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AcordeónMorirán de forma indigna: La impotencia

Morirán de forma indigna: La impotencia

Diseño de portada: Artur Galocha

Recuerdo las últimas semanas de marzo y las primeras de abril con mucho dolor e impotencia. Describirlas como “tristes” es decir muy poco. La oscuridad es el sentimiento que más se me viene a la cabeza. Se había hecho de noche. De golpe. Aunque fueran las diez de la mañana. Me cuesta recordar detalles concretos de esos terribles días y no sabría precisar los peores momentos. A esa oscuridad se le sumaba la sensación, compartida por tantos, de estar viviendo una distopía de calles vacías, con la diferencia de que yo no hice el confinamiento y podía verlo todos los días en mi camino a la Consejería. Una ciudad vacía e irreal. Muy triste.

Aunque me esfuerce en hacer memoria, no recuerdo el clima de aquellos días. Sea como sea, los imagino como si fueran unos días más propios de enero que de primavera. Esos días me costaba muchísimo levantarme de la cama e ir a la Consejería a seguir sufriendo. Pero había que hacerlo.

La jornada empezaba muy temprano en la Consejería. En un edificio casi vacío, pasábamos las horas hablando continuamente por teléfono y con una sensación de impotencia que nos angustiaba. Nos sentíamos una gota muy pequeña dentro de una catástrofe oceánica. No salíamos de la Consejería ni para comer. No había nada abierto por los alrededores y tampoco habría tenido la fortaleza de ánimo para salir. El conductor y el escolta recogían varios menús del día con los que comíamos todos en la Consejería. Durante el almuerzo repasábamos con quién habíamos hablado y qué tareas teníamos pendientes para la tarde. Pero también compartía con Javier Luengo cómo nos sentíamos, lo que convertía el almuerzo en el mejor momento de la jornada. Le estaré eternamente agradecido a Javier por esos momentos y por todo. Y a Mamen, que también estuvo ahí todos esos días. Ella sabe por qué.

Durante esos días en la Consejería nos acompañaban las sirenas de las ambulancias que llegaban continuamente al Hospital Gregorio Marañón, que está al lado. Me propuse que la jornada en la Consejería no terminara más tarde de las ocho, la hora de los aplausos a los sanitarios. En algún momento había que cortar.

La Consejería no solo está al lado del Hospital Gregorio Marañón, sino enfrente del Hospital Santa Cristina, por lo que el ruido a las ocho de la tarde era ensordecedor. Los vecinos salían a los balcones y las sirenas de ambulancias y coches de policía contribuían a añadir aún más irrealidad a lo que estábamos viviendo. En casa hacía las últimas llamadas y miraba los mensajes de WhatsApp, que no dejaba de recibir a todas horas. Con preguntas, peticiones, llamadas de auxilio. Para algunas encontraba solución, para muchas otras no. También repasaba los informes diarios que nos llegaban desde cada una de las residencias. Solo eran hojas de Excel, pero era muy doloroso imaginar a las personas, a las familias y a los trabajadores que estaban detrás de esos números terribles.

Las noticias de los telediarios eran tan espantosas que decidí no ver la televisión. Todo resultaba muy doloroso. Estaba en un túnel, incapaz de imaginar que pudiera haber una salida. Eso parecía inconcebible entonces.

Lo peor llegaba por la noche. Por el día, la actividad frenética en la Consejería nos mantenía bastante ocupados. Pero por las noches me sumergía en el horror y en el miedo. Durante esos días dormí muy poco. Me desvelaba a las dos de la madrugada y me sentía envuelto en una extraña mezcla de estupor y de angustia. En esos momentos era capaz de percibir la devastación que se vivía en Madrid. Sentía pánico y ansiedad. De cuando en cuando oía las sirenas de las ambulancias que seguían sonando en la lejanía y esperaba a que amaneciera con los ojos muy abiertos. En esas noches de desesperación no tenía ningún sentimiento de esperanza ni de futuro. El tremendo número de muertes y la sensación de que no se terminarían nunca podían conmigo. Y no veía término a esa sensación.

Muchas de esas noches en las que me desvelé acabé sentado delante del ordenador, escribiendo mi despedida como consejero. Era una manera de desahogarme. Porque, además del número diario de fallecimientos, me atormentaba la campaña que estaban dirigiendo contra mí. Redactar mi salida aliviaba el tremendo dolor que sentía.

Pese a la confusión de aquellos días, la primera vez que me planteé la dimisión fue cuando vi la indiferencia dentro del Gobierno a la tragedia de Monte Hermoso. Pero el Consejo de Gobierno del 25 de marzo fue la gota que colmó el vaso. No podía soportar la frialdad que me habían transmitido y su negativa a prestarnos la ayuda que les estábamos pidiendo. Durante aquel debate, un consejero de Ciudadanos me había escrito un mensaje de WhatsApp: “Les da igual”.

No veía solución. No nos iban a ayudar. No lo entendía, pero era así. A lo mejor era yo el problema, y sin mí en la Consejería nos ayudarían. Puede sonar absurdo ahora, pero esos eran los pensamientos que se me pasaron por la cabeza entonces. Trasladé lo que estaba pensando al vicepresidente, a mi viceconsejero y a mi jefe de gabinete. A nadie más. La realidad es que nosotros, con nuestros propios medios, no íbamos a ser capaces de atender la catástrofe sanitaria. Había que hacer algo. Y hacerlo ya.

En ese momento todos me animaron, me quitaron de la cabeza la dimisión y achacaron mi reacción al cansancio acumulado después de tantos días sin descanso. Me sugirieron que me fuera a casa y que descansara. “Al día siguiente verás las cosas de otra manera”. Es verdad que me sentía muy mal física y psicológicamente, pero la indiferencia que había encontrado en el Consejo de Gobierno había acabado por romperme. No me lo podía creer. No lloré porque me cuesta hacerlo. Pero en esos momentos me sentía como si hubiera estallado en llanto.

Me marché a casa y no me conecté a la reunión telemática convocada con los portavoces de la Asamblea para compartir los datos del número de fallecidos en las residencias. Esa reunión se celebró con normalidad y la coordinó en mi lugar el viceconsejero de Políticas Sociales. Les transmitió a los portavoces que no me encontraba bien, sin muchas más explicaciones. Era la verdad, pero se trataba de un malestar que iba mucho más allá de lo físico.

Durante esos meses me engañaba pensando que no dejaba traslucir mi sufrimiento. Nos consideramos más fuertes de lo que realmente somos y nos creemos capaces de esconder nuestras debilidades. No fui consciente de lo que proyectaba hacia el exterior hasta mucho tiempo después, cuando los más cercanos me comentaron algo que, por respeto, no me habían dicho en los peores días: “Tienes mucha mejor cara, Alberto”. Yo me miraba en el espejo y me seguía viendo horrible. Con unas ojeras muy marcadas y con una tremenda desazón en la cara. En los peores días ni siquiera tuve valor para mirarme en el espejo. Siguieron haciéndome comentarios así hasta semanas después de mi dimisión. Algún día, todavía me lo dicen. Definitivamente, la cara es el espejo del alma. Es imposible esconder el sufrimiento.

Pero la noche del 26 de marzo me propuse aguantar hasta que terminara el estado de alarma o a que la situación general hubiera mejorado. Reescribí esa despedida durante muchas de esas noches y lo que puse por escrito es muy fiel a la desesperación que vivía. Es, sin ninguna duda, el germen de este libro. Si alguna vez me pidieran un resumen, les enviaría lo que escribí esos días. Ahí está todo. Ni siquiera lo he hablado con nadie en persona. Y aquí estoy diciendo más de lo que nunca he dicho. Muy pocas personas dentro del Gobierno llegaron a conocer cómo me sentía realmente, y algunos ni siquiera llegaron a darse cuenta de la campaña a la que me veía sometido.

Mi equipo se resintió durante este periodo. Alguno se cayó por el camino. Un día en el pleno de la Asamblea, cuando tuve que explicar la dimisión de un miembro de mi equipo por una enfermedad, fruto del agotamiento que habíamos sufrido, me quejé amargamente de que no conocían lo mal que lo estábamos pasando. Fue una reflexión en voz alta. Una reflexión amarga. Y eso que estábamos ya a 2 de julio de 2020:

Me gustaría aprovechar la ocasión y la oportunidad que usted me da para compartir con todos ustedes unas reflexiones… hay veces que me da la sensación de que determinadas personas no entienden no solo la situación por la que ha pasado la sociedad madrileña sino la situación por la que ha pasado esta propia consejería. ¡Señoría, lo hemos pasado muy mal dentro de la consejería! Lo hemos pasado muy mal en la consejería, lo hemos pasado muy mal en la AMAS y lo hemos pasado muy mal en las residencias y, al final, estoy convencido de que estamos pagando una factura por eso, porque realmente, estar durante tres meses sufriendo… Yo creo que, en muchos casos, muchos de ustedes no son conscientes de lo que supone, en el punto más álgido de la pandemia, salir de la consejería a las 20:00 o a las 21:00 horas y tener que irse a casa sabiendo que habían muerto 300 o 400 personas de nuestras propias residencias. Y eso ha sido muy duro, y eso ha pasado factura sobre todos nosotros y seguro que pasará factura sobre todos nosotros [1].

Igual que esa angustia llegó un día, se fue difuminando con el paso de las semanas, aunque se quedó una tremenda tristeza que nunca me abandonará. Es posible que sea injusto, pero en los días y semanas posteriores me quedó una sensación de que, a pesar del sufrimiento de todos, la mayoría no alcanzaba a entender lo que habíamos pasado en la Consejería. Muchos habían vivido otra realidad, incluso dentro del Gobierno. Algunos se mostraban bastante relajados y no se molestaban en disimularlo. Hablaban de recetas, de libros, de entretenimiento, de una etapa más relajada en sus vidas. Es humana cierta indiferencia al sufrimiento ajeno. Mientras no te toque, puedes estar tranquilo.

De manera paradójica, además de reescribir continuamente mi despedida, otra cosa que me ayudó a salir del pozo fue que me estuvieran señalando y desprestigiando. Eso me convenció de que debía centrarme en mi trabajo y en mi defensa. Me quedaban cosas por hacer.

También agradecí mucho los ánimos de quienes me conocían y de quienes sabían de qué iba la cosa. Pongo como ejemplo un tuit del 19 de abril de 2020 escrito por Raúl Camargo, diputado de Podemos durante la legislatura anterior a la pandemia, muy activo en materia de residencias:

Esto es inaudito: Ayuso quiere cargarle el marrón de las Residencias a Reyero, que lleva ahí solo unos meses y al que encima le quitó las competencias hace un mes… el PP lleva 25 años destruyendo los centros residenciales. Que nadie olvide eso… [2]

Durante la anterior legislatura habíamos estado en desacuerdo en muchas cosas, pero hay que reconocer que teníamos un concepto parecido de la honestidad. Por esa razón, no puedo más que agradecerle que escribiera ese tuit.

Una persona muy allegada también me explicó la situación de una manera muy gráfica en un mensaje privado: “Alberto, esto es como si te acabaran de nombrar director de un camping que lleva 25 años abierto, que se construyó en el cauce de un río y en el que no se ha tomado ninguna medida de protección durante todo ese tiempo. Llega un día, a los seis meses de hacerte con la dirección del camping, en el que se desata la gota fría y su consiguiente riada, y se lo lleva todo; una auténtica catástrofe. Y resulta que el responsable del desastre eres tú. No cuela”. Todos estos comentarios me ayudaron a no rendirme.

 

Notas:

[1] Diario de Sesiones de la Asamblea de Madrid, 0Sesión plenari’, 2 de julio de 2020, p. 11 116.

[2] Raúl Camargo (@camargoraul), «Esto es inaudito…», Twitter, 19 de abril de 2020.

 

Este texto pertenece al libro Morirán de forma indigna, que acaba de publicar Libros del K.O.

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