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Muerte en Tijuana, la esquina de México

 

El fuerte olor a formol inunda el cuarto, nadie lo percibe. Ni Marco Antonio Tapia Valdés, ni el cuerpo recostado sobre la plancha. Los dos han perdido el sentido del olfato. Uno debido a la rutina, el otro a causa de una bala. Quizás, al igual que Marco, los vecinos de la colonia Juárez se han acostumbrado a muchas otras cosas como las carrozas, los llantos y los arreglos florales. Tanto, que ya nadie dirige la mirada hacia ese auto donde un cuerpo espera entre sábanas al chófer para dirigirse a la funeraria.

 

“Seguro estaba en estado de putrefacción”, comentó Marco al saber que el copiloto de la carroza fúnebre, estacionada en la acera de enfrente, vomitaba por la puerta entreabierta. Otra esencia que reconoce y no le causa sorpresa, pues entre los 5 o 10 cuerpos que embalsama a diario, algunos están en mal estado.

 

Lleva doce años trabajando como técnico embalsamador –nombre con el que define su profesión– en la funeraria gubernamental del Desarrollo Integral de la Familia (DIF). La primera de varios negocios con el mismo giro ubicados en menos de 200 metros sobre el bulevar Fundadores de Tijuana, al que también podría llamarse “de la muerte”.

 

La calle Coahuila tiene una cara más colorida que la del “bulevar de la muerte”, pero igual de ojerosa. Famosa por su vida nocturna, es el símbolo de la fiesta tijuanense, sobre todo para los norteamericanos ávidos de sexo y diversión ilimitada. Ahí, en vez de ataúdes, es común ver a prostitutas o gringos bailando al son que les pongan, mientras el alcohol y los dólares no acaben. Sus establecimientos apestan a cigarro, cerveza derramada y sudor.

 

En el mítico bar La Estrella la cumbia no para.

 

“Ese botecito que Dios te dio,

no es para que se lo coman los gusanos.

Ese botecito que Dios te dio,

es para que lo gocemos los humanos”.

 

El final es inevitable. Los gusanos se darán un banquete. Entonces, el bulevar destinado a la única certeza que tenemos al nacer, es tan natural como la vida misma.

 

El origen de la cara actual de la calle Fundadores es el edificio del Servicio Médico Forense (SEMEFO), fundado en 1984. Por sus puertas de cristal pasa todo aquél, mexicano o extranjero, que muera en territorio azteca. Es obligatorio descansar sobre las planchas metálicas hasta que un médico forense avale la causa de la muerte y dé luz verde para salir de ahí. Una libertad que ya de nada sirve. Si nadie reclama el cuerpo, puede que resida un mes en alguno de sus 40 refrigeradores, hasta ser enterrado en una fosa común.

 

El frío juega un papel esencial para un cuerpo muerto. Tijuana goza de un clima templado la mayor parte del año, pero en verano el termómetro puede llegar a marcar más de 30 grados centígrados. Algo no muy bueno para la conservación de los cadáveres. Menos, cuando junto con la brisa del Pacífico, una ola de violencia azota la ciudad.

 

Gerardo Arguiles, propietario de la Funeraria González, fundada en 1928, no considera que la violencia esté directamente relacionada con la proliferación de negocios que brindan servicios funerarios. A pesar de que su competencia se ha duplicado en los últimos diez años. Para él, “es una cuestión natural, la ciudad ha crecido rápido”. Su negocio es el más antiguo en esta frontera. Perteneció a la Familia González hasta 1999, cuando fue vendido a una empresa canadiense. En 2002, regresó a manos mexicanas y hoy compite con otras veintitrés funerarias.

 

La estadística no miente. El estado con mayor tasa de crecimiento de México (5%) es Baja California y duplica la media del país. Más vivos, más muertos, como bien dijo el señor Arguiles. Pero no hay que ignorar los datos ensangrentados. En 2010 –el año más violento en el sexenio de Felipe Calderón– murieron 15.400 personas en la Baja, según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Del total, casi la mitad fueron a causa de la violencia. Decirlo es fácil, pero recoger en promedio 27 asesinados al día es otra historia. “El primer cuerpo baleado que fuimos a levantar sí me impresionó”, confiesa Marco, quien entre sus obligaciones tiene que ir al lugar de los hechos a recuperar los cadáveres.

 

En Tijuana, la Secretaría de Seguridad Pública de Baja California contabilizó 688 homicidios en 2010. Y ese año vive en la memoria de Marco. Para él, la violencia se mide en el número de fallecidos que van a dar a las fosas comunes. En esa época, la cifra era de 15 cuerpos cada semana, en contraste con los 6 u 8 actuales. La señal es clara. El índice de criminalidad está bajando.

 

La mayoría de los residentes de las fosas llegaron ahí violentamente. Podría decirse que nadie escoge su muerte, pero muchas veces la manera en que damos el último suspiro relata nuestra vida. La tristeza y la vergüenza se vuelven una cuando algunos familiares se enteran de las circunstancias en que murió el susodicho. Nadie los reclama. Tampoco los embalsaman. Es inútil, pues no se velará a un cadáver con 30 balazos o mutilado.

 

La nueva modalidad de los cárteles mexicanos es destazar los cuerpos. Lo harán por sanguinarios, para causar terror o por impresionar, vaya usted a saber. La cuestión es que esta violencia extrema ha hecho que la morgue se llene de cuerpos sin rostros o extremidades. En esos casos, se registra el deceso y se entierran lo más pronto posible. En cambio, la pérdida de un miembro a causa de un accidente tiene otro tratamiento. La pierna o brazo mutilado se embalsama igual que el resto del cuerpo para después ser recolocado en su lugar antes del velorio.

 

Los otros muertos sin lápida suelen ser inmigrantes. La esquina de México, sobrenombre con el que se conoce a Tijuana, recibe anualmente miles de personas en busca del sueño americano. Llenan sus panzas de tacos mientras un golpe de suerte les permita comer hamburguesas. Tan sólo en 2010, se contabilizaron casi 123.000 extranjeros residiendo en el estado de Baja California. La pesadilla es no poder entrar a Estados Unidos para convertirse en una estadística más del infortunio. Morir lejos de la tierra que los vio nacer es tan sólo una calamidad más.

 

Marco sabe que sin importar la raza o el color de la piel todos tenemos las mismas entrañas y apestamos igual de mal tras varios días de haber fallecido. El anfiteatro de 5 por 8 metros con paredes blancas donde se preparan los cuerpos podría ser una sádica oficina de migración. En sus dos planchas y seis camillas se han recostado personas de Argelia, Italia, China y Estados Unidos, por mencionar solo algunos. La hazaña de un africano, oriental o latino que viajó miles de kilómetros sobre sus pies hasta Tijuana, se vuelve más complicada y con límite de tiempo, cuando hay que regresar a casa dentro de una caja. Como máximo tiene 30 días antes de que su carne se descomponga.

 

Muchos no necesitan cruzar fronteras. Miles de mexicanos de todo el país también se aventuran con tal de pasar al “otro lado”. Uno de cada dos residentes en Tijuana no nació en este terreno, con condiciones climáticas idénticas a la zona del Mediterráneo, pero muy alejado del mar homónimo. La mayoría proviene de estados pobres. La necesidad los empuja, pero no les promete atravesar el muro. Hace cinco años, dos oaxaqueños no tuvieron suerte. Perdieron la vida en este limbo. Fueron reconocidos por dos familiares, no tan cercanos, que los confundieron ante su parecido físico. Cuando una familia se dio cuenta del error, de que ese Juan no era el suyo, regresó a la morgue para reclamarlo. Al final los dos Juanes pertenecían al mismo pueblo oaxaqueño y regresaron a casa juntos, pero con distinto apellido.

 

El trabajo de Marco se vuelve más que indispensable en estos casos. A sus 41 años tiene más de una década arreglando cuerpos. Sin darse cuenta, sus oficios siempre han estado relacionados con la muerte. Su desinterés por la escuela lo llevó a trabajar desde joven. A los 18 años hacía la limpieza en una clínica y tuvo sus primeros encuentros con la sangre. Más tarde fue profesor de natación y salvavidas, donde evitaba que los nadadores astutos o tontos se ahogaran. El destino le tenía preparado un puesto de oficinista en la penitenciaria, cerca de los verdugos. Después, un amigo lo invitó a trabajar en los velatorios del estado. Entonces, cambió el escritorio y la corbata por la bata y el bisturí.

 

Se considera un aprendiz empírico. Ha conocido el cuerpo humano viéndolo, oliéndolo y tocándolo por dentro. También ha investigado las técnicas de embalsamado en lugares lejanos gracias a internet. Cuando su jefe decidió que estaba listo para ser un técnico embalsamador, lo envió a Mexicali, la capital del estado, a un curso de certificación. Su técnica era burda, pero nada alejada de la del gringo que les daba las clases. Regresó con su título dispuesto a que la piel se le siguiera enrojeciendo con el líquido utilizado para las cavidades.

 

Como la muerte no descansa, otros negocios satélite surgieron en la zona que rodea la SEMEFO. Ahora, sólo hay que mover los cuerpos unos cuantos metros para que sean velados por sus familiares. Y dar unos pasos más, para conseguir coronas de rosas y leonoras blancas que intentan mitigar el terrible olor mortal y hacer menos grises los féretros con detalles metálicos.

 

Ningún ataúd es bonito, pero sí denota el estatus social de la persona en cuestión. Ni muertos somos todos iguales. Un pobre diablo sin familia, ni siquiera es embalsamado y va a parar a una fosa común dentro de una caja de madera simple, marcada con un número de serie. Acabará bajo la tierra de uno de los once cementerios municipales de la ciudad, por si algún día reclaman sus restos. En cambio, el adinerado podrá acceder a un buen féretro, quizás hasta forrado con seda. Pagará más de 5.000 dólares por un lugar en un cementerio privado y recibirá un último retoque.

 

El embalsamador es el encargado de devolver un poco de vida a quien ya se fue. El proceso es largo. Descontamina el cuerpo, lo lava, vacía todas las venas sin dejar rastro de sangre con una solución de formaldehído para luego sellar las arterias, limpia las vísceras –que después seca y reinserta en su lugar–, cose el cuerpo con la maestría de un sastre y lo lava una vez más con una mezcla de agua con jabón en polvo. Finalmente humecta la piel con aceite de bebé –vaya ironía– y le regresa el pudor con vestimentas.

 

El toque final es el peinado y el maquillaje. Con los años, Marco, ha aprendido a recoger el pelo de las mujeres, pero nunca a trenzarlo. Se ha hecho de algunos cosméticos que van dejándole familiares que llevan aquel labial preferido de su mamá, hija o hermana. Cuando un golpe fuerte ha manchado de morado la piel, lo cubre con corrector verde y maquilla encima. Cuando el cutis se ha desgarrado, lo cose con cuidado, lo oculta con cera y le regresa su color natural.

 

Para Marco, su trabajo es reconfortante, “les doy algo de estética y sus familias los ven con buen aspecto por última vez”. Además de las costuras, están los detalles y la intuición. “Una vez corregí la posición de la boca de una señora. Pensé que el golpe que la mató la había dejado chueca, sin saber que era un antiguo defecto. Su hija me reclamó que no la reconocía. Me ofrecí para corregirlo, pero al final aceptó que su mamá lucía mejor”.

 

La reacción de la señora de Ceniceros cuando recibió el cuerpo embalsamado de su madre no fue de complacencia. La matriarca de la familia murió después de 2 años de recibir diálisis tres veces a la semana. Su cabello liso y recogido distaba mucho de los hermosos rizos que lucía en vida. Por eso Araceli, la nieta, se ofreció a devolverle el aspecto cotidiano a su abuela. Con una pinza para rizar, la peinó sin notar nada nuevo en ella, más allá de su baja temperatura. “Lo hice para que mi mamá pudiera ver por última vez a su mamá como ella quería”.

 

La palabras de Thomas Lynch, autor de El enterrador, cobran sentido. Cuando dejamos este mundo, “el significado de nuestra vida y los recuerdos de ella les pertenecen a los vivos, lo mismo que nuestro funeral”. Son los deudos quiénes desde hace siglos han hecho rituales para superar la pérdida.

 

Las tradiciones fúnebres y de embalsamado tienen su referencia histórica más inmediata en los egipcios. Heródoto describió en el siglo V la técnica nacida en el Nilo. Después de extraer todo lo que puede causar descomposición en el cuerpo, “lo lavan con vino de palma y después con aromas molidos, llenándolo luego de finísima mirra, de casia y de variedad de esencias…”. Siglos después, las especias y el polvo abrumaron el olfato de los exploradores ingleses durante las excavaciones en el antiguo Egipto y dieron veracidad al historiador griego.

 

Con el tiempo, Occidente y Oriente crearon sus propias tradiciones para rendir tributo a sus muertos. Las creencias religiosas también influyeron. Los cristianos incluyeron las cruces, los hindúes los aceites y las cremaciones, así como, los judíos las prohibieron.

 

El primer horno crematorio de Tijuana data de 1993. En un país donde el 90% de la población es católica, la cremación fue permisible hasta 1966 y tardó varios años en convertirse en una práctica común. Ahora, por la calle Fundadores es posible observar dos chimeneas. El proceso crematorio tarda dos horas aproximadamente. Los tejidos blandos sucumben rápido a la temperatura que puede alcanzar los 1.150 grados centígrados. En cambio, algunos huesos resisten y son triturados por una especie de licuadora, llamada formalmente cremulador, hasta convertirse en finos granos parecidos a la arena. Como dicta el catolicismo, “polvo somos y en polvo nos convertiremos”.

 

Cada domingo, a las doce del mediodía, un coro de cuatro personas canta en la misa celebrada en el templo de Nuestra Señora de San Juan de los Lagos. Marco es una de ellas desde hace 12 años. Tiene una vida llena de música lejos de la funeraria. También, toca la corneta y el clarinete en una banda militar, algo que aprendió cuando cursaba la secundaria. Nunca terminó el bachillerato y ahora está por completarlo en su tiempo libre. Después estudiará para ser profesor de deportes o psicólogo. ¿Por qué? “Para ayudar a la gente”. Ya sea a los niños a seguir sus sueños o a los adultos a superar los que no cumplieron.

 

En otro lugar religioso, la casa de las Misioneras de la Caridad está de luto. Su chófer luce abatido. El estar cerca de la muerte no le apacigua el dolor. Cotidianamente transporta a la SEMEFO personas que fallecen al cuidado de las monjas. Su cara es familiar para todos en la zona, pero su visita no es de índole laboral. Entra y sale de varios negocios hasta que se acerca a Marco: “¿Sabes donde puedo conseguir cirios? Son para mi mamá”.

 

Finalmente se dirige a la tienda de doña Imelda Mena. El lugar es una mezcla de miscelánea con tienda de abarrotes. Tiene todo. Imágenes religiosas, rosarios, toallas higiénicas, refrescos, medicina, pantalones negros y hasta urnas para guardar cenizas. Imelda vive en la misma casa desde que nació. Mucho antes de que la Catrina rondara la colonia. “Cuando instalaron la morgue y abrieron la calle pensamos en mudarnos, pero nos quedamos. Si eso no hubiera pasado, no habría funerarias y este negocio no existiría”, dice. La Catrina es una figura creada por el ilustrador mexicano José Guadalupe Posada y bautizada por el pintor Diego Rivera. La imagen es muy popular entre los mexicanos y representa a la muerte, sobre todo, durante la celebración de Día de los muertos.

 

Los colores fríos abundan en las fachadas y las carrozas negras llenan las cocheras. Pero la muerte no detiene la vida cotidiana. Una escuela primaria lo demuestra, pues desde sus aulas es posible ver la chimenea de un horno crematorio. Los vecinos no sólo se han adaptado al duelo ajeno, sino que han aprovechado su presencia. Así, la panadería Don Pedro llena la panza de los deudos, pues como dice el dicho, “las penas con pan son menos”.

 

Con dos cuerpos en la morgue y dos en las salas de la funeraria del DIF el día es más tranquilo. “Un cuerpo al día” le toca a cada uno de los cuatro embalsamadores. Contrario al estereotipo del ambiente fúnebre que se espera en un lugar así, cinco empleados forman un equipo de baloncesto. Abraham, José, Manuel, Isaac y Marco juegan en la liga del Sindicato de Trabajadores del Estado. Se llaman Los Blue Demons (nombre artístico de Alejandro Muñoz, luchador profesional y actor mexicano fallecido en 2000. Es parte de la mítica de la lucha libre junto con El santo. Un chiste local por el uniforme azul que llevan a diario y porque el otro nombre rebasaba la línea de lo políticamente correcto, Los Putrefactos.

 

Es poco común que los cadáveres lleguen en estado avanzado de descomposición, pero se da el caso. La primera vez que Marco descubrió un cuerpo “engusanado” no pudo comer. “Fui por comida china, vi los fideos y sólo veía gusanos”. Y acepta que algunas veces el olor a muerto se le ha metido en el cuerpo, pero le gusta su oficio, “los muertos no reclaman, ni se quejan”. Quizás también el vicio del tabaco disimula la peste. “Cada que abro el cuerpo de un fumador y veo los pulmones negros, me imagino los míos”.

 

Los humanos al fin nos acostumbramos a todo. Ahora, después de una década en la morgue, ni los bichos lo sorprenden. “Me da más asco el olor del camión de la basura que el de los muertos, y supongo que los recogedores de basura piensan lo mismo a la inversa”.

 

 

 

Ana Paula Tovar estudió la Maestría en Periodismo de la Universidad de Barcelona y realizó sus prácticas en La Vanguardia. Ahora es periodista independiente radicada en la Ciudad de México. Colabora regularmente para Sinembargo.mx y JOIN (Jóvenes Informados) en su país y en otros medios latinoamericanos y españoles, así como en algunas revistas de arte. Esta crónica fue realizada durante el Taller FNPI de Reportería en periodismo cultural, dirigido por Alberto Salcedo Ramos en Tijuana. En FronteraD ha publicado La Ciudadela de México: una antigua fábrica de tabacos se llena de libros

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