Es fama que todo se degrada, todo termina. Todo decae. Lo que creías eterno se desploma lentamente, como dicen los astrónomos que ocurre con las estrellas: a diferencia de las Supernova, cuya muerte repentina es resultado de una mega explosión, casi como a la manera de nosotros, la especie humana, las estrellas, decía, una vez que han consumido todo su hidrógeno, dependiendo de su masa y tamaño, tardan un par de cientos millones de años en extinguirse por completo, tiempo durante el cual siguen emitiendo la luz que fascina a quienes, pequeñas hormigas, las observamos desde aquí, parados sobre la faz de la Tierra, admirados, hechizados por su brillo eterno, noche tras noche. Arriba en el cielo se ven tan cercanas y a la vez tan lejanas, plenas de luz, en realidad, dice la ciencia, heridas irreversiblemente de muerte.
Nada dura, nada es para siempre. Lo dijo incluso Marx, pensador al que detesto, no precisamente sensible al sufrimiento siquiera de sus propios hijos pequeños: todo lo sólido se desvanece en el aire.
Sin embargo, hasta los canallas pueden tener razón.
A mí me ha ocurrido nacer y renacer en más ocasiones de las que hubiera deseado, en distintas partes, bajo distintos cielos del planeta.
Las estrellas en cada sitio en que ello me ha pasado, mantienen la peculiar, única forma de luz que emiten: quizá en realidad me he pasado la vida observando la luz de la muerte, no de la vida.
He cambiado tantas veces de casa, de país, que a ratos me olvido que tengo, en algún lugar, una casa para siempre. Siempre es una palabra tajante, categórica, que no admite dudas ni preguntas. Siempre puede ser una palabra ridícula.
Empero, se trata de una palabra que también recorre cada una de las 534 páginas del espléndido, en verdad exquisito ensayo La casa de la vida, de Mario Praz, el célebre Caballero italiano del Imperio británico y autor del conocidísimo estudio La carne, la muerte y el diablo en la literatura romántica.
Afirma J.F. Ivars, categórico, que la vida de Mario Praz no fue fácil, hombre prolífico, catedrático y conferencista en las mejores universidades del Reino Unido, una sombra de soledad le acompañó durante largos años de lectura y escritura.
Y de eso trata, precisamente, La casa de la vida: del dilatado y detallado testimonio del transcurso de una vida, la de Praz, en su apartamento de la Via Giulia, en Roma, conocido también como el palazzo Ricci, o Palazzo Primoli, integrado al Museo Napoleónico tras la muerte de su célebre y único habitante. No es extraño: Mario Praz vivió y experimentó su casa como una suerte de museo, neoclásico, Biedermier, Segundo Imperio y Regencia,a de su propia existencia. Cada habitación, cada mueble, cada objeto decorativo, cada pintura, el paso de la luz y de las sombras al interior del palazzo Ricci son descritas de manera puntual, en una suerte de prosa densamente proustiana y en absoluto ajena a las emociones que uno encuentra en À la recherche du temps perdu.
Me atrevo, como prueba de respeto y admiración por Mario Praz, quien además vivió una larga vida, dichosa o no, qué importa, a reproducir la bella carta que le envió el seis de septiembre de 1926 a Doris, la misteriosa y a la vez omnipresente dama inglesa en el libro y la vida de Praz:
“No sé si lo has hecho a propósito, pero tu retrato me ha llegado precisamente hoy, día de mi trigésimo cumpleaños. Naturalmente ha sido el regalo más delicioso que me han hecho en esta circunstancia. Creo mirarlo aún con más afecto del que miro la psique Directorio, el soberbio espejo basculante, absolutamente único, que me he regalado a mí mismo el día de hoy ―un espejo que vale 52 libras esterlinas o 700 liras italianas: ¿no te parece que estoy loco? Ay, cuando veo una cosa bella, no puedo resistirme: debo poseerla: con los espejos, los muebles y los libros, afortunadamente es solo cuestión de dinero; con los seres humanos, desgraciadamente, las cosas no son tan sencillas.”
El mismo Praz cuenta cómo se sintió cuando, invitado como Senior Lecturer in Italian por la universidad de Liverpool, se encontró con Doris y su malencarado y flemático marido, sabedor de la relación extramarital de su esposa con el comensal italiano, en una elegante casa de Chatham Street, su incomodidad, su fastidio ante la situación, la exacta comprensión de los orígenes de su propia desdicha, la misma que nunca lo abandonaría:
«No era solo el efecto de la luz de las velas, pero ciertamente aquella luz cálida y tenue, de abajo arriba, armonizaba extraordinariamente con la tez levemente sonrosada y con los reflejos cobrizos de los cabellos, y con los grandes ojos color avellana que tenían algo del inquieto estremecimiento de los ojos de los antílopes cuando advierten un peligro. No era una mujer segura de sí misma, como tampoco era yo un hombre seguro, que me sentía solo y desarraigado en este ambiente nuevo.”
No pretendo poseer ningún mérito adyacente a la desmesurada figura de Mario Praz, mucho menos a su inigualable prosa, pero vaya que he conocido la soledad y el desarraigo durante los primeros y complicados meses que me lleva el aterrizaje en cada nueva ciudad, en cada país distinto, en cada casa esperando ser habitada por el extraño por quien poso y ahora ocupa mi lugar (la frase no es mía: es un verso del poeta cubano-americano Orlando González Esteva).
¿Qué piezas y mobiliario portamos entonces quienes vivimos cambiando de casa, alternando países y ciudades que terminan por volverse en rostros familiares, con excesiva suerte, me ocurrió apenas ayer, en unos ojos deslumbrantes como la luz de las estrellas?
Tengo para mí que la única respuesta está en la forma en que amueblamos nuestra memoria, nuestros recuerdos, nuestros olvidos, nuestros amores, a más o menos no negar jamás (otra palabra contundente) nuestros desamores. La manera en que recuerdo mis años en Chicago, en Lisboa, en Londres, en Detroit, Michigan United States of America, constituyen también una manera de acomodar, de ordenar, de amueblar mi mente y mi corazón: o si ustedes así lo prefieren: mi corazón y mi mente.
Dice otro poeta, T.S. Eliot, que: En mi principio está mi fin / Una tras otra / Las casas se levanta y se derrumban, / Se desmoronan, las amplían / Las trasladan, las demuelen / las restauran, / O queda en su lugar un campo raso (traducción: José Emilio Pacheco).
Maldiciones, ¿será que en realidad he vivido todo este tiempo en un endemoniado campo raso?
Añade Eliot en versión de José Emilio ―que en paz descanse, maestro de generaciones excepto de los viles poetitas y escritorcitos insulsamente mexicanos que no pierden la ocasión para arremedarlo: Hogar es el lugar del que partimos. / A medida que envejecemos / El mundo se nos vuelve más extraño, más compleja / La ordenación de muertos y vivos.
Yo también regreso a mi principio, o quizá a mi fin, eso está por verse todavía.
Quiero decir que las estrellas que observamos, sostenidas en la profundidad de la noche por el mero efecto de la luz que irradian, esas estrellas están, de hecho, degradándose, expirando y muriendo rápido o, no lo sé, no me dedico a la astronomía, quizá demasiado lentamente, si es que es posible morir a la velocidad de la luz.
Sin embargo, para quienes vemos con una mirada atenta, pausada, hacia arriba, hacia las estrellas, quiero decir: las estrellas también son inmortales ―tal como el recuerdo, espero que no sea del todo fugaz si tengo suficiente suerte, de ciertos ojos, de un vaso bien servido del veneno que preciso para seguir viviendo en medio de tanta muerte, nos convertimos en mirones de estrellas en plena condición de falsa eternidad. Eso tampoco lo sé.