peones en Ecuador. Después de ese periplo desalentador, decidieron ver qué tal les iba en Costa Rica. Era fácil conseguir el permiso de residencia y Karen una noche soñó, lo soñó de verdad, que era el lugar que andaban buscando. Al despertar se lo contó a Olof y no lo dudaron: salieron hacia Costa Rica. No volvieron a salir de su país de adopción. Los ticos los llamaban don Nicolás y doña Karen “los “suecos”. Una playa escondida en Malpaís lleva su nombre, la Playa de los Suecos.

Fue en Curú donde me hablaron por primera vez de esta singular pareja. Decidí conocer la zona donde vivieron, situada en el extremo suroeste de la península de Nicoya. Por allí se encuentra: Malpaís, Montezuma y, en medio, la Reserva de Cabo Blanco.

Empecé por Malpaís, justo en la punta más occidental de la península. Cerca de la pequeña y escondida Playa de los Suecos hay un hotelito que se llama Sunset Ref, que se anuncia como Marine Hotel, una maravilla de lugar. Cuando llegué el hotel estaba abandonado, estoy hablando del año 2009. Lo he vuelto a visitar en 2017 y se puede certificar que está definitivamente abandonado. Se adivinaba que había tenido un pasado glorioso, repleto de jóvenes mochileros, surfistas y gente así, un poco nómada.

Me senté a contemplar la playa desierta bañada por el Pacífico. Al poco, con ese hotelito destartalado a mis espaldas, me vinieron a la cabeza escenas de La noche de la iguana, la película de John Huston, basada en una obra de Tennessee Williams, que cuenta la historia de una pandilla de gringos desnortados, guiados por un expastor protestante alcohólico, Richard Burton, que hacen una parada en un hotelito de Puerto Vallarta, regentado nada menos que por Ava Gardner. Cuenta Huston en sus memorias que intento seducirla, pero Ava lo desdeño, prefirió la compañía de los dos nativos que le seguían obedientes agitando sus maracas en una playa iluminada por la luna.

Después de un buen rato de contemplación de la mar océano se me acercó un individuo sonriente que en cuanto abrió la boca delató que procedía de muy al sur: “liiiindo lugar” –me dijo a modo de saludo. Tenía aspecto de haberse tropicalizado a conciencia. Piel curtida por el sol, cuarenta y tantos años, cuerpo atlético, y como descubrí poco después especialista en localizar las mejores puestas de sol.

—Sí, me ha recordado al hotelito de una película, La noche de la iguana –le respondí

—Sí, la vi en su día. Esto es mucho más lindo que Vallarta, conozco Puerto Vallarta. Yo siempre que puedo me acerco acá a echar un rato, nada como este rincón para ver ponerse el sol. La pena es que el hotelito ahora está cerrado y no se puede acompañar el momento con una cervecita bien fría. El dueño del hotelito ahora vive en San José, creo que es gerente de otro pequeño hotel. Cometieron un error fatal, no tuvieron en cuenta la ley de costas, y construyeron una parte en zona pública (que comprende hasta 50 metros de la línea media de marea alta). Hace unos años el municipio cerró el hotelito

—Se ven pocos turistas en la zona.

—Vienen pocos. Esto era, sigue siendo, un paraíso para hacer surf, teníamos hasta una escuela para principiantes. Nos juntábamos gente de muchos países: Alemania, Chile, Brasil, Argentina, Australia, Norteamérica y hasta algún tico despistado. Todos veníamos con intención de estar el máximo tiempo posible, gastando el mínimo de dólares. De vez en cuando aparecen algunos surfistas, o algunos que salen a la pesca deportiva. No sé si alguna vez volverá a ser lo que fue. De momento Malpaís se encuentra en las antípodas de los megacomplejos hoteleros preparados para recibir el turismo masivo. Tiene un problema, esta es la zona del polvo y el barro, en la época seca mucho polvo y en la época de lluvias mucho barro. Y cuando digo mucho, es mucho. Para mí es mejor que siga así.

Se acercaba el atardecer y, como si me hubieran leído el pensamiento, dos iguanas pardas con destellos azulados, se acercaron balanceándose y se quedaron cerca mirando un horizonte trazado con tiralíneas en el Pacífico.

—Y las iguanas, ¿también vienen a ver la puesta de sol? –le pregunté

—Claro, les encanta el atardecer, es la hora punta de los mosquitos, y saben que somos un imán para ellos, así que solo necesitan abrir la boca de vez en cuando para darse un buen atracón. Las iguanas son herbívoras, pero estas son jóvenes, si pueden atrapan insectos, necesitan proteínas.

El sol se acabó de hundir en el horizonte, y con la luz del crepúsculo nos alejamos de los mosquitos y de las iguanas. Fuimos a la cercana Mary´s Comidas, una pequeña soda, donde por fin pudimos disfrutar de cervezas frías y atacar un gallo pinto acompañado de pollo a la brasa. El pollo a la brasa desata pasiones en Costa Rica y el gallo-pinto, arroz con frijoles, es como el aire que respiran los costarricenses, no pueden vivir sin él. Lo comen a todas horas.

Poco a poco, en esa cena, fue saliendo a relucir la historia de Edwin, un argentino amante de cabalgar olas, un gaucho del mar. Hacía cosa de veinte años se había tomado un año sabático para conocer Centroamérica y en una escala que hizo en Cahuita, en la costa atlántica, conoció a una mulata mitad creole y mitad alemana. Una guapísima tica de piel color tabaco y ojos verdes, que según me dijo cantaba muy bien calipso. Conectaron, se gustaron y decidieron hacer una escapada hasta el Pacífico. A la semana de llegar a Malpaís “la grandísima pelotuda” lo abandonó por un australiano. Un maldito canguro que le debió parecer mucho más exótico que un gaucho sin caballo, y que además ni siquiera era de Buenos Aires, ni de la Patagonia, era de Córdoba. Con la congoja que le entró, se perdió una temporada por Montezuma y Cabo Blanco y allí conoció a Karen Mogensen. Oír ese nombre fue como un resorte para mí.

—¡Karen! ¿Cómo era Karen? –le pregunté.

—Aprendí mucho con ella. Aprendí a ver la naturaleza de otra manera. Era pura actividad y bastante vehemente. Una pequeña danesa, simpática, pero con un poco de mala leche. Me enseñó el respeto al bosque, a los árboles, a los bichos que viven allí. Aprendí a disfrutar paseando por el bosque. Antes, para mí, en el mundo solo había olas, ahora también hay árboles. Karen creía firmemente que el bosque podía ser una buena fuente de alimentación para la humanidad. Me enseñó a tomar un batido, que hacía con las hojas tiernas del pochote. Para ella era como un elixir de vida.

Edwin me fue desgranando retazos de su vida, los paseos por grandes bosques vírgenes como el cercano Cabo Blanco o el de Corcovado. La vida surfista. Desde que lo abandonó la bella calipsera llevaba viviendo a caballo entre Costa Rica y Argentina. Cuando lo conocí vivía en Puerto Viejo, donde se ganaba la vida gracias a una escuela de surf que había montado con un amigo. De vez en cuando se acercaba a Malpaís a desconectar, a olvidarse de todo. Según decía no se cansaba de Costa Rica.

—A muchos les parece aburrido este país, a mí me encanta. Me siento aquí, en la mera punta de Malpaís, delante de ese destartalado hotelito y soy feliz. No me cansa. Me pasó una cosa, como se suele decir un clavo saca a otro clavo. Sin buscarlo me enamoré de esta tierra. En vez de rechazarla por lo que me había pasado con aquella mujer me enganchó Creo que mi paso por Montezuma y el ambiente que se respiraba contribuyó a ello.

Malpaís me pareció un buen refugio para los amantes de las olas y para almas que necesiten curar las heridas del tiempo. Edwin había elegido un buen lugar. Dicen los irlandeses que vivir a orillas del mar es la mejor medicina que hay para ese tipo de padecimiento. Algún encanto tiene que tener Malpaís, para que gente tan viajada como Giselle Bunchen y su marido hayan decidido comprar una casa allí, a la que se escapan en cuanto pueden para huir del mundanal ruido.

Al día siguiente de mi encuentro/charla con Edwin crucé Cabo Blanco y llegué a Montezuma, un lugar en el que “los suecos” son un mito. Son como los santos patrones de la zona. Por pura casualidad el primer sitio que visite fue el restaurante El Sano Banano. Allí tienen una pequeña galería con fotos de ellos. En ese lugar tuvo un pequeño hotelito Karen. Casi al final de sus días se lo vendió a Patricia Slump y su marido, los dueños de El Sano Banano.

La vida de “los suecos” no fue fácil en su soñado trópico. Es cierto que tuvieron momentos en los que casi tocaron el cielo, pero fue una historia en la que no faltaron dificultades, desencuentros y una gran tragedia.

Se puede decir que el arranque de su vida en Costa Rica empezó ese mes de mayo en Puntarenas. Allí conocieron a Adelina de la Croix, una especie de matriarca cosmopolita de la zona. Su nieta Adelina Schutt, del Refugio de la Vida Silvestre de Curú, me ha contado como fue ese encuentro: “No conocí al marido de doña Karen, pero a ella sí. Una vez iba en el autobús rumbo al ferry y una señora de pelo blanco y figura muy frágil se me presentó. Era Karen. Me contó cómo conoció a mi abuelita. Ella vivía en Puntarenas en una casa muy grande frente al paseo de los turistas, al costado del antiguo hospital. Si alguna persona foránea llegaba a Puntarenas tenía que ir a visitarla. Generalmente los invitaba a almorzar ya que le encantaba conocer gente. Doña Karen me contó que cuando ellos llegaron a Puntarenas estaban buscando una manera de llegar a la Península de Nicoya. Alguien les dijo de mi abuelita y fueron a visitarla. Les contó que tenía dos hijos que vivían en Curú y venían los miércoles en la lancha. Arregló para que se conocieran y mi padre y mi tío se los llevaron a Curú, de ahí les ayudaron con caballos para llegar a Tambor, ya que no había caminos, eran trillos que comunicaban a los vecinos y tomaba mucho tiempo movilizarse de un lugar a otro”.

Antes de Montezuma pasaron por Isla Jesusita, una pequeña isla en la que hicieron un primer intento de asentarse, pero se encontraron con un gran infierno, tuvieron que salir zumbando de allí abrasados por los mosquitos. Karen llegó a contar en su tobillo, en el espacio que queda libre entre la zapatilla y el pantalón unas setenta picaduras. No tuvo que insistir mucho a Olof para abandonar aquella islita.

Siguieron avanzando por la costa, y llegaron a Montezuma, fin del trayecto. Les gustó el lugar. Quizá ya estaban hartos de su peregrinaje mesoamericano, hartos de buscar y además empezaban a estar escasos de dinero. El caso es que decidieron que ese pueblo, que se comunicaba con el resto del mundo por medio de unas lanchas que entraban y salían de su puertito, era el lugar que andaban buscando. Era el lugar en el que iban a tratar de levantar ese pequeño paraíso que, con bastante precisión, habían imaginado, diseñado, y casi hasta dibujado, antes de partir de Suecia. 

Al principio alquilaron una casa y por fin el 30 de agosto de 1955 firmaron la compra de un terreno sin casa donde vivir. Un terreno en cuesta, rocoso, con vistas al mar. Colocaron una lona sujeta a los árboles como techo y tuvieron que empezar durmiendo en el suelo. Más tarde levantaron una casa de madera con el techo de hojas en forma de cucurucho.

Su idea era comer de lo que les diera la tierra, de sus propios cultivos y de sus árboles frutales. Llegaron a plantar treinta y dos tipos de árboles distintos que iban dando sus frutos con una calculada secuencia que les permitía disponer fruta fresca todo el año. Pero el primer año no tenían nada plantado, ni sembrado, nada, y eran vegetarianos crudívoros estrictos. Así que no se les ocurrió mejor idea que fijarse en lo que comían nuestros parientes cercanos los monos, en concreto los congo, unos monos dotados de un aullido ronco, profundo, un sonido que impresiona. Kennet Glander, del que ya he dado noticia en la pieza sobre Curú, en sus estudios comprobó que la dieta de los congo se compone un 64% de hojas entre maduras y nuevas, un 13% de fruta, un 18% de flores y el resto peciolos y poco más. Obviamente, Olof y Karen no debían saber que los monos, y en especial los congo, tienen el aparato digestivo preparado para digerir mucha más fibra que los humanos, y que muchas de esas hojas que ellos saben seleccionar muy bien llevan una eternidad haciéndolo sencillamente a nosotros nos pueden envenenar. Así que no es raro que enfermaran varias veces ese primer año. Pasaron hambre, sufrieron infecciones varias, Olof contrajo la malaria y a Karen le picó una serpiente no muy venenosa en la nuca. Pero para compensar, casi no había mosquitos en esa zona.

Pidieron medicinas y herramientas para que se las enviaran desde Suecia, que tardaban una eternidad en llegar, pero no desistieron. El padre de Olof confesaba a sus amigos que su hijo, que era el único que tenía y al que no volvería a ver, vivía en la selva como los monos. Lo curioso del caso es que no era una metáfora, era literal, les hubiera encantado vivir como los monos el resto de sus vidas.

Pero se tuvieron que adaptar, no eran monos congo, muy a su pesar eran humanos. Poco a poco fueron haciendo caso a los paisanos de la zona y adaptaron su dieta a algo menos agresivo, dentro de que siguieron con sus pautas vegetarianas. La propia Karen, en una entrevista que le hizo el profesor Luko Hilje, reconocía que eran muy, pero que muy extremistas, casi más que el mismísimo Henry David Thoreau de la época de Walden. En algunos momentos odiaban al género humano, Olof llegó a decir en una carta a su padre en el año 1954: “¡Maldita humanidad! La chusma que adora a Dios en sus iglesias y al diablo con sus hechos. Este planeta que nuestro Padre creó en perfecta armonía, lo hemos convertido en el mundo de las disonancias…”. 

Y en un artículo que publicó en el año 1968 en la revista The animals champion and the way to health decía: “Estoy completamente seguro de que el reino del ser humano, este reino de horror y terror, pronto llegará a su fin porque se extinguirá… Hay incluso quienes dicen ser amantes de los animales y visten con orgullo camisas de algodón y comen budín de arroz con las conciencias más limpias del mundo. Simple y sencillamente no piensan en lo que sucedió a los millones de animales que habitaban en los lugares en donde ese algodón y ese arroz crecieron”.

Gracias a sus lecturas y a lo que vieron en su peregrinaje mesoamericano llegaron a Costa Rica convencidos del gran problema que representaba la sobrepoblación y la falta planificación familiar, asuntos que les preocupaban mucho. Pero en la Costa Rica de aquellos días esas elucubraciones sonaban a chino o a sueco, tanto da. Karen recordaba horrorizada, en la citada entrevista, haber conocido a una mujer que había tenido veintisiete hijos, de uno en uno. En 1954 Olof escribe una carta desde Honduras a sus amigos, esos amigos que no se atrevieron a seguir sus pasos en busca del paraíso tropical: “Cuando salimos de casa, nuestra meta era encontrar algún lugar en el mundo donde pudiéramos crear un futuro para nuestros hijos. Un pequeño paraíso donde poder vivir una vida sana y donde hubiera posibilidades para desarrollar una colonia con personas respetuosas de la ley que pudieran vivir en paz, en un entorno natural ideal. Ahora nos parece que todos los lugares ideales desde hace tiempo se han desertificado o están sobrepoblados, o en transición a convertirse en desiertos o sobrepoblarse. Por ello, en estos momentos hemos bajado nuestras expectativas y ahora solo buscamos un lugar donde al menos podamos vivir, respetuosos de las leyes, en un sitio donde existan posibilidades de cultivar frutales, nueces y hojas verdes, así como donde nuestros cuerpos puedan tomar el sol y el aire puro durante la mayor parte del año”. Ese lugar, ese pequeño paraíso lo encontraron en Montezuma.

No tenían ingresos, el padre de Olof les iba mandando alguna ayuda. Vendieron la casa que Olof tenía en Suecia, más tarde Karen heredó alguna cantidad de su padre. Así se fueron defendiendo. Casi no gastaban dinero, su modo de vida era frugal.

William Sánchez oriundo del propio Montezuma, fue testigo de su aterrizaje, recuerda así su relación con ellos:

“Fueron los primeros extranjeros que vimos llegar. Decidieron quedarse a vivir aquí. Yo trabajé con don Nicolás (Olof) en la construcción de sus cabañas, al parecer le gustaba como trabajaba. Todos vivíamos igual en unas cabañas hechas con hojas de palma. Ellos cogían el agua de la quebrada que pasaba por su finca, las cañerías para el agua eran de bambú y el timbre de la entrada también estaba hecho con bambú. No había luz eléctrica, a la noche se usaban lámparas de keroseno. Lo que más me sorprendió, es que ellos no cocinaban, así que no necesitaban cocina de leña, ni después de gas. Todo lo comían crudo: frutas, hojas verdes, raíces. No usaban azúcar, solo miel. Pusieron colmenas y vendían miel. No tomaban cerveza, ni ninguna bebida con alcohol, no comían pescado, ni carne, ni frijoles. Así que casi no compraban nada en las pulperías (tiendas en las que se vende un poco de todo). Ellos comían lo que recolectaban: plátanos, mangos, nísperos, hojas de pochote, cogollos de jocote, lechuga… Así comían. Llevaban una vida muy sencilla. De vez en cuando recibían cartas del extranjero o libros, y alguna vez venía alguien a visitarlos. Ellos fueron los que empezaron a traer algunos extranjeros a Montezuma. Además, conocían a la mujer del presidente Figueres, Karen Olsen, que era de origen danés, como doña Karen.

Otra cosa que nos sorprendió mucho fue cómo don Nicolás defendía a los animales, a los caballos, a los bueyes, a los perros. Si él veía que se los trataba mal iba directo a reñir a los dueños. Pero imagínese, entonces era puro machete, la gente era brusca, campesinos con poca educación. Pero poco a poco nos fue enseñando. Hizo de maestro. Al principio nos parecían unos marcianos, pero fuimos comprendiendo lo que nos decían. Y ahora nos conocen en el mundo gracias a Cabo Blanco, nos hemos convertido en conservacionistas, fíjese como son las cosas”.

William ha vivido la transformación de Montezuma, la ha vivido tanto que ahora tiene un hotel, se ha sabido adaptar a los nuevos tiempos. Antes trabajaba para los extranjeros, les ayudaba a levantar sus casas o los pequeños hoteles o restaurantes que montaban, hasta que en 1998 decidió que su familia también iba a tener uno. Abrieron el hotel La Cascada, y hasta hoy.

El Montezuma al que llegaron “los suecos” era la puerta al mundo del suroeste de la península de Nicoya. Por su pequeño puerto entraban y salían todas las mercancías, había almacenes para los sacos de grano que salían hacia la capital, había tiendas de telas, escuelas, barberías, mercados semanales donde se comerciaba con todo: grano, cerdos, gallinas, huevos, quesos, frutas. Era el centro neurálgico de la zona, era el lugar de encuentro de ganaderos, agricultores, pescadores y comerciantes. Casi no había carreteras, así que todo se trajinaba a través de las lanchas que arribaban dos o tres veces por semana. Montezuma era casi una isla donde todo entraba y salía por mar.

Pero poco a poco fue decayendo, muchos agricultores que habían dejado exhaustas las tierras de cultivo fueron vendiendo sus fincas y trasladándose a San José u otras zonas. Los ganaderos se fueron haciendo con las tierras o simplemente quedaban abandonadas. El gobierno subsidiaba a los ganaderos. El bosque se veía como una fuente de madera y una vez obtenida como tierras para el cultivo o para criar ganado. Los ganaderos subvencionados por el gobierno iban como máquinas a cargarse los bosques para convertirlos en tierras para ganado. Nada de conservacionismo, nada de esas historias que traían “los suecos” en sus alforjas.

Olof y Karen llegaron con la intención de establecerse como pequeños agricultores, cuidar de sus árboles frutales, de sus colmenas de miel, llevar una vida tranquila en contacto con la naturaleza, pero poco a poco les fue creciendo el espíritu preservacionista, un paso más allá del conservacionismo. Olof se dio cuenta de que lo poco que quedaba de bosque virgen iba a desaparecer. Se fue obsesionando con el tema y un buen día, mejor dicho, una buena noche de diciembre de 1960, se despertó inspirado y escribió un llamamiento a varias organizaciones internacionales ambientalistas solicitando ayuda para salvar Cabo Blanco. Para su propia sorpresa la carta tuvo éxito, le contestaron diciéndole que le iban a apoyar.

Olof Wessberg, los ticos le llamaban Nicolás, fue el impulsor de la Reserva Cabo Blanco, de eso no cabe ninguna duda. Él sacó adelante esa idea, pidiendo dinero a asociaciones conservacionistas internacionales y negociando en San José con las autoridades. Contaron con una ayuda inesperada en la trastienda del gobierno, Karen Olsen, la mujer del que fue en tres ocasiones presidente de Costa Rica, José Figueres y madre de otro presidente, José María Figueres (una especie de familia real tica). Nacida en Copenhague, criada en Nueva York, y que se siente cien por ciento costarricense, mantenía una cierta amistad con su tocaya Karen. Quizá echaba de menos hablar de vez en cuando en su lengua materna, y simpatizaba con las propuestas de los Wessberg. Esta mujer, que no se limitó a ser un adorno de su marido, ayudó a Olof abrirse camino en los entresijos de la administración josefina, simpatizaba con las causas ambientalistas.

Olof hizo hasta 23 viajes a la capital para convencer a las autoridades de las bondades de crear una reserva. Los viajes a la capital en aquella época eran muy complicados, las carreteras eran una pesadilla, así que tenía que coger la lancha a Puntarenas y desde allí seguir en autobús hasta San José. Insistió y lo logró. En el año 1963 se creó la Reserva de Cabo Blanco. Un hito del conservacionismo. Para Olof fue como si se hubiera dado un gran paso en la lucha por salvar el planeta de los estragos que estaban cometiendo sus congéneres los humanos.

En el año de la creación de la reserva se encontraban pletóricos, Olof escribió a su padre: “Nos encontramos muy bien y estoy seguro de que nadie en las últimas diez mil generaciones ha tenido una vida tan buena como la que estamos viviendo nosotros en este momento… No cambiaríamos esta vida ni aunque nos dieran mil millones de dólares”. Los diez años siguientes los dedicaron a ayudar en la consolidación de la Reserva, supervisar a los guardas forestales contratados, cuidar de su finca, de sus árboles frutales, de sus colmenas, y de vez en cuando Olof sacaba tiempo para granjearse algún problema con los vecinos.

El carácter de Olof no era muy conciliador cuando se trataba de defender a los animales. Adelina Schutt, del Refugio de la Vida Silvestre de Curú, piensa: “Ambos tenían poca manera de tratar a los locales, en especial Olof, y muchas veces eso no funciona si queremos cambiar la forma de ver las cosas de las personas que tienen un nivel de educación muy limitado. Una vez la directora de la Fundación de Parques Nacionales de Costa Rica me dijo algo sumamente cierto: ‘La ignorancia es el peor enemigo de la conservación’. Sin embargo, escuché otra frase que también es cierta: ‘Con hambre no hay conservación’. La clave para tener éxito es compartir por medio de trabajo y creación de empleo para que la gente se dé cuenta que nuestros trabajos dependen de la vida silvestre, no son enemigos si no la razón por la cual la gente viene a visitar el lugar. Doña Karen, mamí y yo entablamos una amistad, pero de fijo ella siempre se mantuvo al margen de visitar Curú. Coincidíamos en las reuniones de la Asociación conservacionista de la Península (ASEPALECO). Cuando murió fuimos a su funeral en Montezuma. Los Wessbergs eran extremistas. Algunos trabajadores que los conocieron cuando vivían en Montezuma me han contado que se ganaron muchos enemigos. Olof tenía un carácter difícil”.

Quizá fueran demasiado vehementes en sus planteamientos para aquella época, como dice Adelina Schutt. Olof se enfrentaba a menudo con los que llevaban al mercado animales silvestres para ser vendidos como mascotas. No soportaba que se traficara con los animales o que los maltrataran, en especial a los caballos. A la gente le costaba entender que despidiera a un peón por llevarse un mango y que se le viera felices si los monos congo entraban en la finca a comérselos.

Olof tuvo una historia con los caballos que puede ayudar a comprender lo que pasaba. Es una historia chocante, al menos para el que esto escribe. Cuando me hablaron por primera vez de ella me llevó un tiempo entenderla. Olof se ponía enfermo cuando veía caballos abandonados, casi ciegos, viejos, deambulando por los caminos, muriéndose de hambre. Así que se le ocurrió un método para aliviar su sufrimiento. Los compraba a sus dueños, los limpiaba, los cuidaba unos días, les daba de comer y después los sacrificaba de un tiro certero. Lo hizo en más de cien ocasiones. Uno de los primeros guardas de la Reserva fue despedido por Olof porque con cierta frecuencia en vez de vigilar el bosque se iba a trabajar en la construcción y no aparecía por su puesto de trabajo. Este hombre para vengarse denunció a Olof diciendo que ese “gringo loco” se dedicaba a matar caballos. Fue detenido por la policía, tuvo que explicar el porqué de los hechos y cómo los caballos eran de su propiedad. La policía le dejó en libertad pidiéndole disculpas.

Como decía la historia me resultó chocante, porque me costaba ver a un defensor a ultranza de los animales matando caballos. Con ese procedimiento tan singular se supone que él perseguía poner fin al calvario del animal, y dar una lección a sus vecinos, que eran indiferentes a su sufrimiento. Olof llegó a escribir un texto muy especial, Carta de un caballo, en el que se pone en la piel de uno de esos caballos, un rocinante ya viejo y enfermo, solicita, suplica, cómo debe ser su final: un final rápido, sin miedo, sin dolor, digno; para esos animales que han convivido con sus dueños, que les han prestado sus mejores servicios y que como pago son abandonados con indiferencia. En definitiva, clamaba contra el maltrato a los animales y por proporcionarles una muerte digna. Pero esta historia muestra, también, que Olof era todo un carácter, que se atrevía con cosas que por aquellos tiempos tenían que resultar como mínimo muy sorprendes para sus vecinos y muy comentadas por esos mismos vecinos. Olof no dejaba indiferente a nadie.

Pero bueno, aparte de algunos problemas de convivencia que fueron surgiendo gracias al choque de mentalidades, la pareja se encontraba felizmente instalada en Montezuma. Estaban viviendo la vida que habían soñado, estaban disfrutando en su pequeño paraíso, cuando en el año 1974 empezaron a darle vueltas a los magníficos bosques vírgenes de Corcovado. Empezaron a pensar que allí se podía intentar repetir la historia de Cabo Blanco, solo que a una escala mucho mayor. Olof quería ver con sus propios ojos cómo era aquello, cómo era su compleja biodiversidad. Además, le habían contado que había tapires, animal que le gustaba especialmente, y una variedad de aguacate silvestre, una fruta que consideraba como una panacea alimenticia, y quería probar si funcionaba en su finca. Sus aguacates se estaban muriendo atacados por unos hongos que comprometían las raíces. Así que decidieron ir a conocerlo, ir a pasar una temporada estudiando ese bosque situado en la península de Osa. Apareció un nuevo objetivo en su vida: salvar Corcovado.

Muerte en Corcovado

A mediados del mes de junio de 1975 Karen viajó sola a Corcovado. Era un viaje que tenían pensado hacer juntos, lo llevaban preparando bastante tiempo. Pero Olof se había lesionado un pie y no podía ir. En vez de atrasar el viaje hasta curarse decidieron que Karen se acercara a Corcovado en plan avanzadilla, para valorar sobre el terreno la situación y así preparar mejor el viaje que iban a hacer los dos. Karen de paso quería conseguir semillas de aguacates silvestres para regalarle a Olof.

Karen viajó en una avioneta que aterrizó en Playa Sirena, desde allí se fue andando por la playa, unos 15 kilómetros, hasta Punta Llorona. Un lugar que debe su nombre a una cascada cercana y en el que residían algunos precaristas en unas cabañas.

En Punta Llorona se hizo con los servicios de un baquiano (guía), Feynner Arias Godinez, un muchacho que vivía allí con su familia. Su padre era Ibo Salazar Chaves. Esta gente vivía de cazar, de los cerdos que criaban semisalvajes, de ofrecerse como baquianos, de buscar oro en los arroyos (los famosos oreros de Corcovado), en fin, de lo que les iba saliendo. Sin perder de vista que su principal oficio era ejercer el precarismo. Así se llama en Costa Rica a los ocupantes de tierras baldías. Los precaristas persiguen que se les conceda la explotación de las tierras y después si llega el caso vender esos derechos. El método que siguen consiste en adquirir derechos sobre las tierras a base de permanecer en ellas un tiempo. Es una actividad regulada por la ley y que genera no pocos conflictos entre propietarios y ocupantes.

Feynner acompañó a Karen a dar un paseo por los alrededores y también durante el camino de vuelta a Playa Sirena. Karen tuvo tiempo para hablar con algunos de los precaristas y les contó la idea que les rondaba la cabeza desde hace un tiempo: convertir Corcovado en una reserva de la naturaleza, como el de Cabo Blanco. Al día siguiente Karen se fue.

Volvió a Montezuma arrebatada con lo que había visto. Se conserva una carta que escribió a un amigo inglés, biólogo, en la que le decía: “El bosque virgen de Corcovado es lo más bello que puedas imaginar. Parece mentira que exista algo tan maravilloso, al atardecer vi docenas de guacamayos volando sobre los grandes árboles, sus rojas alas parecían llamas sobre la dorada luz del atardecer, era como si los arboles estuvieran ardiendo”. En la misma carta seguía contándole: “Cuando les dije a los colonos cuánto disfruté del bosque virgen me aseguraron que iba a ser mucho más hermoso ¡una vez que se despejara la tierra! Mi guía me dijo que alrededor del lago Corcovado había cientos de pecaríes y de tapires, que la gente los estaba matando por pura diversión, matando más de lo que pueden consumir. También me dijo que algunos ricos ganaderos de la provincia norteña de Guanacaste están obteniendo el título de grandes partes del bosque y enviando piquetes de obreros para preparar la tierra”. Lo que significaba que se estaban afanando en cortar los árboles y en despejar la tierra para pastos.

Olof, al que no le hacía falta mucho para emocionarse con estos temas, se volvió loco con las maravillas que le contó Karen a su vuelta y con las amenazas que se cernían sobre la zona. En cuanto se recuperó de la herida en su pie decidió hacer una breve visita a Corcovado No podía aguantar más tiempo sin ir a ver esa maravilla. Salió de Montezuma el lunes 21 de julio, solo.

Viajó solo por dos razones. Porque Karen se encontraba cansad (había confeccionado seis camisas nuevas para Olof de cara a su próximo viaje), y porque se acercaba su cumpleaños (el 4 de agosto), que iban a celebrarlo juntos en su casita de Montezuma. Así se lo había prometido Olof. Karen prefirió esperarlo tranquila, cogiendo fuerzas para la próxima aventura que iban a abordar en Corcovado.

Olof había previsto una visita breve a Corcovado, ya que en el viaje de vuelta tenía intención de pasar por San José, para comprar una mochila nueva, y quizá para empezar a sondear el ambiente que se respiraba sobre el tema de Corcovado en los medios oficiales de la capital. Llegó a Puntarenas el día 21. Una lancha salía cada quince días, los martes, hacía Corcovado, así que partieron el día 22 y llegaron a San Pedrillo de Sierpes el día 23, de mañanita. La lancha demoraba 18 horas en hacer ese trayecto. En el último momento, cuando ya iban a soltar amarras, apareció un muchacho corriendo por el muelle que también se embarcó. Este chico iba a tener un papel protagonista en los acontecimientos que se desataron ese mismo día en Corcovado.

Mientras tanto Karen se quedó en Montezuma esperando la vuelta de Olof. Fueron pasando los días, se acercaba el día de su cumpleaños y no tenía noticias de su marido, algo insólito entre ellos, una pareja muy unida. Por fin llegó el día señalado, el día de su cumpleaños, y Olof no apareció y lo que es peor, seguía sin dar señales de vida.

Para más angustia, Karen había tenido uno de sus sueños premonitorios, precedido de un fuerte dolor de cabeza y de corazón. Karen creía firmemente en el poder premonitorio de los sueños. “Dos días después de que se fuera, tuve un sueño al respecto. Olof se acercaba vacilante a nuestra cabaña cubierto de sangre y frío como el hielo. Pensé que era una pesadilla porque había cenado demasiado” –contó después en varias entrevistas.

Así que decidió acercarse a Puntarenas para preguntar a los que manejaban las lanchas si sabían algo sobre el paradero de su marido. El 5 de agosto alquiló una avioneta en Cobano que le llevó a Puntarenas. Allí se encontró con una chica que conocía, y esta le preguntó si habían encontrado a Olof, ya que un periódico había dado la noticia de que llevaba desaparecido nueve días. Karen no sabía nada de esta información. Era cierto, el 2 de agosto apareció una pequeña nota en el periódico La Nación informando de su desaparición. Un desasosegante regalo de cumpleaños para Karen. En la noticia se informaba que Ibo Salazar (padre del muchacho que había hecho de baquiano para Karen en el mes de junio) había alertado a las autoridades de que Olof Wessberg había aparecido por Punta Llorona el día 23 hacia las dos de la tarde, había estado en su casa aproximadamente una hora y después se había dirigido a dar un paseo por el bosque cercano. Olof les dijo que iba a volver pronto y que se iba a quedar alojado en la casa de Ibo Salazar mientras estuviera en la zona. No habían vuelto saber nada más de él, no regresó de su paseo. En la nota de prensa se decía también que un grupo de vecinos lo estaba buscando, pero que no lo habían localizado, por lo que Ibo solicitaba ayuda a las autoridades para buscarlo y también para que avisaran a su mujer. Nadie se había puesto en contacto con Karen. Nadie se había acercado a Punta Llorona para ayudar en la búsqueda.

La noticia no podía ser más alarmante. Karen decidió alquilar otra avioneta para ir a Corcovado. Al día siguiente, el 6 de agosto, la dejaron en la playa de Punta Llorona. Algo le pareció raro a Karen cuando se bajó de la avioneta. Los chavales, en cuanto tomaba tierra uno de esos aparatos, se acercaban corriendo a curiosear, pero en esta ocasión se quedaron parados, mirando, sin acercarse. Se dirigió a las cabañas donde vivían los precaristas, entre ellos el citado Ibo Salazar. Le explicaron la situación, más bien una parte de la situación: le confirmaron que Olof había llegado el día 23, que había preguntado por Feynner (el guía de Karen), para que le acompañara a dar un paseo, pero no estaba en la cabaña, había salido a buscar oro en los arroyos. Un chico que había llegado con él en la lancha se ofreció para acompañarle. Salieron juntos hacia el bosque. Olof dejó sus bártulos en casa de Ibo. El chico había vuelto a eso de la seis de la tarde, la hora en la que se pone el sol. Dijo que Olof había querido seguir un rato más por el bosque para intentar localizar a Feynner. No habían vuelto a tener noticias de él. Olof estaba desaparecido desde entonces.

Tras confirmar la noticia que había aparecido en la prensa Karen pidió ayuda para salir inmediatamente a buscarlo. Ofreció recompensa para quien le informara sobre el   paradero de su marido (más de 10.000 colones, una cantidad importante). Un señor mayor, un veterano, que conocía bien la zona, y un par de muchachos se pusieron de acuerdo para acompañarla.

Caminaron hacia el bosque, lo fueron bordeando hasta que vieron un sendero. Karen decidió adentrarse por él, y al poco vio la navaja que utilizaba su marido clavada en un árbol. Lo interpretó como una pésima señal. Se paró apesadumbrada, se sentó en un tronco caído, y con ella, el señor mayor. Los muchachos se adelantaron, siguieron buscando, poco después se pararon y volvieron. Le hablaron en todo muy bajo al veterano que ejercía de jefe de la pequeña expedición. Este se volvió hacia Karen y le dijo que los muchachos habían encontrado a su marido. Karen se dio cuenta de que su marido no estaba vivo, no quería seguir. “Señora, tiene que acercarse usted a verlo”, le dijo. Al final, se armó de valor y fue.

En una zona un poco despejada del bosque encontró los restos de Olof. Los huesos separados y limpios, el cráneo roto presentaba un gran boquete. Los buitres, hormigas y otros animales del bosque habían hecho su trabajo. Su ropa desperdigada, e incluso encontraron su documentación y su brújula. Cabían pocas dudas de a quien pertenecían los restos.

Karen, anonadada no podía más, no entendía qué hubiera podido pasar: ¿Un accidente? ¿Quizá una rama se desprendió de un árbol con la mala fortuna de golpear a Olof en la cabeza? En pleno shock volvió a las cabañas de Punta Llorona con sus acompañantes. Pidió que alguien fuera hasta Ciudad Cortés, situada unos 50 kilómetros, para dar aviso a la policía del hallazgo de los restos de Olof, y para que mandaran algún detective a investigar el caso.

El pequeño asentamiento de Punta Llorona era un lugar aislado, sin luz, sin teléfono. No era fácil pedir ayuda, había que esperar a las lanchas o irse caminando varias horas hasta las poblaciones más cercanas. En ese lugar Karen decidió quedarse, alojada en una de las cabañas, en concreto en la de Heriberto Chávez López y su mujer Paulina, y esperar la llegada de la policía. Era la única cabaña en la que vivía una mujer. Heriberto era el padrastro del chico que se embarcó en el último momento en la lancha que acercó a Olof hasta Corcovado, el mismo chico que lo acompañó al bosque y que después volvió solo.

Al día siguiente del desolador hallazgo el hombre que había acompañado a Karen al bosque se acercó para contarle que Heriberto se había emborrachado duro esa noche y había estado contando que su hijastro había matado al gringo en el bosque. El hijastro de Heriberto era Omar Antonio Morales Morales.

Los detectives enviados para investigar el caso tardaron dos días en llegar. Mientras tanto Karen se alojó en la cabaña de Heriberto y su mujer. Estuvieron recabando información y enseguida concluyeron que Olof había sido asesinado por Omar.

Según los relatos aparecidos en los periódicos, que transcribían lo que iban contando los policías encargados del caso, la secuencia del comportamiento de Omar esa tarde del día 23 fue la siguiente: Omar volvió solo del bosque, comió una mazorca de maíz, pagó veinte colones a Paulina mujer de Heriberto (padrastro de Omar) para que le cocinara una gallina, jugó un rato al fútbol en la playa con los hijos de Ibo Salazar, comió la gallina. Como veían que Olof no regresaba del bosque Ibo propuso preparar unas lámparas y salir a buscarlo. Le contestaron que era mejor esperar a la mañana siguiente, para salir a buscarlo con la luz del día, y así darle tiempo para que volviera por sí mismo. En ese momento, al oír la propuesta de Ibo, a Omar le entró una prisa repentina y decidió irse andando por la playa, a las siete de la tarde, ya de noche, hacia Carate. Allí alquiló una avioneta para regresar a San José. Antes de irse le dio setecientos colones a Paulina para que se los guardara. Omar vivía en un barrio de San José con una muchachita y tenía un trabajo por el que ganaba mil colones al mes.

Patrick Jay O’Connell, conocido como Goldwalker, estaba en la cantina de Carate bebiendo guaro con unos vecinos cuando apareció Omar andando por la playa. Este hombre que lleva viviendo una eternidad en Osa era en aquella época un intermediario de los oreros, les compraba sobre el terreno las pepitas de oro que luego revendía. Es un milagro que sobreviviera a esa actividad, siempre caminando con oro y dinero encima. Su vida ha inspirado un libro escrito por Scott Anderson titulado precisamente Goldwalker (1989). En el libro Patrick va contando cómo era la vida en Corcovado en aquellos tiempos. Una vida nada fácil, llena de peligros. En el capítulo siete, El pantano de Corcovado’, relata la aparición de Omar en la cantina de Carate aquella noche. Les dijo que venía desde Punta Llorona y que quería volver su casa en San José. Preguntó por la avioneta y le dijeron que ya se había ido. Se mostró enfadado porque había perdido el vuelo e iba a tener que esperar dos días hasta el próximo vuelo. Por lo demás parecía tranquilo. Invitó a guaro a los allí presentes y preguntó si Patrick tenía dinero, le dijeron que no, que no tenía ni para pagar las bebidas. De pronto, por alguna extraña razón, la avioneta regresó y se fue en ella hacia San José.

Los vecinos que lo conocían se quedaron pasmados, porque Omar era un muchacho que nunca tenía dinero y esa noche les invitó a beber y se pagó un billete de vuelta a San José. Alquilar la avioneta completa (cuatro pasajeros) costaba 1.200 colones.

Más tarde se enteraron de lo sucedido en Punta Llorona y la posterior condena a Omar. Patrick da cuenta en el libro Goldwalker de una retahíla de muertes violentas en Corcovado en aquellos años. Era un lugar peligroso y no precisamente por los jaguares o las terciopelos, que también. Y especula con la posibilidad de que quizá el padrastro de Omar le predispuso contra Olof.

El asunto tuvo una gran repercusión la prensa, se había convertido en una especie de novela policíaca, se hacían todo tipo de cábalas sobre el tema: ¿Quién mató al extranjero ambientalista? ¿Quién estaba detrás de su muerte? Por ejemplo, el diario La República decía en su edición del 15 de agosto: “El joven de 19 años al parecer está encubriendo a alguien por motivos que aún se ignoran. Wessberg al parecer tenía algún contacto con el papá del joven Morales, pero no se investigó de qué naturaleza era. En este homicidio de por medio pueden salir cosas que la policía no ha sospechado siquiera”.

Es más, el propio presidente de la república, Daniel Oduber, en respuesta a preguntas de un periodista de de La República el 21 de agosto, decía que había dado instrucciones  al ministro de Seguridad para que investigara el caso hasta el fondo y castigar a los culpables y añadía: “Cuando uno ve películas del medio oeste y lo compara con nuestro país vemos que la situación no es muy diferente. Aquí se mata a la gente que defiende un árbol, un animal o una planta. Esto es muy grave. Le cobraron al extranjero que protegiera los recursos naturales de Costa Rica”. Este era el tono general de las noticias que iban apareciendo esos días en la prensa de San José.

Los ecos de la tragedia llegaron hasta Dinamarca. Torben Dhalvad es un periodista danés al que he conseguido localizar. Torben se ha brindado a compartir los recuerdos de aquel reportaje. Según Torben, a la redacción de Blade-Billet, revista para la que trabajaba en aquella época, llegó la noticia de lo ocurrido en Corcovado, y la situación por la que estaba atravesando Karen, una compatriota en Costa Rica. La dirección del periódico decidió enviarlo a cubrir la noticia. (¡Que tiempos aquellos para el periodismo!). Torben llegó a finales de agosto a San José, justo cuando el relato de los hechos estaba saliendo un día sí y otro también en los periódicos. Por medio del cónsul danés consiguió contactar con Karen. El cónsul los invitó a cenar en su casa para que se conocieran, y después Torben estuvo dos días con ella en San José y otros dos días en Montezuma. En ese tiempo a Karen le dio tiempo para contarle la historia de su vida y el trágico final de Olof en Corcovado. El reportaje fue publicado en la revista danesa el 12 de septiembre. Ella estaba atravesando los peores momentos de su vida, pero Torben recuerda que la encontró muy decidida a continuar la lucha por salvar el bosque virgen. La encontró calmada, no estaba desolada, quería contarle al mundo lo que le había sucedido a Olof y también la amenaza que se cernía sobre los bosques. Karen sacó ánimo para atender a su compatriota periodista. Las palabras de Karen, que cito a continuación, están sacadas del reportaje de Torben:

“Cuando encontré a Olof, solo quedaban los huesos, fue casi un alivio. A Olof le gustaba mirar a los buitres, podía sentarse y estar estudiando su vuelo durante horas. Me decía a menudo, que no le importaría ser comido por ellos una vez muerto”.

Como el ritual de los parsis con sus muertos o el llamado de las estrellas en el Tibet.

“Según la versión que dio Omar a la policía, Olof se paró mirando hacia arriba a unos monos y una ardilla, entonces aprovechó para golpearle en la cabeza con su machete, Olof cayó al suelo inconsciente mientras su sangre iba empapando la tierra. El joven cogió una rama caída de un árbol y lo golpeó en la cabeza, hasta romperle el cráneo”.

“Volví a las cabañas, y envié aviso a la ciudad más cercana, Cortés, y dos días después, llegaron unos detectives. Investigaron la escena del crimen, pero no fueron particularmente minuciosos, y desde el principio dieron por supuesto que Omar Morales era el culpable. Cuando terminaron me dijeron que debía juntar los huesos y guardarlos para presentarlos al juez. Tenía mis cosas en una gran bolsa de plástico, saque todo, llevé la bolsa al bosque y puse los huesos de Olof en ella”.

“Durante otros dos días estuve esperando, hasta que una avioneta vino a recogerme para ir a San José. Esos dos días seguí viviendo en la cabaña del padrastro de Omar, pero ahora con los huesos de Olof metidos en la bolsa y colgando del techo”.

“Cuando la avioneta finalmente llegó recibí un certificado de defunción del juez en Cortes y me ordenó entregar la bolsa con los restos de Olof en el Instituto Médico Forense en la capital. Viajé con ellos en la avioneta, la bolsa colocada debajo del asiento, como si fuera mi equipaje de mano. El piloto me dijo que si quería llevarlos en la sección de carga tenían que rellenar una retahíla de papeles y que se iba a complicar todo muchísimo. Al día siguiente de mi llegada a San José, la policía arrestó al joven Morales: ‘Les estaba esperando, cuanto han tardado en venir” –les dijo a los policías que le fueron a detener. Al poco admitió haber matado a Olof. ‘No sé por qué lo hice. De repente, me levanté y lo golpeé, declaró a la policía Omar. Después del asesinato, cogió 700 colones, de un bolsillo del pantalón de Olof, y cuando regresó a la cabaña le entregó el dinero a la mujer de su padrastro”.

Tal y como le relató Karen al periodista danés, detuvieron a Omar Morales en San José el día 13 de agosto, un día después de que llegara Karen con los restos de su marido, que llevó al Instituto Médico Forense. Los médicos que hicieron la autopsia le confirmaron que había sido asesinado.

A Torben le dejaron hacer fotos en la morgue de los restos de Olof y en concreto de su cráneo, en el que se podía apreciar el destrozo ocasionado por los golpes recibidos. La foto fue publicada en la revista Blade-Bullet, junto con otras fotos de Karen en Montezuma, posando en su cabaña, con algunos vecinos y con unas bolsas bajando de una avioneta.

Omar al principio reconoció los hechos, sin más. Pero después el asunto se complicó para la policía, porque se retractó y acusó a su padrastro Heriberto de ser el autor del crimen. Ante esta situación decidieron llevar a Heriberto a San José para hacerles un careo. Los policías no conseguían aclarar la autoría, Omar y Heriberto se acusaban mutuamente. Así que el 25 agosto se llevaron a los dos a Corcovado para reconstruir los hechos. Y allí Omar de nuevo reconoció que había actuado solo, que era el autor del crimen. Ya tenían un culpable confeso, no necesitaban indagar nada más.

El día 28 de agosto los periodistas del Excélsior sacaron una extensa noticia relatando los hechos y la confesión de Omar. Lo entrevistaron en comisaría y ratificó ante ellos lo que había reconocido ante el juez, y le hicieron unas fotos que publicaron. En ellas se puede ver a un joven moreno sonriente con un bigote fino, de aspecto tranquilo, como si se sintiera protagonista de algo importante. Además, entrevistaron a los policías que habían llevado a cabo la investigación y estos contaron algunos pormenores de la investigación. Como la opinión de los vecinos sobre Omar y Heriberto. Opiniones muy desfavorecedoras respecto a Omar. El día 29 de agosto La Nación publicó la misma noticia, con fotos de los policías enseñando las armas del crimen. En la investigación participaron los detectives Jorge Julio Alfaro Madrigal, Clarence Brown Brown y Rodrigo Araya Ortiz, y el teniente coronel Fernando Salazar Quiros.

En la crónica final del suceso se ofrecía otra novedad. Manuel Mora Valverde fue nombrado abogado defensor de Omar. Mora Valverde fundó y fue jefe del Partido Comunista de Costa Rica, y había salido elegido diputado varias veces desde el año 1934. Omar les dijo a los periodistas que él era comunista desde hace años y que sus correligionarios le iban a defender. No es muy extraña esta afirmación. Los comunistas apoyaban al movimiento precarista.

Parque nacional

En el libro The quetzal and the macaw, David R. Wallace describe los problemas a los que se enfrentó la administración para hacer realidad la declaración del parque nacional en Corcovado. La principal dificultad que encontraron fue desalojar a los precaristas que ocupaban la zona, unos trescientos, a los que se tuvo que indemnizar. Les llevó un año conseguirlo. Aquello era un popurrí de comunistas de diferentes tendencias, con predominio de los trotskistas, de practicantes de brujerías varias, de oreros en activo (a los que algunos consideraban casi como una especie en peligro de extinción a la que había que proteger). En fin, lo que se encontraron los encargados de desalojar la zona fue una suerte de novela del mejor realismo mágico. Los ayudaron en esta misión abogados afines al partido comunista y algún baquiano curtido, como el propio Feynner Arias, el que acompañó a Karen en su primera visita a Corcovado. Este muchacho, que ahora vive con su familia en California, tuvo una participación muy activa en la creación del Parque. Uno de los históricos del conservacionismo en Costa Rica, Christopher Vaughan, autor de un Plan de Manejo del Parque, así lo reconoce y le sorprende la manera de involucrarse que tuvo Feynner en su creación.

Omar y su familia pertenecían a ese mundo, y estaba bien asesorado sobre lo que tenía que declarar para reducir la codena que le podía caer por su crimen. La defensa se centró en que mató a Olof por un impulso, que no fue algo premeditado, y desde luego, y muy importante, que no fue un asesinato por encargo. Bajo ningún concepto tenía que reconocer que era un sicario.

Se celebró el juicio. Al final lo defendió una mujer. Una abogada muy inteligente, en palabras de la propia Karen, que asistió al juicio, que consiguió convencer al juez de que los hechos fueron tal y como los había reconocido el propio Omar. Fue un juicio rápido. De los más de veinte años que supuestamente le iban a caer le condenaron a ocho años de prisión, de los cuales cumplió menos de tres años. Karen conocía al cuñado del asesino confeso de verlo faenando con una carretilla por Puntarenas. Este hombre le contó un día que se lo encontró en San José que Omar había muerto en la cárcel como resultado de las heridas recibidas en una pelea. Le mintió. Omar sigue vivo en la costa atlántica, en Limón, y al menos en 1993 y 2011 seguía involucrado en prácticas precaristas, tal y como consta en recursos de amparo presentados ante el Tribunal Supremo.

Karen le dijo a Torben que ella creía que su asesinato había sido un complot. De hecho, ese fue el titular del reportaje: “Creo que la muerte de Olof fue planeada”. También lo creía más gente, los periódicos josefinos defendían esa misma tesis.

Le explicó a Torben sus sospechas: “En los últimos tiempos criadores de ganado ricos de la parte norte del país habían enviado trabajadores con motosierras a Osa para despejar la selva, para poder crear pastoreo para el ganado En el norte, las grandes fincas de pastos se han transformado en los últimos años en un desierto debido al pastoreo intensivo, y por lo tanto ahora están interesados en liberar nuevos lugares. Esta gente estaba muy enojada con mi esposo. Y había otros, como uno de nuestros vecinos, un hombre de negocios siciliano-americano, que en los últimos años ha acumulado grandes áreas a lo largo de Costa Rica para una compañía estadounidense. Olof se oponía al hecho de que estas áreas vírgenes se vendieran a extranjeros porque no dudaba que iban a construir hoteles y resorts en ellas. Nuestra finca se encuentra en la playa más hermosa de toda la costa, y sería ideal para un complejo de vacaciones. Pero yo prefiero poder mirar las playas y la selva en su estado natural, antes que llenas de hoteles de hormigón. Los seres humanos hemos destruido demasiados lugares hermosos en este mundo”.

Karen le relató a Torben cómo había sido su vida en Montezuma: “No teníamos necesidad de viajar, porque vivíamos como siempre habíamos soñado, en plena naturaleza y rodeados de animales. En los primeros 14 años no visité San José ni una sola vez. Solo he visto un lugar más hermoso, que el lugar donde vivíamos, es la península de Osa, el lugar donde mataron a Olof”. Es curiosa esta última afirmación de Karen, porque cuando llegaron a Costa Rica la primera zona que visitaron fue Golfito, justo enfrente de Corcovado, y desecharon establecerse allí al considerarlo demasiado húmedo, demasiado lluvioso. Consultaron a un meteorólogo que les indicó que la zona menos lluviosa de Costa Rica era Nicoya, y hacia allí se fueron, aquel mayo de 1955.

Corcovado estaba desde hace tiempo en el punto de mira de los conservacionistas, llevaban tiempo reclamando su declaración como parque nacional, para preservar la vida que habitaba en ellos. En la Península de Osa se concentraba, todavía es así, una de las mayores biodiversidades del planeta. He tenido la suerte de pasear por allí en enero del año pasado y puedo dar fe de ello. Siguen los guacamayos sobrevolando las palmeras (como lenguas de fuego voladoras, que diría Karen), los monos saltando de árbol en árbol, y algo que me pareció sacado del túnel del tiempo: pude acompañar a unos oreros para ver cómo manejaban la batea en los arroyos. Algunos de estos oreros se han reciclado y ofrecen excursiones a los turistas.

Álvaro Ugalde, Mario Boza, los padres de los parques naturales de Costa Rica, estaban peleando duro para convencer al entonces presidente Daniel Oduber de la importancia que tenía convertir esa zona en parque protegido. También hicieron mella en Oduber las opiniones de algunos profesores que le escribieron cartas e informes, como Paulo Capelli, Joseph Tossi o Christopher Vaughan. Y también influyó la opinión de su propia mujer, la canadiense Marjorie Elliot, que era una decidida ambientalista. Así que el asesinato de Olof sirvió como catalizador en la toma de la decisión. Si el supuesto propósito del crimen era impedir esa declaración el resultado para los inductores no pudo ser peor.

Entre los que se oponían a este proyecto se encontraban los colonizadores de tierras, los ganaderos, los precaristas, los oreros, los cazadores furtivos, los madereros, los que querían transformar las marismas en un complejo turístico para jubilados gringos. Un americano tenía el proyecto de convertirlo en una plantación de naranjos y unos japoneses querían sacar la madera para hacer altavoces de buena calidad. Corcovado tenía muchos pretendientes.

Había muchos intereses contrarios a la declaración del parque y es posible que Olof pagara con su vida por ser la cabeza visible de esa transformación, y escribo “posible” porque no se pudo establecer con claridad el móvil del crimen.

Las hipótesis sobre el móvil de su asesinato son varias. He hablado con Jaime García, catedrático de la UNED de Costa Rica, especialista en educación ambiental y en ecología. Jaime ha investigado el tema lo más a fondo que se ha podido, piensa como todos con los que he hablado que salvo el móvil que se estableció en el juicio (un impulso, un cruce de cables) cualquier otro tiene más fundamento. Adelina Schutt participa de esta opinión: “El asesinato de don Nicolás en la península de Osa fue una cosa brutal, creo que no se llevaron los efectos personales. Se cree que el motivo no fue el robo, sino terminar con el problema que él representaba”.

Olof, llevado por su vehemencia, se metió en un lugar muy peligroso, un lugar aislado de difícil acceso, con unos residentes que veían como una amenaza para sus intereses la misión que se había propuesto llevar a cabo. El profesor Vaughan estuvo en Punta Llorona pocas semanas después del crimen. Le acompañaban Adelaida Chaverrí y Luis Poveda. Feynner les llevó hasta el lugar donde ocurrió el crimen. Todavía quedaban algunos restos de Olof en el suelo, y les dijo que Omar era un chico bastante inestable, que estaba un poco “loco”.

La policía le dijo a Karen que el motivo fue el robo, que Omar le había matado para robarle y para darle el dinero a una amante que tenía en Golfito. La sentencia dio por buena la versión del “cruce de cables”. 

Así que, resumiendo, la visita a Corcovado acabó en tragedia. Olof fue asesinado en la península de Osa el 23 julio de 1975, cerca de Punta Llorona, dentro de lo que ahora es el Parque Nacional de Corcovado. Quería ver tapires, hacerse con algunos aguacates silvestres y empezar a documentarse sobre la zona, con el objetivo de ayudar a hacer presión para que se convirtiera en una reserva protegida. Querían repetir la experiencia de Cabo Blanco. Lo consiguió después de muerto. La Reserva de Corcovado se creó en octubre de 1975. El presidente de la república habló por televisión: “El sueco dio su vida por proteger a nuestros bosques. ¡Ahora es responsabilidad de Costa Rica lograr su sueño para que haya un parque nacional en Corcovado!”. Los acontecimientos se sucedieron con rapidez, la muerte de Olof ayudó a precipitarlos.

El espíritu de Montezuma

Es difícil ponerse en la mente de esa pequeña danesa cuando fue en busca de su marido a Corcovado, y encontró sus restos devorados por los animales. Es difícil imaginar cómo fue capaz de meterlos en una bolsa de plástico, dormir junto a ellos varios días, viajar con ellos en una avioneta colocados debajo de su asiento, entregárselos a los forenses para que hicieran la autopsia, y después llevárselos a Montezuma, donde les dio tierra, cerca de la cabaña en la que habían sido tan felices. Para así poder, de vez en cuando, ir a sentir su presencia. La escritora Lola Pereira ha hecho ese ejercicio, se ha metido en la piel de Karen y nos lo ha contado en una novela que ha publicado en abril de 2018: Mensajeros del futuro.

Karen era una mujer fuerte. Siguió viviendo en Costa Rica, se sobrepuso al trauma, aunque la dejó marcada de por vida. Tras la muerte de Olof pasó una temporada en Puntarenas dando clases de idiomas y de yoga. Después volvió a Montezuma, por miedo a que los precaristas se hicieran con sus tierras. Apañó una especie de pequeño hotelito en el centro de Montezuma, las Cabinas Karen. No le gustaba mucho esa actividad, pero la aceptaba, se convirtió en su fuente de ingresos.

Su vida era espartana y hasta el fin de sus días luchó por conseguir ampliar el territorio destinado a reservas. Murió en 1994, vencida por un cáncer de hígado, una enfermedad que ambos odiaban, y que pensaban podrían evitar siguiendo unas estrictas pautas de alimentación y una vida en pleno contacto con la naturaleza.

La pareja de escandinavos, “los suecos”, fueron los primeros ambientalistas que cayeron por Montezuma, los pioneros. Pero poco a poco siguiendo su estela fueron apareciendo otros “gringos locos” que junto con los oriundos conversos han ido creando la peculiar idiosincrasia del Montezuma actual: el espíritu de Montezuma.

En los años cincuenta y sesenta del siglo pasado no había turismo en Montezuma, fue a partir de la creación de la Reserva de Cabo Blanco cuando empezaron a llegar los primeros viajeros. De vez en cuando se acercaba algún extranjero despistado para fisgar un rato, pasear por la playa, y esas cosas que hacemos los urbanitas cuando viajamos a los paraísos tropicales. A Olof no le hacían mucha gracia estas visitas. En la misma carta que escribió a su padre en 1963, en la que le decía que eran los más felices del mundo, se quejaba de los visitantes: “El único malestar que tenemos es que de vez en cuando aparece un americano, un sueco, un alemán o una persona de otra nacionalidad que nos dicen –después de haber visto nuestra finca– que les gustaría quedarse por aquí el resto de su vida. Sin embargo, cuando les mencionamos que pueden hacer lo mismo que hicimos nosotros, comprando una finca y sembrándola, nos responden que ya no hay lugares tan buenos como el nuestro para comprar (si fueran inteligentes deberían entender que nuestra finca no era así al principio y que para ello tuvimos que invertir mucho trabajo), que no tienen tiempo para esperar ocho años y que entonces preferirían vivir con nosotros consumiendo nuestras deliciosas frutas.

Nos hemos vuelto tan inhumanos que estamos echando afuera a este tipo de personas en la próxima lancha que pasa por aquí. ¡Tres días con este tipo de personas es demasiado! ¡Uf, qué malo que se ha vuelto su hijo! De ahora en adelante será peor, puesto que no les ofreceremos alojamiento ni una sola noche”.

Así como triunfaron en su pelea por crear reservas de la vida silvestre, aunque pagaron un alto precio por ello, se puede decir que fracasaron en su propósito de evitar el turismo. Es más, lo que ellos ayudaron a crear, se ha convertido en el principal atractivo para los turistas, y otros bichos similares. La propia Karen acabó viviendo del turismo, porca miseria.

He conseguido hablar con algunos de los protagonistas de esta evolución. Victoria Quirós es costarricense, pura tica, pero no es nacida en Montezuma. Un atardecer de abril de mediados de los setenta se deslumbró con sus playas y con sus gentes. Cayó rendida ante los encantos de Montezuma. En aquellos tiempos, Victoria era una joven estudiante de psicología y con su pareja se escapaba por temporadas a recorrer las costas del Pacífico. Buscaban un lugar donde establecerse en el futuro, buscaban su pequeño paraíso. Viajaban en una de aquellas míticas furgonetas Volkswagen habilitada para poder dormir en ellas: “Viajar en aquellos tiempos no era fácil, los caminos estaban mal, no había turismo, casi ni pensiones. Viajamos por toda la costa, también por Nicaragua, toda la recorrimos, una playa, la otra y otra más. Y un día llegamos a Montezuma y ahí se acabó el tema, se acabó buscar. Me enamoré del lugar, de la gente, tenían una mirada linda, transparente. Y conocí a doña Karen, que claro también formaba parte del encanto.

En la tarde de aquel primer día se acercaron para ver quienes éramos, hablamos con ellos y yo me dije, ‘Este es el lugar, ya no quiero buscar más’. ‘Ahora hay que ver cómo hacemos para acercarnos a Montezuma’, pensabamos. Veníamos con cierta frecuencia, logramos comprar una casita, que era la del maestro de aquella época. Íbamos y veníamos, pero la vida tiene sus cosas y al tiempo nos divorciamos. Una hermana me animó a que viniera a Montezuma, ‘ya que te gusta tanto, no esperes a hacerte viejita’, me dijo. Pero ¿de qué vivía uno?

Primero conseguí un trabajo como orientadora en Paquera, así me iba acercando a Montezuma, y al año, un amigo que tenía un restaurante y quería viajar una temporada, me propuso que lo manejara mientras él se ausentaba, acepté y al año cuando volvió empecé a manejar también al dueño, nos emparejamos y ya definitivamente me quedé. Ahorita es mi marido, sí”, –recuerda Victoria. Ahora regentan el hotel-restaurante El Pargo Feliz.

Victoria conoció a Karen ya viuda, luchando por mantener el legado que había compartido con Olof. La recuerda como una persona carismática, conversadora, sonriente. Pero también con un carácter firme, no decía palabras soeces, pero defendía sus criterios, y era algo desconfiada, recelosa. Y si le caía mal alguien casi ni le hablaba. Lo vivió de primera mano. Cuando murió su marido, Karen no tenía dinero para pagar a los abogados los gastos generados para arreglar los temas de la herencia, ni los impuestos que hay que pagar al ayuntamiento. Una de las grandes cruces que persiguieron a Karen toda su vida. El exmarido de Victoria quería comprarle un terrenito que les gustaba mucho, le hubiera venido muy bien para afrontar todos esos gastos, pero prefirió dárselo a los abogados como pago por sus gestiones, aun perdiendo dinero. Karen al ex de Victoria lo tenía atravesado: “Así de radical era la cosa”.

Para Victoria, “su funeral fue muy emotivo. Fue la despedida a una persona a la que tenía muchísimo respeto y cariño. Una persona siempre preocupada por el medio ambiente y los animales, incluso le molestaba que se dedicaran caballos a pasear turistas. Karen tenía una relación muy especial con los monos, cuando murió los monos lloraban, aullaban diferente a cuando lo hacen por el agua o por el territorio, ese día aullaban de dolor”.

Unos años antes que Victoria, en el año 1968, apareció por Puntarenas otra pareja singular, Albert Ingalls y Gitza Gatti, estadounidense e italiana. Ella era una joven, alta, extrovertida y guapa milanesa, que había conocido a Albert en un pueblo cerca de Venecia donde vivía con su abuela. Gitza había dejado turulato a Albert nada más verla. El caso es que se enamoraron. Albert era dieciocho años mayor que ella y era norteamericano de Cleveland (Ohio). A la familia de Gitza no le hacía ni la más mínima gracia esa relación, se tenían que ver a escondidas; ella quería salir del ambiente en que vivía y Albert le ayudó, huyeron, se convirtieron en fugitivos por amor.

Albert y un hermano decidieron navegar por la Costa del Pacífico en un velero. Una travesía a la que se apuntó Gitza y que les sirvió para consolidarse como pareja. Uno de los puntos de recalada fue Puntarenas y allí se encontraron con Olof y Karen, que les contaron cómo era su vida en Montezuma y la historia de la creación de la Reserva de Cabo Blanco. Les picó la curiosidad y se fueron a conocer cómo era ese lugar del que hablaban con tanto entusiasmo los escandinavos. Olof se dio cuenta de que esa pareja de recién llegados sintonizaba con ellos, en especial Albert, y que podían ser un buen refuerzo para el tema de Cabo Blanco. Llegaron a Montezuma y ocurrió el flechazo, decidieron que ese era el sito que andaban buscando para quedarse el resto de sus días.

Compraron una finca justo al lado de la que tenían los Wessberg, lo que ahora es el Refugio Romelia, pegadito a la Reserva Nicolás Wessberg. Albert fue un gran apoyo para Karen. Ella después de lo ocurrido con su marido vivía atemorizada, se sentía amenazada y tenerlo como vecino le daba mucha seguridad.

Albert y Gitza eran polos opuestos, así los describe Victoria: “Albert era una persona taciturna, cuando hablabas con él daba la impresión de que se iba a dormir allí mismo de pie, los ojos siempre como entreabiertos, movimientos muy lentos. Mientras que ella era exactamente lo contrario, era muy activa, muy ruidosa, a trescientos metros podías oír lo que estaba contando”. Además, Albert se fue convirtiendo en militante ecologista furibundo, mientras que su mujer Gitza se preocupaba más por comprar terrenos para dedicarlos a la ganadería, era una vaquera. Está faceta de Gitza no le gustaba nada a Karen y muy poco a Albert. La actividad ganadera provocó algún enfrentamiento con Olof.

He hablado con Nefertiti, la hija mayor de Albert y Gitza. Vivió su infancia en lo que ahora es el Refugio Romelia, que ella dirige: “Karen comía batidos de hojas, sobre todo de pochote, era vegetariana. Pero tenía cosas vacilonas, por ejemplo, le gustaban las galletas ‘cremitas’ que yo las tenía súper prohibidas, porque todo en mi casa tenía que ser natural, sin colorantes ni conservantes, pero ella comía sus cremitas y a mí no me dejaban. Karen a veces tenía esos tropiezos con la vida normal, digamos. Ahora entiendo mejor a Karen, me ha dejado huella, en especial su determinación, cómo hacer frente a la adversidad, como mantenerse firme luchando en lo que uno cree.

Nosotros vivíamos sin luz, sin agua, sin accesos y mi madre se cansó de ese estilo de vida. Además, a mi padre no le gustaba que mi madre fuera ganadera, a mediados de los ochenta se separaron y a partir de entonces mi padre se metió más de lleno en la lucha ecologista. Peleaba contra los megaproyectos turísticos como el hotel Barceló Tambor y contra todo lo que amenazara la naturaleza en Costa Rica. En una época nos pusieron guardaespaldas a mi hermano y a mí, había amenazas de por medio. Gastó mucho de su fortuna en campañas de prensa, en su lucha conservacionista y en comprar terrenos para añadir a la Reserva de Cabo Blanco. Cuando se separaron decidió reforestar la finca, unas trescientas hectáreas con especies endémicas y con regeneración natural, en el 1998 se convirtió en refugio mixto”.

No me privo de contar una historia que me ha encantado, una más, la historia del vino neotrópical “monkey shine”. A Albert le gustaba la cultura del vino, le gustaban los viñedos. Vivió once años en la región vinícola del Friuli, en Italia, donde conoció a Gitza. Añoraba esos viñedos y se empeñó en sacar adelante un vino propio. Lo consiguió después de muchas pruebas, con una uva resistente a ese clima. Consiguió una uva cruce de californianas, europeas y uva agrá o bejuco de agua, una especie que se da en toda Mesoamérica. Sus tallos acumulan agua, son como cantimploras distribuidas por el bosque. Al vino lo llamó “monkey shine”, una versión tropical del famoso “moon shine” (luz de luna). Así se llamaba el licor de contrabando que se hacía en el periodo de la ley seca en Estados Unidos.

Nefertiti montó un hotel-restaurante al que llamó Luz de Mono, en honor a ese vino que su padre se empeñó en sacar adelante. Conocí este restaurante en mi primer viaje a Nicoya, casi es lo primero que conocí de Nicoya. Allí me llevó Carlos Basauri a cenar. Creo recordar que cené entre otras delicias atún con salsa de tamarindo y pollo con salsa de mango, algo de inimaginable exotismo para mí en aquella época. Veinte años después, hablando con Nefertiti, me he enterado de lo que significa ese nombre tan peculiar. Carlos, el inductor de mi primer viaje a Nicoya, fue el que hizo las mesas y las sillas del restaurante en su taller de Paquera. 

Después de unas cuantas cosechas, y después de morir Albert, los hijos se han visto desbordados por el trabajo que supone mantener el viñedo y sobre todo vendimiarlo. Es tremendamente difícil conseguir recolectar una cantidad de racimos en buen estado para obtener el mosto para su fermentación. Los animales están al acecho esperando el momento adecuado de maduración para darse unos buenos atracones con las deliciosas uvas. Total, que en la actualidad mantienen el viñedo, pero dejan las uvas para deleite de aves, monos y voluntarios que participan en un programa de recuperación de tortugas.

Luz de Mono es un nombre que me gusta, y más después de conocer su origen. Pero, para mí casi todos los nombres de los locales de Montezuma tienen algo a medio camino entre lo exótico y lo naíf que me encandila: El Pargo Feliz, El Sano Banano, Cocolores, Cocina Clandestina, Orgánico, son algunas muestras.

He hablado también con Zaira Segura, una veterana de Montezuma, aunque nacida en el cercano Cobano. Zaira regentaba una pulpería que también hacía las veces de cantina, tenía tratos con “los suecos”, en especial con Karen después de la muerte de su marido. Durante años Olof le llevaba frutas, muy sabrosas, por cierto, para venderlas. Se acuerda que salían poco de su finca, en general se relacionaban poco con la gente del pueblo: “Se querían mucho, estaban muy unidos”, recuerda.

Cuando murió Olof, Zaira y Karen se hacían compañía. Muchas noches Karen iba a dormir a su casa y salía muy temprano por la mañana. Zaira la recuerda como una mamá. A veces Karen se iba a su finca y no se le veía durante largas temporadas. Muchas veces el hijo de Zaira tenía que ir a buscarla para traerla al pueblo, ya que en la finca solo comía hojas de pochote, alguna vez volvió muy débil. Y recuerda, también, que le encantaba el puré de patatas, el arroz y los frijoles, le ayudaban a coger fuerza para volver a su finca. Karen había relajado su dieta crudívora por esa época, incluso se permitía algún café de vez en cuando, y algunas galletas ‘cremita’. Pequeñas debilidades.

El Sano Banano es uno de los templos de Moctezuma. Lo regenta Patricia Slump con su marido. Ella es holandesa, él estadounidense. Se conocieron en Boston, en un centro que se llama Hipocrates Health Institute, y enseguida conectaron. Él le habló de Montezuma, y le debió contar las suficientes maravillas como para animarla a conocerlo. Era el año 1980. Le gustó y decidieron quedarse a vivir. Y conoció a Karen. Hablando con ella surgió la sorpresa. Se dieron cuenta de que tenían algo muy especial en común. Patricia también había estado en el centro danés donde se conocieron Karen y Olof, el centro que había creado la doctora Nolfi. Cuando se dieron cuenta fue como un clic que les sintonizó. Patricia recuerda a una Karen vacilona, se reían mucho, pero también recuerda una Karen tremendamente seria con el tema del maltrato a los animales y la conservación del bosque. “Era una activista”, afirma.

Patricia y su marido Lenny compraron las cabinas que tenía Karen en el centro de Montezuma: “Ella no sabía qué hacer con su finca, ni con el hotelito, si se le puede llamar así, dudaba. Karen creía en los sueños, en su significado premonitorio, y yo tuve un sueño que le conté. En ese sueño unos promotores construían en su terreno un gran hotel, fue como un revulsivo que le ayudó a tomar la decisión. Al poco tiempo cedió la finca a la Reserva de Cabo Blanco y el hotelito nos lo vendió a nosotros, que se lo fuimos pagando poco a poco. Murió antes de acabar de pagárselo, liquidamos lo que restaba con la administración de la Reserva”.

Como a todos con los que he hablado a Patricia también le he preguntado qué fue lo que le decidió a quedarse en Montezuma. “La naturaleza, los árboles, los ríos, las rocas, el mar precioso, los animales silvestres”, –no ha dudado en responder.

Es la misma pregunta que le he hecho a Lola Pereira, una coruñesa que también sucumbió a los hechizos de la zona. Lola se ha convertido en una coruñesa neotropical. Hace veintitrés años viajó con su entonces marido a Malpaís. Cayeron rendidos. Se construyeron la casa más bonita que uno pueda imaginar, en una colina con vistas a la playa de Malpaís. “La libertad de vivir en un lugar en el que la vida se manifestaba todavía salvaje y la amabilidad que desprendían los ticos” fueron los desencadenantes de la decisión de quedarse.

Lola es escritora, le gusta escribir cuentos, de hecho, es una de las colaboradoras habituales de Fuentetaja y fue coordinadora del Congreso Escritores por la Tierra, que se celebró en Managua y en la que contaron con la presencia, entre otros, de Ernesto Cardenal. Y es coordinadora de clubs de lectura de mujeres.

Pero la obra de la que más orgullosa está y el motivo de quedarse a vivir en Santa Teresa, colindante con Malpaís, fue la de sacar adelante la escuela de secundaria Santa Teresa. Es su fundadora. Se dio cuenta de que los niños abandonaban los estudios al acabar la primaria, y sin educación no hay futuro. Un día se presentó ante las autoridades educativas en San José: “Miren, si no quieren que su jóvenes se dediquen a la prostitución o al tráfico de drogas hay que darles educación, hay que levantar una escuela de secundaria en Santa Teresa”, –les dijo. Y le contestaron, de acuerdo, busque un local y nosotros le damos unos cursos de teleducación y le mandamos un maestro. Lo hizo, empezaron en una lonja sin paredes, con una televisión en la que metían los casetes con las lecciones y con una jovencísima maestra recién salida de la escuela de magisterio. La escuela funciona todavía y ha ganado varios premios por su excelencia.

Olof y Karen, “los suecos”, su vida era una novela en busca de autor. Lo han encontrado. En abril del año pasado salió a la calle el libro Mensajeros del futuro, editada por la EUNED de Costa Rica. A Lola, hace cosa de cuatro años, la enredaron para escribir la historia de esta pareja que se han convertido en unos héroes ambientalistas. Ha contado con la ayuda, entre otros, de Tommy Asberg, sueco, presidente de la Asociación de Amigos de Cabo Blanco, y de Jaime García, catedrático de Ecología en la UNED de Costa Rica. Tommy le ha traducido del sueco al castellano las cartas que Olof regularmente escribía a su padre todos los meses contándole sus avatares e inquietudes. La voz narrativa de la novela es la de Karen.

Lola no quería escribirla, no se sentía con fuerza para abordar una obra tan extensa, pero algo la decidió. Un día, hablando con el abuelo de dos de sus alumnos de la escuela de Santa Teresa, le dijo que Nicolás (Olof) le había engañado. El abuelo era uno de los expropiados cuando se creó la Reserva Cabo Blanco. Este hombre le dijo a Lola barbaridades de “los suecos”. En esencia, lo que manifestaba era que les habían prometido un dinero y les pagaron en unos bonos del estado que valían mucho menos. Vamos, que se consideraba estafado. No todos los expropiados lo sintieron así. Jaime García estima que la mitad de los expropiados se quedó conforme con lo que recibieron.

Por cierto, Jaime, catedrático de la UNED de Costa Rica, ha ejercido de paciente baquiano ayudándome a despejar el camino para este reportaje.

Pero la realidad es que Olof no tuvo la culpa de la forma en que se concretó la indemnización. Él luchó por conseguir el dinero para las expropiaciones, quería que ese dinero se diera directamente a los que iban a ser expropiados. Pero los donantes exigieron que ese dinero lo recibiera el gobierno de Costa Rica para afrontar las expropiaciones y fue el gobierno el que decidió cómo se indemnizaba. “Yo quiero lavar el nombre de Nicolás Wessberg. Y quiero que las nuevas generaciones valoren y se sientan orgullosas de lo que tienen. Por eso es importante contar sus vidas, contar lo que pasó y lo que hicieron”, dice Lola.

Decía al principio de este apartado que es difícil ponerse en la mente de Karen en ese agosto de 1975. Lola ha hecho ese trabajo en su libro. Se ha metido en su cabeza y nos va contando los sentimientos, angustias, dudas de esa mujer a la que le robaron su gran amor. La voz narrativa del libro es la propia Karen, desgranado su vida para los lectores. Supongo que se va a convertir en un clásico de la literatura ambientalista y un libro de obligada lectura en las escuelas de Costa Rica.

Montezuma ha cambiado mucho desde los tiempos en que recalaron por allí la pareja de escandinavos, “los suecos”. Poco a poco se fue abriendo al turismo: al ecoturismo, a los mochileros, a los neohipis, a los surfistas, una peculiar fauna que encontraba irresistible los encantos que ofrecía la zona. La Reserva de Cabo Blanco, a la que se unieron más tarde la Nicolás Wessberg y la Romelia, junto a sus playas, son sus principales reclamos.

A la Reserva de Cabo Blanco acuden alrededor de diez mil visitantes al año. Para darse cuenta del cambio, en el año 1975 se registró la visita de cien turistas en todo Cobano. Ahora se registran alrededor de ciento cincuenta mil. Es decir, la zona se ha convertido en una economía de servicios que gira alrededor del turismo y en concreto de un turismo muy sensibilizado con la protección de la naturaleza, turismo verde, ecoturismo o como se quiera llamar, pero con la “eco” por delante, todo tiene que ser “eco”. En definitiva, es lo que está vendiendo Costa Rica desde hace varias décadas, y es su principal fuente de ingresos.

Olof y Karen no estaban pensando en el turismo cuando empezaron su lucha por conservar los bosques vírgenes. Es más, no les gustaban los turistas lo mas mínimo, y eso que al principio veían a uno de ciento en viento. Ellos sólo pensaban en salvar el bosque y la vida animal que se albergaba en ellos. Pero los incipientes grupos de ambientalistas que pululaban alrededor de la administración en San José, sí pensaban en el turismo. Bouza, Ugalde, los profesores extranjeros, Karen Olsen y Marjorie Elliot (las llamadas hadas madrinas de los parques naturales), editoriales en los periódicos, convencieron al entonces presidente Daniel Oduber de que proteger grandes extensiones de naturaleza silvestre era una apuesta de cara al futuro, para atraer un tipo de turismo diferente al que se movía alrededor de los grandes casinos y los megaproyectos hoteleros. Lo curioso del caso es que Oduber era un ganadero, así que fue como si convencieran al zorro de cuidar a las gallinas. Y se lanzaron a la creación de la red de parques naturales en los setenta. La muerte de Olof en Corcovado fue un gran acicate para llevar adelante esa apuesta. Parece que acertaron en el 2016 se acercaron tres millones de extranjeros atraídos por el mensaje “verde” que vende Costa Rica.

Pero la situación no es tan idílica como parece. El administrador de la Reserva de Cabo Blanco, Andrés Jiménez, lo define muy bien: “Créate la fama y échate a dormir”. La misma idea vuela entre todos los ambientalistas con los que he hablado. Costa Rica está retrocediendo en su apuesta. La crisis o el cambio de prioridades está afectando a esa apuesta que en su día hicieron aquellos pioneros.

Por ejemplo, en la Reserva trabajan nueve personas, tres de ellas dedicadas a la protección. En tiempos mejores llegaron a trabajar 25. Tienen problemas para mantenerla en condiciones, para mantener abiertos los senderos, para protegerla de los furtivos y de la pesca ilegal, para atender a los visitantes. Mario Boza, uno de los pesos pesados del ambientalismo costarricense, decía hace poco en una entrevista: “Estamos estafando a los turistas que acuden a las Reservas”. Y contaba cómo unas turistas españolas salían de una de ellas diciendo: “No hemos vista ni una mariposa, en el parque que hay al lado de mi casa en Madrid se ven más animales”.

Toda la red de parques se encuentra en situación parecida, a veces con peligros añadidos por actividades delictivas que ponen en peligro la vida de los guardaparques: narcos en Chirripó, siguen las actividades ilegales de algunos oreros en Corcovado, etcétera.

No vamos a ser pesimistas. La educación ambiental va dando sus frutos, se hacen campañas de recogida de plásticos en las playas, de sustitución de las pajitas de plástico de los refrescos por cañitas de bambú, se hace hincapié en el respeto a la vida silvestre y a cuidar la biodiversidad. Y muy importante, la gente ve que de ello, de proteger la vida silvestre, se puede vivir. Los turistas no tienen porqué ser los enemigos sino una fuente de ingresos que permita dar trabajo a mucha gente y conservar estos activos naturales.

Ahora todos participan de eso que podemos llamar “el espíritu de Montezuma”, todos hablan de ecología, ambientalismo, defensa de la naturaleza y comidas sanas. Hasta los antiguos lugareños como William Sanchez, que cuando aparecieron “los suecos” por Montezuma no entendía ni una palabra de lo hablaban esa pareja de exóticas criaturas venidas del norte europeo. Porque, como dice Andrés Jiménez, se han dado cuenta de que de eso, de esas ideas tan extravagantes, se puede vivir. El espíritu de Montezuma, amigos.

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