El Met Breuer, cuyo cierre está previsto para dentro de un año o dos tras un brevísimo periodo de actividad, exhibe ahora las esculturas de cuerda y cáñamo de Mrinalini Mukherjee (1949-2015), una artista con mucho talento que trabaja con fibras y que creció al pie del Himalaya, cerca del accidentado paisaje de Bengala Occidental. Educada por unos padres artistas que, según las notas del Met Breuer, “estaban muy concienciados sobre la naturaleza”, Mukherjee empezó muy joven en la escuela de artes –a los dieciséis años– en Baroda (hoy Vadodara), donde obtuvo el título de Pintura en 1970. Sin embargo, como artista adulta, acabó trabajando sobre todo con fibras –cáñamo o yute– que anudaba para formar, normalmente, figuras masculinas y femeninas reconocibles, cuyas características sexuales eran a veces muy pronunciadas. El Met Breuer, con acierto por su parte, se ha esforzado mucho en promover el arte de personas –con frecuencia mujeres– que provienen de culturas de fuera del centro artístico de Nueva York. Esto significa que, inevitablemente, el canon se está ampliando, que es como debe ser. Mukherjee es un ejemplo excelente de artista no occidental, pero sin duda conocedora del modernismo occidental y, tal vez, del arte con fibras, principalmente femenino, que se estaba realizando en Occidente, y en particular en Estados Unidos, en el último tercio del siglo XX. Su obra es primaria en su carácter emocionalmente directo, y a veces parece estar potenciando un interés en pueblos ajenos a su cultura –africanos, asiáticos del este–, aunque esto es una especulación. Al mismo tiempo, su forma de presentar el cuerpo muestra una franqueza erótica que actualiza su arte, dotándolo de novedad, y que quizá lo diferencia del trabajo que estaban haciendo en el mismo momento los artistas de la India.
¿Qué supone el enfoque católico de Mukherjee para un público neoyorquino? Se puede decir que la obra presenta un primitivismo figurativo, donde surgen sentimientos primarios, e incluso amenazantes, de las complejas formas anudadas que constituyen las figuras que vemos. Pero nos equivocaríamos si consideráramos completamente aparte las obras de la artista; es importante entender que la sensibilidad de Mukherjee participa de una cultura artística mundial (hay que insistir en esto, aunque llevemos décadas haciéndolo). Hoy ya es habitual que nuestras influencias artísticas sean internacionales; sin embargo, aún no se ha intentado dar el salto de comprender a una artista que viene de muy lejos. Mukherjee es una artista con unas dotes exquisitas, que muy probablemente interiorizó lo que se podría llamar una postura feminista, en comparación con otras artistas que trabajan con una orientación creativa tradicionalmente femenina. Ahora, naturalmente, estas oposiciones –entre las actividades masculinas y femeninas– se están viniendo abajo, en especial en Estados Unidos, donde hoy existe un marcado intento de acabar con los supuestos sobre el género y la creatividad. Mi impresión personal es que esto es profundamente problemático: es imposible, en mi opinión, borrar la diferencia biológica intrínseca del género que, de hecho, se hace notar ella misma a menudo en el arte, aunque sea de manera inconsciente. Pero, aún así, podemos ampliar nuestra aceptación de un abanico expresivo más rico gracias a una mayor variedad de artistas que trabajan de forma distinta a como se había hecho antes.
En conjunto, el arte de Mukherjee transmite un carácter totémico –no académico– que se dirige a una presentación emocional de la forma. Esto no quiere decir que la artista se adhiera al emocionalismo, que en realidad es un rechazo de la inteligencia a favor del sentimiento expresivo, lo que puede ser problemático en el arte –especialmente ahora–, como una oposición automática a una época en que el empeño artístico está regido por estructuras intelectuales. Sin recomendar una orientación frente a otra, quizá sea justo decir que la gran inteligencia de Mukherjee se dirige al sentimiento, donde el aspecto formal de la obra sirve de base a su necesidad de mostrar cómo la figura puede seguir dominando un lugar en el arte contemporáneo, sobre todo porque su obra se siente de manera muy profunda y muestra una gran pericia técnica. Lo cierto es que es bastante fácil situar su obra en un contexto neoyorquino, no solo porque el arte contemporáneo ha abierto a conciencia las puertas a toda clase de creación; también porque las creaciones de Mukherjee encajan muy bien en un lenguaje internacional que se practica más o menos en todas partes. Dado que la artista falleció hace poco, se justificaría su inclusión en una estética muy contemporánea, a pesar de que trabajaba a una distancia más que considerable de los centros artísticos occidentales. Ante la ubicuidad de la imaginería, y la facilidad para acceder a ella, en internet o en las revistas, era lógico que acabara existiendo una artista como Mukherjee.
Si observamos las piezas individuales de la artista, vemos que forman una combinación de formas que son, de manera deliberada y simultánea, formas figurativas y abstractas. Black Devil (Diablo negro, 1980) está hecha de cáñamo teñido; es una figura premonitoria en el lado malo de la línea que separa la aserción de la amenaza. El personaje, de pie y teñido de verde oscuro y negro, parece más bien una versión orgánica de Darth Vader, la encarnación del mal en La guerra de las galaxias. Pero esta es una interpretación contemporánea de una escultura cuyas energías han sido construidas por alguien que proviene de una cultura antigua, y la ausencia de rasgos definitorios sitúan al diablo en un lugar de maldad indeterminada (pero genuina). En esta pieza, los pliegues abiertos y patrones entrelazados rodean una columna central: una espina dorsal que define la figura y la sostiene. La obra está hecha íntegramente de cáñamo, un material humilde, y sin embargo es monumental, como si se hubiese realizado con piedra o metal, en vez de con material orgánico. Una pieza titulada Waterfall (Catarata), hecha de cáñamo y algodón, fue realizada un poco antes que Black Devil, en 1975. Es una preciosa obra de arte, un tapiz donde se alternan cintas de color azul y marrón que descienden de lo alto del techo. La parte superior se asemeja a un dintel, cuya estructura fluye con las cintas bajo la barra horizontal que la definen, como si toda la obra empezara arriba a modo de friso abstracto y se desarrollara como cortina de agua. Aquí, la artista muestra un lirismo atípico, que transmite al mismo tiempo destreza y visión. En Estados Unidos se habría aceptado sin duda; Claire Zeisler, la distinguida artista afincada en Chicago que trabajaba con fibras y murió en 1991, realizaba obras que recuerdan bastante a las creaciones de Mukherjee.
Mukherjee también trabaja con cerámica y bronce. Memorial II (2006) es una obra posterior, realizada con bronce. Aunque su parte superior es cerrada y redonda como la cabeza de una bala, la escultura también parece una urna, como si fuera un depósito de cenizas humanas. Al mismo tiempo, es abstracta. Si recordamos que, en sus inicios, la escultura era un monumento dedicado a los muertos, la obra de Mukherjee sería la versión contemporánea de un largo linaje de creaciones visuales interesadas en el recuerdo de los difuntos. Es una obra anónima en sus energías, en el sentido de que no sabemos a quién estamos recordando, y su propia autonomía –su forma cerrada, casi fálica, embellecida con una fina lámina de bronce con arañazos en su superficie, que deja ver al espectador varias grietas y aberturas serradas que acentúan su Gestalt, en vez de apartarse de él– lleva la escultura a la dirección del artefacto visual contemporáneo, aunque uno cuyos orígenes se remontan a milenios atrás. Hemos de ver la obra de Mukherjee como muy antigua y muy nueva, donde el entroncamiento con lo segundo refuerza profundamente su contemporaneidad. Night Bloom VI (Floración nocturna VI, 1999-2000), una bella obra cerámica, consiste en una serie de cintas de cerámica esmaltada de color oscuro y mate, casi negro, que envuelven una figura femenina y adoptan una forma piramidal. Es una obra compleja, muy hermosa, que no prescinde del sentimiento de amenaza u oscuridad, como sugiere su título. También es, en cierto modo, profundamente sensorial y sensual en las curvas de las cintas, que cubren solo parcialmente los pechos de la mujer que estas envuelven. El erotismo, aunque no es del todo directo en el arte de Mukherjee, se suele manifestar con insinuaciones no demasiado sutiles. Parte de la libertad que han podido disfrutar las artistas femeninas desde finales de los años sesenta y principios de los setenta ha sido el retrato directo del erotismo, un tema que Mukherjee no evita abordar en su arte.
Además, el cáñamo, como material, es de por sí profundamente sensorial. Nag Devta (1979), hecha de cáñamo teñido, podría ser una cobra encapuchada o una figura masculina sentada con una prominente erección: es difícil saberlo. El significado del título en hindi es “deidad de la serpiente”, así que la primera interpretación tendría sentido. La capucha de la serpiente, de color verde musgo, se combina con el púrpura oscuro de su cuerpo, que se extiende ominosamente por la pared hasta el suelo. El arte de calidad, como este, concuerda con la propensión de la artista a hacer peligrosa la belleza mediante la agresión de la imagen. El peligro intensifica nuestra experiencia del arte de Mukherjee, y es interesante ver cómo la artista fusiona la artesanía, la imaginería religiosa de la tradición hindú y el estilo contemporáneo de su visión. Es un arte que el mundo artístico de Nueva York puede identificar sobre todo como extranjero, aunque el proceso de Mukherjee sea plenamente contemporáneo e internacional en sus implicaciones. La última obra en bronce, llamada Outcrop (Afloramiento, 2007-2008), nos muestra una masa redonda, como de piedra, que consiste en láminas finas de bronce de colores apagados. Algunos de los planos están apilados unos encima de otros, mientras que otros, sobre todo en la parte superior de la escultura, se ondulan y le dan a la pieza un aspecto más complejo. La masa parece casi una pila informe, y tal vez ese es el propósito de la escultura; se abstiene de cualquier afinidad con la cohesión clásica, incluso las versiones sensuales que vemos en la escultura india, a favor de una masa posmoderna intuitivamente imaginada, en vez de montada así adrede. La destreza formal supone un cierto conflicto en los círculos artísticos contemporáneos de Occidente, que rehúyen de la pericia a favor del contenido. Pero Mukherjee parece haber fusionado con inteligencia las habilidades técnicas en las cuestiones del erotismo y también de la espiritualidad. No podemos pedir mucho más.
Mukherjee demuestra algo importante sobre el arte actual, en concreto que estos asuntos no se circunscriben a la provincia del mundo artístico occidental. Esto, ahora, es seguramente una evidencia que no habría que repetir, pero no se presentan y exhiben artistas de culturas lejanas con tanta frecuencia como podríamos imaginar. Mukherjee es una artista de considerable interés para nosotros, no tanto por sus métodos y sus temas como por la contemporaneidad de un formato en un momento en que aún tendemos a hacer hincapié en el arte y los artistas que conocemos bien. El erotismo y la forma sensual de su arte tienen un larguísimo recorrido en la India, pero también es cierto que sus inquietudes pueden encontrar su homología en muchas obras realizadas recientemente en Estados Unidos y Europa. La similitud del vocabulario es más complicada y, tal vez, más inquietante de lo que podríamos imaginar. Una de las cosas perturbadoras de la cultura artística es su creciente parecido entre distintas geografías. Esto limita el espectro de nuestro vocabulario artístico. Pero la situación es inevitable, dada la conciencia mundial de la imaginería y la cultura. Es bastante preocupante ver cómo las culturas se fusionan acomodando influencias que solo podemos experimentar como una homogeneización del pensamiento y la forma. La diferencia lo es todo en el arte. De modo que es interesante que Mukherjee sea lo bastante original en su trabajo para mantener el tipo de independencia que querría la mayoría de su público. Al mismo tiempo, una buena cantidad del placer deriva de la concurrencia de metodologías de lugares que están a miles y miles de kilómetros de donde se practicaron. Está bien que no podamos mezclar completamente nuestras diferencias visuales; si esto fuese posible, estaríamos sujetos a una absurda uniformidad que transmitiría una semejanza inerte, aunque los profesionales del arte difieran mucho en el sentido personal. El excelente arte de Mukherjee deja claro que no tenemos que renunciar a nuestros orígenes, aunque encontremos un terreno común cercano a otros artistas mientras ampliamos nuestra práctica. En este sentido, Mukherjee es claramente una artista de nuestro tiempo.
Traducción: Verónica Puertollano
Original text in English