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Mientras tantoMuertos de risa

Muertos de risa


«Como te ves, yo me vi; / como me ves, te verás. / Todo para en esto, aquí! / Piénsalo y no pecarás», reza una loseta de mármol que hay bajo una calavera en las Ermitas de Córdoba. Es un texto admonitorio, sombrío. Es la muerte diciéndote que te portes bien. Un texto que no conduce precisamente a la broma.

Recuerdo cuando B. me presentó a sus padres, y recuerdo que siempre me transmitieron respeto. Por la educación recibida, por lo que representaban o por ambas cosas, siempre sacrificaba la naturalidad para asegurar la corrección. Esto no significa que la relación fuera tensa; de hecho, era todo lo contrario. Pero nunca me soltaba del todo. Aunque tampoco tuve la intención: sigo pensando que era lo idóneo.

Pero B. no reparaba en eso. Tanto es así que se extrañaba al ver mi cambio de actitud. «¿Te pasa algo?», me preguntaba a veces, y yo me hacía el sueco. Aun así, esto no constituía un problema. Son las pequeñas idiosincrasias de cada familia. El caso es que, por no estar al tanto de mi comedimiento voluntario, un día les contó que habíamos visitado las Ermitas de Córdoba y que, cómo no, había llamado su atención la calavera que hay llegando a la iglesia. Pero no recordaba el texto que la acompañaba. «¿Qué ponía?», me preguntó, y entonces todos me miraron esperando una respuesta.

«Como te ves, yo me vi; / como me ves, te verás. / Todo para en esto, aquí! / Piénsalo y no pecarás». ¡Quería que dijera eso en mitad de una charla distendida con sus padres! Entonces se juntó todo: la necesidad de recordar con rapidez el texto, la dificultad de pronunciarlo sin alterar el orden de sus factores y, sobre todo, mi nerviosismo.

Como era de esperar, salió fatal. A borbotones, sílaba a sílaba, terminé cumpliendo con el objetivo, pero la respuesta fue un silencio mortal. El silencio de la incomprensión, de la vergüenza ajena o de lo que fuera. Después se miraron y, de golpe, estallaron de la risa. Se rieron como si lo fueran a prohibir, casi a gritos, a mano en vientre. Y yo no sabía dónde meterme; mi cara hervía, debía de estar más morada que roja. Aquello fue mejor que cualquier chiste. Una fiesta. Aunque a mí me hizo gracia más tarde.

Es una anécdota que B. y yo recordamos con cierta frecuencia. Fue un día feliz. Después pasó que ya nunca más volveremos a juntarnos todos, así que el recuerdo se convirtió en tesoro. Y no solo eso: desde entonces, cuando pienso en la inscripción de las Ermitas, no me sobrecoge, sino que me da la risa. Rompimos con toda la solemnidad de una calavera advirtiéndonos de las consecuencias de nuestros actos, y ahora todo tiene mucho más sentido.

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