Su fama de buena curandera es bien conocida en la aldea ruandesa de Gitarama, al suroeste de Kigali. Al descender de la furgoneta, en la carretera principal, basta con preguntar por Sula, la sanadora, que pronto algún vecino le indicará el atajo, una senda estrecha abierta entre matorrales que le dejará a los pies de la casa de la famosa anciana. Sula se levanta con energía de la esterilla y recibe a los visitantes con un abrazo poderoso, con brazos fuertes y manos calurosas. Enseguida, sin que casi medie palabra, pide disculpas y se retira al interior de la casa: “quiere prepararse para las fotografías”, comenta el intérprete. Sula es una mujer con dotes de curandera, humilde y casi nonagenaria, que durante el genocidio ruandés salvó la vida de diecisiete personas.
Tutsis, hutus moderados y cuatro europeos fueron llegando poco a poco desde aldeas vecinas cuando se enteraron de que Sula daba asilo a los perseguidos. Ocurrió a finales de abril de 1994. La población estaba cercada por puestos de control y aterrada por las irrupciones de las milicias hutus, que provistas de machetes o armas de fuego llevaban a cabo un plan genocida que acabaría con cerca de un millón de personas en cien días, según cifras difundidas en Ruanda. El rostro de Sula se endurece cuando relata lo sucedido allí, en su pequeña casa hecha de tierra y pedregullo. Con ánimo conversador explica que por aquellos días llovía mucho y resultaba más fácil encontrar cacahuetes, semillas de girasol y plátanos. “Por allí –dice señalando unas diminutas ventanas–, les pasaba la comida”.
Las pequeñas y oscuras habitaciones donde almacena los alimentos fueron los lugares donde se amontonaron los refugiados, aunque también evitaron ser descubiertos camuflados con hojas de plátano entre las ramas de los árboles y los juncos. Cuenta que cuando fue delatada no tuvo otra opción que enfrentarse a las milicias hutus y a la temida guardia presidencial, que asaltaron su casa para demandarle explicaciones. Era de esperar: en aquellos días, como ahora, en este país africano, el más densamente poblado del continente, la información o el rumor circulan a ritmo trepidante, para las buenas y para las malas. Fue así como, ante la adversidad de las circunstancias, Sula puso en marcha su peculiar plan de salvamento que años después sería reconocido en el Memorial del genocidio de la capital ruandesa.
Revive su estrategia con palabras intensas y devuelve con gestos el miedo de aquellos días en los que el final amagaba con desatarse una y otra vez. Advertida del ya inevitable asalto de las fuerzas hutus, Sula pensó de qué manera espantarlas, y no recurrió a otra cosa que a lo viejo conocido, al oficio que había heredado de sus ancestros. La anciana preparó extraños mejunjes que provocaron vómitos y produjeron una estrepitosa diarrea colectiva a sus protegidos. Tras esparcir aquel reguero de inmundicias, con los guardias frente a ella, simuló estar en trance y comenzó a lanzar aturdidoras maledicencias. Al terror reinante, Sula añadió grotescos gritos y movimientos disparatados. Los guardias huyeron despavoridos de los delirios de aquella mujer poseída por el demonio, rodeada de charcos y olores nauseabundos. Pero la historia no acabó ahí.
En otra ocasión Sula consiguió esquivar la muerte cambiando la señalización del camino principal, desviando la ruta de los hombres armados. Entra en su casa y regresa con un antiguo cartel con el nombre de la aldea carcomido por el paso del tiempo, el letrero que ocultó para despistar a los soldados. Contempla en silencio este otro símbolo cargado de recuerdos. Nos mira con una media sonrisa y antes de despedirse levanta los ojos al cielo y agradece que en su país la barbarie haya cesado, mostrando con satisfacción la medalla que le entregó personalmente el presidente Paul Kagame en reconocimiento por su solidaridad. “Hay que aprender a convivir aceptando lo que pasó”, concluye.
Como el caso de Sula, por los parajes ruandeses es frecuente escuchar historias de supervivencia y solidaridad, reveladores del papel jugado por las mujeres mientras la violencia dominaba el país, y más adelante, cuando fue necesario tomar las riendas de la reconstrucción. En el páramo posterior el genocidio, la ruina moral y material era de tal calibre que por las mujeres tuvieron que avanzar con el lastre de mutilaciones y enfermedades, violaciones, con hijos desaparecidos y maridos asesinados o responsables de las matanzas. “Trabajamos juntas para reconstruir nuestras casas. Entre nosotras hay viudas de asesinados y también mujeres de hombres acusados de participar en el genocidio”, dice Hanina, una joven viuda de la Red de Mujeres Ruandesas, al tiempo que recalca que nunca tuvieron tiempo para pensar en el rencor ni en la venganza.
“Antes del genocidio no nos conocíamos, ahora estamos más unidas que nunca. Juntas lloramos, bailamos, cantamos y aprendemos a defender nuestros derechos”, explica Felicite. Hoy no quieren –y les incomoda– hablar de viejas divisiones: “aquí estamos sentadas hutus y tutsis, nos sentimos ruandesas, queremos salir de la pobreza y trabajar por el futuro de nuestros hijos”, añade Hanina. Asociarse, sobreponerse y superar el primer tabú: levantar las casas con sus propias manos –una tarea otrora reservada a los hombres– fue un paso determinante, según destaca Donnah Kamashazi de UNIFEM (Agencia de la ONU para la Mujer). “Cuando las mujeres se dieron cuenta de que podían levantar sus propias casas, supieron que iban a poder con muchas otras cosas”, dice Donnah. Y agrega que la reconciliación pasa también por tener algo para hacer, de qué vivir y no depender de la caridad.
Así, miles de mujeres reconstruyeron sus casas, emprendieron pequeños proyectos cooperativos y recogieron a decenas de miles de niños que se habían quedado sin familia. Hoy en Ruanda es frecuente encontrar hogares en los que viven hasta 12 niños y adolescentes. “Además de las miles de viudas, en el país había más de 300.000 niños huérfanos, sin padres o perdidos, sin saber a dónde ir. Con el paso de los años esa cifra se redujo”, sostiene por su parte Fatuma Ndangiza, ex secretaria ejecutiva de la Comisión Nacional por la Unidad y la Reconciliación. Es lo que ella define como “solidaridad africana”, que sobrevivió al genocidio.
Hoy en Ruanda una máxima parece planear sobre todo discurso formal: mostrarse ante la región y el mundo como un ejemplo de estabilidad y prosperidad. En las charlas suele valorarse la seguridad ruandesa y el conflicto de la vecina República Democrática de Congo parece quedar muy lejos. “Orgullosamente ruandeses”, se puede leer en algunas vallas publicitarias y pegatinas. Del documento de identidad, de hecho, han desaparecido las señas hutus y tutsis que los colonos belgas habían establecido en 1932, convirtiendo en étnicas las diferencias que hasta entonces habían sido categorías socioeconómicas (algo así como castas). Esa medida de los belgas fue decisiva. De hecho, el presidente Kagame acusa a Bélgica y a Francia de haber jugado un papel nefasto en la historia de Ruanda, contribuyendo a la formación de una ideología genocida que derivó en la masacre de 1994 (Libération, 6 de abril, 2014).
Assumpta Umurungi, integrante de las Viudas del Genocidio (AVEGA), asociación que suma más de 25.000 ruandesas viudas, expresa que tras la urgencia más inmediata, que implicó la búsqueda de desaparecidos, la cura de heridos, la reconstrucción de casas y la asistencia a los huérfanos, el sufrimiento y la tristeza afloraron con fuerza. “El principal problema es el trauma. Escuchamos los problemas e intentamos encontrar soluciones. En general las mujeres se muestran abiertas, receptivas, cuando se les ofrece ayuda. Por lo demás, cada cual vive con su trauma como puede. Algunas reciben asistencia y siguen con su vida, pero hay otras que necesitan superarlo para empezar nuevamente”.
Ruanda se ha convertido en el país con mayor número de mujeres diputadas de todo el mundo (64% de los escaños del Parlamento). Derechos como heredar o emprender un negocio sin el permiso del marido han sido conquistados por las ruandesas en el periodo posterior al genocidio, bajo el gobierno de Kagame, el militar que entró en Kigali en 1994 al mando del Frente Patriótico Ruandés, formado por los tutsis que se habían exiliado a Uganda. Es frecuente encontrar a mujeres en lugares de toma de decisiones, como ministerios, el poder judicial, la policía y en las cientos de cooperativas, por citar algunos ejemplos. Lo que no es común es dar con voces o miradas críticas sobre la realidad del país, y cuando se encuentran los comentarios suelen apostillarse con un “por favor, no me mencione”.
Con una oposición política casi inexistente, la mayoría de las mujeres gobernantes pertenece al bloque dirigido por Kagame –predomina una devoción tan unánime como inquietante hacia la figura del presidente–. Se eluden las preguntas acerca de la concentración de poder o la conocida participación de Ruanda en el eterno y sangriento conflicto que se sigue librando al este de Congo. El retrato de Kagame es omnipresente en hospitales, organizaciones no gubernamentales, bancos, hoteles y supermercados. La mirada ubicua de Kagame sintetiza lo que, refrigerio y nervios mediante, confiesa una joven universitaria: “aquí todo el mundo vigila”. “No puedo decir que en este país haya libertad de expresión. Todo el mundo está vigilando y el partido del gobierno lo controla todo. Si quieres que tu negocio prospere o conseguir un buen trabajo, tienes que estar dentro del partido. Si no estás de acuerdo es mejor que te quedes callado”, asegura nuestra interlocutora mirando con insistencia a su alrededor.
Por su parte, la ex secretaria de la Comisión por la Unidad y la Reconciliación defiende el proceso que se puso en marcha en su país “como una alternativa ruandesa a un problema muy grave”. Fattuma Ndangiza considera que ha sido necesario “construir una nueva identidad” a partir de lo que se puede compartir, desarrollando el sentido de la responsabilidad. “La educación y el gobierno, que en su peor expresión causaron el genocidio, hoy tienen que ser la baza fundamental para levantar el país”, resume. Esto es tan cierto como lo es que opositores y desertores del gobierno ruandés hoy deben guardar silencio o emprender el camino del exilio.
Gabriel Díaz es periodista uruguayo/español. A los 21 años viajó a Bosnia, después a Sierra Leona, Ruanda, Israel, Palestina, Guatemala y Colombia, entre otros países. Actualmente sigue de cerca los claroscuros de la llamada pacificación de las favelas, en Río de Janeiro. En fronterad ha publicado El efecto Marina en el escenario político brasileño, El coleccionista, Brasil 2014. La FIFA gana por goleada y La pesada mochila de Bachelet. El precio de la educación en Chile
Artículos relacionados:
El primer alarido. ‘Amahoro’ significa paz en kinyarwanda, por Antonio Pérez Río
Mirar Ruanda: Un viaje de extrañamiento y enredo, por Lara García
Agnès y Yirgalem, dos periodistas africanas confinadas al silencio, por Mercè Rivas Torres
Antagonismo tutsi / hutu. ¿Un trágico invento colonial? y Ruanda: La confesión de un secreto a voces, por Ramón Arozarena
Una historia muy ruandesa, por Jean Bizimana
El genocidio como superlativo, por Pablo Mediavilla Costa
Tres episodios de barbarie y miedo: Sarajevo, Ruanda, Nueva York, por Alfonso Armada