Me mudé al oeste para escapar del este. Me quedé en el oeste para informar al este. Esto sucedió a finales de los sesenta, cuando el movimiento contra la guerra EN Vietnam y su corolario estaban en pleno auge. Siempre aparece ese tren cuando uno tiene apenas veinte años y no hay nada –sea amor, familia, trabajo, hipoteca o escuela- que nos ate.
Arizona, sugirió alguien con un gesto y un guiño. Arizona. No sabía nada sobre el más joven de los estados por debajo del paralelo 48, excepto que tanto Barry Goldwater como la marihuana venían de allí, y pensé que merecía la pena explorar un lugar en el que esas dos circunstancias estaban en juego. Salté a ese tren y aterricé en Tucson.
Apareció una barraca de adobe con dos habitaciones en un barrio de clase obrera lleno de casas similares alquiladas por 150 dólares al mes. Un amigo y yo nos quedamos con ella. La ventana de mi habitación daba a dos solitarios saguaros. Cada mañana me despertaba como en el set de un Western de segunda clase. Estaba en marcha entonces un activo movimiento contra la guerra y ME encontré EN un oasis de trabajo para un freelance: una ciudad fértil sin competencia a la hora de escribir para la prensa contra el estado o revistas de la cultura alternativa como Crawdaddy!, Fusion, o Rolling Stone, que entonces tenía dos años de vida. Así que podía escribir tanto de asuntos importantes como de la mitología del suroeste americano.
Para Crawdaddy!, por ejemplo, escribí sobre la verdadera Rosa’s Cantina en la ciudad de El Paso y sobre los trabajadores de la fábrica de fundición de cobre que se dejaban caer por las tardes en este bar. Para Fusion, sobre los vaqueros psicodélicos del norte de Nuevo México. ¿Y para el quincenal Rolling Stone? Me enviaban una asignación de 50 dólares por número por el simple hecho de estar en guardia y ofrecerles a ellos mis historias antes que a nadie. Me las arreglé para que un grupo guay de música country tocara para los encarcelados en una prisión de mínima seguridad que se negaron a ir a la guerra y escribí el reportaje para Rolling Stone. Tal cual.
La gente, los temas, la tierra, el aire, la música y, sí, por supuesto el idioma. Todos estos ingredientes contribuyeron a forjar mi nuevo Oeste. Agarré una pancarta para participar en una manifestación a favor de los trabajadores del campo ante la sede de Safeway. Me uní a otra marcha en contra de ciertos conceptos acerca de la desigualdad predicados por una universidad mormona. (Eso ocurrió en medio de un partido de baloncesto de la universidad. ¡Tío, éramos famosos!). Una noche, me uní a un grupo clandestino llamado los Eco-Raiders (salteadores ecologistas) y escribí sobre sus esfuerzos para combatir la descontrolada expansión urbana. Mientras que las protestas contra la guerra de Vietnam eran un recordatorio constante de la problemática mundial, el desierto del suroeste me enseñaba la fragilidad y permanencia de la tierra.
No sólo me había mudado al oeste americano. Me había ido a vivir a una región con una insólita línea trazada en ángulo recto que sigue la frontera internacional. El norte de Sonora y Chihuahua tiene mucho en común con Nuevo México y con cara-seca Arizona, como la llamaba Jack Kerouac. México también se convirtió en parte de mi universidad y yo en uno de sus alumnos. Pasé temporadas en Bisbee, Silver City, Cananea, en Walsenburg, El Paso-Juárez, Morenci, Ciudad Chihuahua, Douglas-Agua Prieta… Muchas de esas ciudades tienen grandes minas y fundiciones por eso eran algo más que pintorescos destinos en un mapa.
No puedo explicar por qué me siento tan atraído por los asentamientos mineros y sus historias. Viajando por ciudades donde se extraía y procesaba cobre, zinc y carbón he encontrado una verdadera sensación de parentesco con los mineros y sus familias. Ciertamente no se trataba de envidia. Nunca tuve el menor deseo de descender cientos de metros bajo tierra y extraer mineral, o calibrar explosivos en un pozo. Tampoco quiero conducir un ciclópeo camión amarillo con los neumáticos con un diámetro tres veces el tamaño de una camioneta. No tenemos antecedentes comunes. Los pueblos mineros y yo no compartimos ninguna clase de pasado. Sin embargo, una y otra vez los mineros me han invitado a sus casas y he tenido el privilegio de escuchar historias familiares y recuerdos colectivos, atender explicaciones sobre emocionantes canciones y leer cartas inéditas. Ha sido –al menos por lo que a mí respecta- un honor y eso me ha resultado enormemente beneficioso.
A finales de la década de los setenta, los más de 3.600 kilómetros de frontera entre Estados Unidos y México era un lugar cálido y acogedor (y todavía lo es, hasta cierto punto, pese a que ya nadie me cree). Viajé por ese tercer país encajonado entre dos grandes potencias, escuchando a los fronterizos y transcribiendo mis sensaciones. En aquel momento, sólo otro periodista viajaba por la frontera en aquel momento. Era un colega de The New York Times que me invitó a colaborar en su periódico. Así que eso es lo que hacía: escribir sobre el Oeste americano para gente del Este, en gran medida a tiempo parcial y como un colaborador independiente, en una región tan llena de vida como de aristas.
Me pedían que escribiera acerca de asuntos convencionales, como casos judiciales, puntos de vista regionales sobre tendencias nacionales y todo tipo de pintorescas investigaciones universitarias. Sin embargo, lo que los editores nunca dejaban de apreciar –y para lo que siempre estaban dispuestos a hacerme un encargo- eran historias a pie de obra, sobre el terreno, especialmente las que recordaban el Viejo Oeste: carreteras tan polvorientas como las botas y alambre de espino. La imagen en que ellos tenían acuñado el suroeste fue cumplidamente atendida por mi empeño en no defraudarles. Como gesto de consideración a mis editores, planté un cartel sobre mi máquina de escribir: “RECUERDA: LOS COWBOYS DEAMBULAN, LOS HOMBRES DE NEGOCIOS AVANZAN A ZANCADAS, LOS MARIACHIS PASEAN”.
Un día, me enteré de que un juez de origen yaqui había ayudado a un club de judíos jubilados a localizar antiguas tumbas hebreas en el cementerio Boothill de Tombstone. La ceremonia de consagración iba a celebrarse esa misma semana. Por increíble que parezca era una historia del viejo Far West en la que estaban implicados indios, judíos y cowboys. ¡Un triplete! En cuanto me enteré, y casi sin resuello, llamé a la sección de mayor de noticias del New York Times. En lugar de las consabidas preguntas de rigor me dieron luz verde de inmediato para que escribiera una pieza sin limitación de espacio y me asignaron un fotógrafo.
A la hora de proporcionar una interpretación del suroeste para los lectores del este, por lo que a mí respecta, he tratado de dar una imagen ajustada a la realidad. Mi credibilidad terminaba ahí. Para presentar una historia, escribíamos primero el artículo a mano o a máquina, que posteriormente dictábamos en conferencia a larga distancia una de las cabinas de grabación del viejo edificio del Times al oeste de la calle 43. Una batería de teclistas supervisaba lo que volcábamos en sus aparatos. Pro-nun-ciá-ba-mos cada palabra, especialmente los nombres, que debíamos deletrear. Teníamos que decirlo todo siempre con cla-ri-dad, incluso los signos de puntuación. Los encargados de hacer la transcripción no dudaban en volvernos a llamar si había la menor duda sobre puntuación, párrafos…
En una historia sobre el más diminuto villorrio fronterizo, Antelope Wells, Nuevo México (población: 2), escribí acerca del paso anual de ganado, un evento que atrae a cowboys, tratantes de ganado, inspectores del Departamento de Agricultura, ganaderos y funcionarios de aduanas de los dos países. Mientras me dirigía al teléfono público más cercano para enviar mi crónica, situado a 8 kilómetros, di con la forma para darle más color al artículo: describir el fuerte aroma a café de un furgón-cocina que era servido a los vaqueros al despuntar el alba por “un puñado de cocineros mexicanos”. Al día siguiente, para mi vergüenza, leí en el Times que el evento había atraído “a un puñado de bandoleros mexicanos.”
Disfrutaba interpretando el Oeste para el Este. Un día en el que hacía una temperatura agradable, mientras charlaba con un redactor jefe, me preguntó qué era el estrépito que se oía de fondo. “Oh, es el sistema de acondicionar aire refrigerado por evaporación”, le dije con toda naturalidad, pero eso fue como si le hubiera dicho que era mi perro que estaba ladrando. “¿El qué?”. Le expliqué que estos sistemas de acondicionar trabajaban como si fuesen una toalla húmeda y fría que se pone sobre la rejilla de un ventilador eléctrico. El asunto suscitó un vivo debate entre los editores, intrigados por el exótico artefacto. ¿Debían encargar un artículo acerca del sistema del aire acondicionado de los pobres?
En uno de los artículos que escribí incluía la palabra campesinos. Un responsable de la sección de edición me llamó para que tradujera el término. Di rienda suelta a mi exasperación preguntándole si no estaba de acuerdo en que “campesino” era una de esas palabras extranjeras que había sido absorbida por el inglés contemporáneo. La línea se quedó en silencio total durante unos segundos. “Te voy a decir algo”, me dijo finalmente. “Me pondré a estudiar español en cuanto ellos empiece a estudiar yiddish”.
Tocado.
Una mañana el teléfono empezó a sonar a las 7 en punto. Señal casi siempre de que alguien en la costa este no estaba familiarizado con los husos horarios. Era un editor de la revista Esquire que, después de describir el asunto que le interesaba en Texas me preguntó si podía “darme de inmediato una vuelta por Houston”. Tuve que informarle de que si ambos empezábamos a caminar al mismo tiempo probablemente él llegaría a Houston antes que yo.
El ritmo de vida del suroeste, su relación con la naturaleza y los ocasionales brotes de fuerza bruta, supongo sean los factores que han hecho que yo siga aquí. Traté de irme. En dos ocasiones: la primera a un emplazamiento en la bahía de San Francisco; la segunda a Austin, Texas. Ninguna de las dos aventuras duró más de seis meses. Siempre mantuve abierta mi casilla en la oficina de correos de Tucson. Sabía que volvería.
Thornton Wilder vivió en el sur de Arizona en varias etapas de su vida, una vez en Tucson a mediados de los años 30, justo semanas después de que Our town subiera por primera vez a un escenario de Broadway. Un día a comienzos del verano le preguntaron qué le parecía su hogar temporal. “Me gusta mucho”, contestó, antes de matizar su respuesta. “Tiene tres desventajas, dos de ellas tienen arreglo. Echo de menos una gran biblioteca en la que sumergirse. Y echo de menos buena música. Pero llegué en el momento equivocado del año”.
Los dos primeros problemas, la biblioteca y la buena música han sido ya resueltos, pero no la tercera desventaja de Wilder. En más de cuatro décadas que llevo viviendo aquí, desde que llegué un mes de agosto, nunca me acostumbré al calor implacable del verano. Nunca me gustó, y cada año reniego diciendo que será el último verano que pase aquí. El sol te agujerea el cráneo, reseca las neuronas que lo hacen funcionar y te deja hecho una estúpida piltrafa. Al igual que Thornton Wilder, llegue en el momento equivocado del año.
El resto del año, necesito el desierto. No todo el tiempo, por supuesto, pero inhalar su aroma de vez en cuando te despeja los pulmones y te recuerda que no estás nunca lejos del todo de una amenaza incierta. Necesito la frontera por su sentido anárquico de la realidad. Necesito Bisbee (población: 6.800 almas), por la insospechada satisfacción que te hace sentir. Me gustaría contar con un buen río y que todo fuera más verde, pero entonces no sería el desierto del suroeste.
Este artículo fue publicado originariamente en West of 98: Living and Writing the New American West (University of Texas Press).
Tom Miller es periodista y escritor. Entre sus libros destacan Revenge of the Saguaro: Offbeat Travels Through America’s Southwest, On the Border (hay versión española, En la frontera, publicado por Alianza Editorial México) y The Panama Hat Trail (en español, La ruta de los Panamás, publicado por Debate). Ha escrito artículos para The New York Times, The Washington Post, The New Yorker, Smithsonian, Natural History y Rolling Stone. En la actualidad prepara un libro sobre Don Quijote. Su página web, aquí.
Traducción: Cristina Jiménez Ordaz, revisada por Regla Albarrán