Antes de morir, Hugo Pratt dejó entrever que el Corto, su genial creación, desaparecería en la Guerra Civil Española. Nunca lo sabremos, pero podemos imaginar sus andanzas en la España incendiada y el hallazgo fortuito, en el domicilio suizo de Pratt, del secreto mejor guardado del cómic internacional.
“Corto no morirá en la Guerra Civil Española”. Así de tajante se expresó Hugo Pratt a un periodista de El País el año 1991. Sus palabras querían aventar el desasosiego que había hecho presa de los fans después de que, en un episodio de Los Escorpiones del Desierto, el polaco Koinsky aludiese a la desaparición de su más famoso personaje en el fragor de la contienda fratricida. Al parecer, Corto se había alistado en las Brigadas Internacionales, y en España se le había perdido el rastro.
Pratt no hizo más precisiones, pero no hablaba por hablar: lo acaba de confirmar el hallazgo inesperado de la última aventura del Corto. El feliz descubrimiento tuvo lugar en Pully, la ciudad suiza en donde il fumettaro, como gustaba definirse, murió en 1995. Allí, en la que fuera su morada, permanece su archivo personal. Curiosamente, el inédito no se hallaba archivado: estaba oculto en el cajón secreto de un secretaire, donde lo encontró un ebanista en un trabajo de restauración. Una sorpresa muy en la línea de quien hizo del misterio y de la magia sus principales resortes narrativos.
“Se trata del episodio titulado Morir en Barcelona, compuesto por 28 planchas de 50 x 35 centímetros, cada una de tres tiras horizontales dibujadas en lápiz con ocasionales pinceladas en tinta china”, nos informa Mark Fumaroli, el director de la Fundación Pratt. “Entre los aficionados circulaba el rumor de que Hugo había dejado páginas inacabadas que nunca vieron la luz. Un rumor cierto a medias, porque dejó una aventura completa”, asevera el númen tutelar de su legado.
Fumaroli nos ha dejado ver las planchas que guarda como oro en paño. Así pudimos constatar con nuestros propios ojos la inexactitud de la versión difundida por Vittorio Giardino. El colega y compatriota de Pratt mostró al Corto detenido en Málaga por tropas franquistas el 9 de febrero de 1937 y fusilado en el acto contra una tapia, bajo la impotente mirada del espía retirado Max Fridman. Lo había denunciado Stevani, el teniente del Corpo Truppe Volontarie enviado por el Duce en el que reconocemos al fascista vengativo con el que tuvo un encontronazo en la ciudad de los dogos. De llevar razón Giardino, los huesos del marino hubieran ido a parar a la mayor fosa común de la Península, en el malagueño cementerio de San Rafael. Pero no ocurrió así.
La aventura recuperada comienza en la Universidad Ca’Foscari de Venecia. Corre el año 1990 y Bianca, la treintañera nieta del antifascista italiano Rocco Montefiori, se lanza en busca de su abuelo desaparecido en la guerra de España. La profesora de historia prepara un libro en memoria de los italianos que lucharon contra Franco, y barrunta que su pariente fue uno de los integrantes de la Brigada Garibaldi fusilados por los franquistas tras la caída de Barcelona.
La sospecha la lleva a la Ciudad Condal a realizar averiguaciones. Barcelona está inmersa en los preparativos de los Juegos Olímpicos del 92; por doquier se ven grúas de construcción y calles cortadas por obras. Bianca visita una asociación por la recuperación de la memoria histórica y conoce a Laia, una anciana con un pasado de miliciana. Hacen buenas migas, Laia se aviene a contarle sus vivencias de aquellos turbulentos años y la narración entra en modo flashback.
Una viñeta muestra a Laia a poco de estallar la Guerra Civil: 19 años, corte de pelo a lo garçon, mono azul y carabina terciada a la espalda: la belleza indómita y un punto andrógina de las mujeres adoradas por Pratt. La chica, que nos recuerda a Banshee, la revolucionaria irlandesa que fue el único amor del Corto, custodia con otros anarquistas un paso en los Pirineos. Del lado francés se aproxima un camión. Lo detienen y el acompañante del conductor asoma la cabeza: ¡Es él!
El marinero en tierra frisa los 50 años de edad, con tonalidades grisáceas en la rebelde cabellera, líneas blancas en las patillas y algunas arrugas en un semblante que no ha perdido su aire soñador y seductor (su parecido con Burt Lancaster se ha vuelto más acusado). Cuando le interrogan contesta que transportan naranjas con destino a Valencia. Los milicianos se carcajean y abren las cajas: están repletas de ametralladoras y granadas de fabricación checoslovaca. Así nos enteramos de que Corto está haciendo contrabando de armamento para la República a pedido de André Malraux, a quien conocía de sus andanzas en Shanghái.
Fue su primer encuentro, refiere Laia a la investigadora italiana en su modesto piso del Hospitalet, rodeada de fotografías viejas y una bandera rojinegra colgadas en la pared. Una marchita rosa amarilla prensada dentro de un libro de León Felipe dispara el siguiente flashback.
La muerte apócrifa del Corto, según Giardino.
Viñeta de las Ramblas, primavera de 1937. Laia pasea con amigas milicianas y de improviso un hombre le obsequia una rosa: es Corto. Ataviado con el chaquetón de cuero exigido por el glamur antifascista, la invita a unos chatos. En la tasca le cuenta que se ha alistado en las Brigadas Internacionales junto con su amigo Rupert Conford, el poeta inglés. A ella le hace gracia su español con dejes andaluces y británicos. Su madre era andaluza, explica él, y en Gibraltar conoció a su padre, un marinero inglés. Hablan del anarquismo y Laia se define como una “mujer libre”. Corto menciona a Durruti, a quien conoció en Argentina. Se despide de ella porque le espera George Orwell, recién venido del frente de Aragón. “Quizás nuestros caminos vuelvan a cruzarse”, vaticina a la chica, a la que ya hemos incorporado a nuestra galería de personajes inolvidables.
En Barcelona, la crema de la intelectualidad se congrega en los palacetes y hoteles requisados por la FAI, la CNT y la UGT. Pero Orwell lo ha citado en un mesón alejado del centro.
Su amigo le aguarda en una mesa apartada, luce desmejorado, tiene el cuello vendado. Están pasando cosas feas, susurra, se está tramando una purga en el bando republicano. Una purga a la rusa. Y han detenido a compañeros de su división del POUM para arrancarles falsas confesiones.
Adoptando su pose de hombre frío y calculador, Corto manifiesta que esas riñas politiqueras no le interesan. Ninguna bandera lo ha traído a España; solo ha venido por el oro que le pagaron por las armas. Cambiando de tercio, añade que el día anterior compró a un pajarero un halcón llamado Al-Andalus, que enviará a un viejo amigo en Eritrea. El inglés le reprocha amistosamente su falso cinismo y le dice que debe marcharse. Se esconderá en casa de amigos, pues lo persiguen.
A la salida del mesón alguien les dispara sin acertarles. Corto, con el purito colgando siempre de su boca, corre tras el pistolero rubio con nariz de boxeador, pero este se escabulle. Orwell se despide y le pide que se cuide: que lo hayan visto con él puede traerle problemas.
Y se los trae.
Después de buscar infructuosamente un incunable sobre el tarot en una librería del Barrio Gótico, Corto acude al bar del hotel Colón. En la barra lo aborda un tipo con acento ruso y gafas redondas sin monturas: Jolskiv, el corresponsal de Pravda. Le dice que ha seguido con interés sus correrías en el tren blindado (ver Corto Maltés en Siberia), pese a que el oro de los zares pertenecía al pueblo soviético. “Los tesoros pertenecen a quien los encuentra”, replica Corto. “¿De qué lado está usted?”, le pregunta el personaje basado en una figura de la vida real, el escritor Mijail Kolstov. “De los caballeros de fortuna”, responde el romántico aventurero. “Su amigo Hemingway tiene más claro dónde está la quinta columna”, se despide el ruso con una amenaza velada en la voz.
El ritmo de la trama va in crescendo. En el Raval una gitana le lee la suerte y advierte un peligro inminente. En la Plaza Real, contemplando a un grupo que baila sardanas, nota que tres tipos le siguen. Intenta darles esquinazo, pero lo acorralan en un callejón. Retumban disparos, dos matones caen y el tercero sale corriendo. Su ángel de la guarda es un brigadista italiano que se llama Rocco (¡sí, el mismísimo abuelo de Bianca!). Sus perseguidores eran sicarios de Stalin, le informa, y como los enemigos de sus enemigos son sus amigos le estrecha con simpatía la mano.
Al escuchar la revelación, Bianca interrumpe a Laia, conmocionada. Del modo más inesperado, ha encontrado la pista del nonno. Controlando su ansiedad, le ruega que continúe.
Cuenta la ex miliciana que Rocco pidió al maltés que le acompañase a reunirse con sus camaradas. Ha huido de una cárcel secreta del espionaje soviético, donde le torturaron para que se declarase esbirro de Mussolini. Nuestro antihéroe le sigue por las callejuelas del Barrio Chino donde, curiosamente, no se ve ningún chino. El italiano se mete por una pequeña puerta. Corto le imita y de pronto se encuentra solo en un laberinto de espejos. Se inicia una secuencia onírica con princesas moras, cabalistas sefardíes y una corrida en la que debe torear a… ¡un minotauro! “¡Corto, Corto!”, ruge el monstruo mientras le embiste, “¡lo que buscas no es de este mundo!”. Pratt nunca perdía la oportunidad de explotar la atracción magnética de las leyendas; pero a diferencia del recargado esoterismo de episodios como Mu dosifica aquí las peripecias en el universo de ensueño. Éste es el Corto que nos gusta, con un pie en la fantasía y el otro en la dura realidad.
El marinero escapa del ruedo por el toril y reingresa al mundo real a través de una tumba del cementerio judío de Montjuich. ¿Qué habrá sido de Rocco?, se pregunta de regreso a la ciudad. Más y más personajes salidos de la fértil imaginación de Pratt se ven envueltos en la intriga. Para abreviar: Corto cae en manos soviéticas. En un piso franco, Jolskiv le pregunta dónde se esconde Orwell. Fiel a la amistad, él responde que no lo sabe, y si lo supiera jamás se lo diría. “Unirse a esa gente ha sido su pasaporte a la muerte”, le suelta el espía. “La verdad, John Reed me gusta más que usted como periodista”, replica el displicente prisionero. A Jolskiv se le escapa que debe regresar a Moscú y antes quiere zanjar el asunto de Orwell. “Quizás le van a condecorar”, ironiza Corto con su sonrisa felina. El periodista niega pesaroso con la cabeza: “No lo creo. He tomado demasiado Martinis con periodistas extranjeros”. Corto le pregunta: “¿Qué le impide escapar?”. “Usted no lo entiende”, dice su secuestrador con melancolía. “Probablemente», conviene él, «la política no es mi fuerte”.
Por la noche, cuando sus carceleros duermen, Laia y Rocco, que se han conocido en un cónclave anarquista, irrumpen a rescatarlo. Se produce una balacera y Corto hace una demostración de sus destrezas en la lucha callejera (¿habrá aprendido artes marciales en los puertos asiáticos? Las patadas que le hemos visto propinar a lo largo de su carrera dan que pensar que sí). Salen al exterior donde los espera el coche de un camarada. Mortalmente herido, Rocco avisa a Corto que esa noche zarpa una goleta rumbo a Liverpool y que, siendo él súbito británico, le admitirán a bordo sin chistar. El maltés acepta su consejo y le cierra los ojos. “Debo encontrar mi isla con tesoro”, dice a Laia. “Además, no me sentiría cómodo en una trinchera donde me pueden disparar por la espalda”. Le entrega para la causa un talego de napoleones de oro –el pago por su contrabando de armas– y se apea en la Barceloneta, donde se pierde bajo la luna creciente que tanto ama.
“Era el hombre que hubiéramos querido tener de nuestro lado”, concluye Laia y fin del relato. Bianca suspira. Resuelto el misterio de su abuelo, regresará a Venecia, sin saber cómo demonios encajará la verdad en su libro sobre los brigadistas mártires del fascismo. Antes de marcharse pregunta a la anciana si volvió a tener noticias del Corto. Sí, le responde: en los años 50 recibió una carta de él con matasellos de Sidney: estaba pasando una vejez tranquila en la casa de una tal Pandora y su familia, como un tío nómada que por fin ha sentado sus reales.
En Morir en Barcelona confluyen todas las obsesiones queridas de Pratt: el ocultismo, la simpatía por los oprimidos, los viajes y la aventura, que deviene aventura antifascista. Al igual que a Bernardo Bertolucci, le encantaba cruzar los derroteros personales con la Historia en mayúscula; de ahí el aliento épico de sus relatos. Como es habitual, hay abundancia de citas literarias (Homenaje a Cataluña, de Orwell; Por quién doblan las campanas, de Hemingway; El agente confidencial, de Graham Greene…) y cinematográficas (Morir en Madrid, de Frederic Rossif; Y llegó el día de la venganza, de Fred Zinnemann…). Solo falta Rasputín, aunque, conociendo su calaña, no nos sorprendería que estuviese al otro lado de las trincheras, traficando armas para los franquistas.
Y qué decir de su lápiz maravilloso, de la perfección formal del trazo, las gruesas líneas negras, el juego con la luz y la sombra y el encuadre en planos medios que es el sello del dibujante italiano (impagable su representación abstracta del tiroteo en la checa: las balas, círculos de tinta flotando sobre la blancura del vacío). Las viñetas se encadenan con gran economía de efectos y un alto grado de sugerencia, sin huellas de la “mano cansada” que deslucía sus últimas producciones.
Por supuesto, no falta un apéndice con un mapa de España ilustrado con las líneas del frente militar en mayo de 1937, ni aguadas y acuarelas de los uniformes de la Guerra Civil (requetés, milicianos, falangistas, comisarios de las Brigadas Internacionales, legionarios…), el resultado de la concienzuda documentación a la que nos tenía acostumbrado el maestro de Malamocco.
Fumaroli publicará Morir en Barcelona con un prólogo de Slavoj Zizek. El editor se apresura a rechazar el marchamo de novela gráfica que cierta crítica ha querido imponer a las correrías del marinero trotamundos: “El noveno arte no necesita de etiquetas pretensiosas para hacer valer sus méritos”. Y nos informa de que en el festival del cómic en Angulema se presenta la trigésima entrega de la saga iniciada en la guerra ruso-japonesa, y que ahora, tras navegar un mar de historias, culmina su singladura para deleite de los cortófilos.