Así que una noche de verano de principios de siglo saqué de una discoteca de la mano (como yo hacía las cosas entonces, un poco en la escuela de ligoteo Chiquilín) a una niña ourensana, que Sanxenxo está lleno de ellas, rubita y de ojos azules, que era el catálogo con el que yo trabajaba en mis veintipocos. Nos dejó un taxi en Portonovo, y subimos la cuesta de Caneliñas enamoriscados y mordiéndonos las orejas como perritos juguetones. Ella pasaba el verano con sus padres en una casa que tenía encima de la playa, y nos despedimos jurándonos amor eterno y familia numerosa en la puerta, casi al borde de las lágrimas. Me preguntó: “¿Te vas para casa?”, y yo dije una frase que todavía me duele en el corazón: “Creo que me voy a pasear un momento a la playa”. Le pedí que me hiciese un porro cargado hasta la muerte, porque yo no hice un porro a derechas en mi vida, y bajé a la arena con paso tranquilo haciéndome el interesante mientras ella me veía flipada desde la ventana de su habitación, que cuando giré la cabeza hasta le encontré un aire a Norman Bates disfrazado de su madre en aquella casa del demonio.
(Viéndolo ahora en perspectiva, todas las grandes tragedias de mi vida llegaron después de ese momento histórico en el que yo, a tontas y a locas, decido hacerme el guay, siguiendo los consejos de mi amigo Miguel Barreiro, que una tarde de invierno bajó a la playa de Montalvo con tres italianas, se puso en pelotas, se echó a nadar y al volver, tiritando y dando paseítos por la arena a un paso de la congelación, me dijo en un aparte: “Jabo, meu miniño, ¿ves qué jodido es ser guay?”).
Al llegar a la playa, suponiéndome observado, empecé a pasear por la orilla cabeceando atormentado, dándomelas de poeta maldito violento y loco, porque además a la niña le había dicho que yo era una persona solitaria y un lobo ermitaño, cuando la verdad es que toda mi puta vida la he pasado rodeado de trescientas personas yendo con ellas de un lado para otro. Eran las siete de la mañana y amanecía. En la orilla cogí varias piedras y las tiré contra el agua, que no me rebotó ni una, y luego subí a la arena y me senté arqueando las cejas en gesto legendario de Dylan McKay. Recuerdo aquel día como si fuera el último de mi vida, entre otras cosas porque llevaba unos vaqueros medio rotos, una camiseta roja y una cazadora tres cuartos de cuero negro que no venía a cuento en verano, pero como todas las ropas que no vienen a cuento, me quedaba bien. Pasé la noche sudando como un gordo y mis amigos me decían al cruzarse conmigo: “Cómo vas, cómo vas”.
Así, pensando en todos los pechitos adolescentes que yo había llevado a esa playa en los noventa sacados de La Noche, Safari y Carpintería con mentiras completas y medias verdades, me fumé el porro y antes de acabarlo me quedé dormido. Profundamente, como suelen dormirse los borrachos que le dan una calada a un porro con el 60% del Producto Interior Bruto de Jamaica dentro. Fue, la verdad, montarla por montarla.
No puedo decir tampoco que el despertar fuese tristón. Podía haber subido la marea y dejarme en Montevideo. Sin embargo estaba entre niños corriendo de un lado para otro, gritos, chapuzones y familias enteras venidas de Lalín o sabe Dios qué otro pueblo diabólico sin mar, todas metidas debajo de sus sombrillas y alrededor de neveras y tupperwares, en esa estampa que a los de Sanxenxo de toda la vida, que nacimos encima de una playa cuando no directamente en una colchoneta, nos da la risa. Era un domingo de manual, qué quieren que yo les diga. Hacía un calor abrasante. Estaba echado de lado con la cara llena de arena, y lo primero que hice fue meter de golpe la cabeza entre los brazos, boca abajo, para abrir un gabinete de crisis y pensar cómo podía yo lograr que aquel ridículo, que iba camino de ser el más grande de la historia de España, se quedase sólo en el más grande de la historia de Portonovo. Al momento de hacer ese gesto escuché una frase demoledora: “Parece que se esta moviendo”. Y un niño debió de intentar acercarse, porque alguien dijo: “Quieto aquí, no te acerques, a ver si va a pasar algo”. Para media playa debía de estar muerto, como si me hubiese arrojado allí el mar: uno que intentó entrar en Europa por Caneliñas con una chupa de Adolfo Domínguez; éste sí que fue original. Supuse entre el gentío a amigos de mis padres y a la familia de mi novia con ella muerta de vergüenza nadando hasta las boyas. Bien es verdad que también podía empezar a vomitar.
Básicamente el problema de fondo que yo tenía allí es que había que levantarse e irse para casa. Y sabía que ese momento, si a mí me quedaba dignidad, implicaba alzarse de un salto, sacudirse las arenas, limpiarse la cara y caminar con la cabeza en alto como un caballero español entre la ovación y la rumba de los domingueros: si veía que la euforia se desbordaba aún tenía el recurso de dar la vuelta al ruedo saludando uno por uno a los bañistas y firmarles en la sombrilla. Sin embargo lo que hice fue ponerme en pie a hurtadillas (“parece que quiere levantarse”) y salir a paso rápido con la cabeza gacha, sofocado. Me abrí paso entre las toallas con el pelo lleno de arena, entre un murmullo creciente, y al llegar a la carretera empecé a correr gritándole a un taxi imaginario: “¡Tasis, tasis!”, agitando la mano histéricamente.
Me dejó uno enfrente de casa; avisé a mi padre de que fuese a pagarle a aquel buen hombre, y al volver, después de seis gritos, me preguntó mirando las montañitas de arena que iba dejando por el pasillo:
-Pero tú dónde carallo dormiste, ¿en la playa?
-Ambientazo, tron.