Primero fue el mail de Jaime G. Mora, un reportero que todavía no sabe que lo es. Me comentaba –entre otras cosas– la calidad de la fotografía que Guillermo Cervera le hizo en el año 2009 a un travesti de Kabul.
Una hora después envié a Jaime la crónica –Manicura y talibanes– que escribí de ese travesti: era el otro lado del espejo de Steve McCurry y la niña afgana que fotografió en 1984 para National Geographic.
Inesperadamente, una hora después de enviar en PDF la mirada del travesti, Guillermo me llamaba para decirme que esos ojos ya no existen: “Lo han matado, tío”.
Lo asesinaron hace unos meses y nos enteramos la semana pasada.
Se llamaba Zabi, y lo primero que me llamó la atención cuando lo conocí fue su mano derecha. Tenía algunos anillos y dos largas uñas rosas que sobresalían de sus dedos meñique y pulgar.
–¿Por qué te recortas las uñas de tus tres dedos centrales? –le pregunté.
–Para poder cerrar bien el puño y pegar mejor –me respondió.
Zabi volvió a extender su mano derecha para señalar las cicatrices de navaja que se dibujaban en su muñeca, entre sus dedos: no es fácil ser travesti en Afganistán.
Ese día fuimos a ver cómo Zabi actuaba en un restaurante putrefacto de Kabul, y el baile underground terminó como tenía que terminar: mal. El encargado no había informado al dueño que en el reservado actuaba un travesti, y al dueño, enfurecido, le faltó un milímetro para echar a Zabi del local a culatazos de kalashnikov.
–Lo dice el Corán: los que matan a gente como esta tienen un lugar reservado en el Paraíso –dijo un pashtún que andaba por ahí.
El cuerpo sensible de Zabi ha sido finalmente descuartizado, y los que lo han roto a pedazos deben andar convencidos de que Dios ya les tiene preparado un reservado.
Desde que me llamó Guillermo para contármelo, el asesinato de Zabi –cómo murió, quién lo mató, dónde está sepultado– ha entrado en mi propio reservado: el de los reportajes que siento que debo hacer. Superando incluso a uno que ya he titulado aunque nunca lo acabe escribiendo: Sastres de Kabul, la historia de Afganistán –monarquía, república, soviéticos, señores de la guerra, talibanes, estadounidenses– a través de los tres sastres a los que mi padre vendió tejidos de lana entre 1971, año en que aterrizó por primera vez en Afganistán, y 1979, cuando la invasión soviética cortó el comercio entre Sabadell y Kabul.
A Zabi –de etnia tajika– no lo han asesinado los talibanes. Lo han descuartizado pashtunes que no son talibanes: en Afganistán, no hace falta ser talibán para serlo. Lo mataron después de actuar en una boda en Kabul, y su muerte, tremenda, es una advertencia a la treintena de travestis que suelen actuar en las fiestas de la capital afgana.
Afganistán –apenas se escribe sobre este tema– es un país de fuertes cortocircuitos sexuales. Incluso en pleno frente bélico: la pasión, por ejemplo, con la que los soldados del ejército afgano muestran en sus Nokias grabaciones de chicos adolescentes –vestidos o no de mujer– bailando en bodas, bailando succionados por una fuerza que no se puede explicar. Sólo se puede sentir.
“Los afganos aman las flores, aunque no tienen agua para regarlas –escribe el reportero estadounidense Jon Lee Anderson– (…) No tengo una explicación sobre esta afición masculina por las flores en una sociedad tan ruda como la afgana. Hay en este país un romanticismo que no es nada conocido en Occidente, que atraviesa toda su cultura y trasciende las barreras de los sexos, nuestro entendimiento de qué le debe gustar a un hombre y qué le debería gustar a una mujer”.
Afganistán es un país de cortocircuitos sexuales y paisajes que parecen de otro planeta.
Hashmat Khan es uno de esos paisajes, y –no sé por qué– cuando me pregunto dónde han enterrado a Zabi me viene a la mente esa masa rocosa de Kabul. Una masa que se eleva inútilmente. Por mucho que los pliegues geológicos de su vertiente asciendan hacia la cima, la sensación es de sima, de caída al abismo: en la ladera de esta montaña entierran los cuerpos de los suicidas que se vuelan en Kabul.
Mohamed Yusuf, el enterrador, esperaba hace un año la llegada del cadáver de Nizamuddin, un joven de Kabul que se acababa de estallar en una furgoneta Toyota con setecientos kilos de explosivo. Los talibanes celebraron la muerte de cinco soldados estadounidenses y uno canadiense que viajaban en el convoy atacado. Pero nada dijeron de los doce civiles afganos asesinados en la brutal explosión. Entre ellos, una mujer que quedó tendida en el suelo: nadie se acercó a ayudarla porque la onda expansiva la había dejado medio desnuda.
–Cuando me lo traigan, le daré sepultura –decía el enterrador del cuerpo del suicida. Y lo sepultó. En silencio. En soledad. Porque Afganistán no es Palestina: aquí nadie reclama el cuerpo del suicida. Aquí no hay vídeo de mártir, no hay iconografía de paraíso photoshop. Aquí, las flores se pudren en la intimidad.
Nizamuddin se estalló al volante del Toyota en un embotellamiento de coches a los pies de Darul Aman, el palacio en ruinas de Kabul. Y alguien, frente al enorme boquete que abrió la explosión, dejó la fotografía de Ghulam Mustafá, un adolescente muerto en el atentado. El adolescente fue enterrado con los suyos: tenía una identidad. Si nadie hubiera sabido su nombre ni nadie hubiera reclamado su cuerpo lo habrían enterrado en Hashmat Khan: porque en esta ladera, tocándose, se entierran a los terroristas suicidas y a sus víctimas sin identidad.
¿Qué identidad tenía Zabi? ¿Qué fotografía tendrán sus hijos para que recuerden a su padre?… Sí, sus hijos. Porque Zabi me contó que tenía novio, “él es muy fuerte”, pero se calló que también tenía mujer y dos hijos pequeños: a ellos enviaron su cuerpo descuartizado.
La realidad, tan infinita, tan triste y geológica en Afganistán, lo oscurece todo. Incluso las cascadas de luz plateada –el cielo era gris– que el movimiento de las nubes iban ese día derramando sobre los pliegues del Hashmat Khan.
La semana pasada, inmediatamente después de que Guillermo me informara del asesinato de Zabi, envié un mail a Jaime para contárselo.
“¿Sabes qué es periodismo? –le decía en el correo–. Yo te lo contaré. Periodismo es que a las nueve de la noche tú me digas que la foto del travesti te llegó dentro. Es que a las diez yo te envíe en PDF la mirada de ese travesti. Y que a las once me llame Guillermo para decirme que lo han matado… Sí, Zabi, el de las tres uñas recortadas para cerrar bien el puño y pegar más fuerte. El de la entradilla que te gustó. Su cuerpo ha sido descuartizado en Kabul. El periodismo –el reporterismo– es esto”.
¿Es esto?, me pregunté tras clicar la opción enviar. “Vaya… Pues lo cierto es que se me ha quedado mal cuerpo”, me contestó Jaime.
¿Debe el reporterismo dejar mal el cuerpo?
Probablemente. Porque el reporterismo es algo más que escribir un reportaje. Es como la banlieue parisina, el independentismo catalán o la mirada de un travesti afgano: es un estado de ánimo. Una manera de abrir los ojos. Y de volverlos a cerrar.
Plàcid Garcia-Planas es reportero de La Vanguardia y autor de Jazz en el despacho de Hitler.