Carmen Laforet camina, avanza luminosa abrazada a sus mujeres. Las mujeres se mueven prendidas a su silueta, dibujadas en sus ojos vivos. Caminan juntas, agarradas del brazo, formando una muralla contra el viento gris de los días de postguerra.
Al caminar van espantando las sombras escondidas detrás de los cristales, levantan bandadas de cuervos negros, agazapados en sus comentarios de monotonía provinciana y avanzan juntas hacia la juventud que dejaron atrás. Todas juntas, a lo lejos, forman una mancha de luz amarilla, un otoño que resplandece en medio del invierno de la mediocridad.
La huida
Cuando Carmen las suelta de su brazo esas mujeres caminan por calles solitarias y entran en las tabernas para sujetar entre sus manos una taza de café o un alma herida; vistas desde la ventana, así, sentadas, apoyando sus brazos en las toscas mesas de madera, pudieran parecer haber salido de un cuadro de la época azul de Picasso.
Son mujeres de alma vagabunda, de pies inquietos, a las que la búsqueda les ha parecido un vestido que se lleva puesto a diario. Da lo mismo el camino; las calles de Barcelona o las luces polvorientas de los barrios de las afueras de Madrid, donde se asomaba el aprendiz Alfanhuí; un pequeño pueblo de las montañas de León, o los oscuros caminos de picón volcánico de las Islas Canarias. El lugar es el pretexto, la huida es el camino.
Cuando huimos de nosotros mismos nunca nos alejamos lo suficiente, y la existencia es siempre un sin sentido que dobla las esquinas empujada por el viento, pegada siempre a nuestra propia sombra. Calles, cafés, tabernas, escuelas, universidades. La ciudad siempre en el horizonte, y a veces el campo, la naturaleza, como un escape más íntimo, hacia dentro.
Detrás de esos caminos, como en el fondo de un escenario, las casas, siempre las casas, como islas cerradas que asfixian la aventura de partir. Y también, perdida entre la niebla, la guerra, siempre presente detrás de las soñadoras mujeres.
Las casas son el retén, y el tren la fuga. Andrea, la protagonista de Nada, llega en tren a Barcelona y, cerrando el círculo de su historia, vuelve a marcharse en tren para empezar otra vida nueva en Madrid. Nada trajo y nada cree que se lleva, pero no es cierto, ha crecido y se lleva con ella toda la madurez que los ritos iniciáticos dejan en el alma de las valientes.
Paulina, en La mujer nueva, se va en tren desde León hasta Madrid, se lleva su búsqueda más allá de ella misma porque el vértigo y el vacío ya no le caben dentro, huye de su propio deseo y encuentra la sublimación en ese mismo tren.
Marta Camino, en La isla y los demonios, cruza el Océano Atlántico con dos búsquedas amarradas a sus sueños de incipiente juventud, la de un amor que se fue antes que ella y la de una nueva vida que la distancie de los demonios de la isla. El barco se convierte también en esa alfombra mágica que ayuda a Marta Camino a abandonar la isla de Gran Canaria.
Los trenes y los barcos son los vehículos, pero son sus pensamientos los que las mueven.
Caminando en el alambre del funambulista, el vértigo de la existencia lleva a las mujeres de Carmen Laforet hasta París, al encuentro con Sartre y Simone de Beauvoir, aún sin estar allí, aún sin saber que ellos, los rebeldes escritores franceses existen.
Hay existencialismo en las páginas de esta autora que escribe entre los años 40 y 50, cuando el existencialismo aún era joven y no había viajado mucho todavía. Hay una búsqueda continua en esos textos envueltos en una neblina de dudas, de preguntas sin respuesta que giran en círculos concéntricos de donde la salida se hace difícil.
Ese determinismo, esas asfixiantes casas cerradas, son los que las llevan a París sin haber salido de sus lugares de búsqueda.
Hay una identidad desdoblada en esas mujeres, todas son dos en una. Una que huye y otra que se queda, una que nada cerca de la orilla y otra que se tira al agua nadando entre las rocas. Son mujeres partidas en dos, como la propia autora que escribe esas historias, obligada constantemente a elegir entre dos sombras, la que viaja y camina sin rumbo, o la que escribe historias encerrada en una casa. Carmen Laforet se debate a veces entre vivir la vida o contarla.
En La isla y los demonios Marta Camino elige a veces nadar libre y sola con la desnudez de su piel como único testigo, y otras veces se queda escribiendo en la soledad de su cuarto. También Andrea, en Nada, pasa horas callejeando por Barcelona, tratando de alargar el momento de volver a la casa de la calle Aribau. Y otra mujer, Rosa, en El piano, baja corriendo las escaleras de su piso después de haber vendido el hilo que la ataba a su historia, su piano, para encontrarse con la libertad de no tener nada, nada más que el aire y el sol sobre su rostro. Incluso Paulina, en La mujer nueva, se lanza a la calle para respirar y escapar del desasosiego que le producen esas crisis místicas que la mortifican. Pero todas son mujeres que viven con autenticidad dentro de ellas mismas. Ni se engañan ni nos engañan.
Los espejos y las miradas
La mayoría de sus mujeres están fuera del espejo, sólo descubren en él una sombra que las interroga sobre su condición y su existencia en el mundo. Ante esos espejos que las devuelven su identidad no utilizan adornos para atraer a los hombres. Son mujeres sencillas en lo externo y complejas en su interior, que se visten con libros y pensamientos y miran hacia dentro añorando un tiempo nuevo. Zapatos y sandalias planos, desgastados, para caminar ligeras en su escapada hacia el mundo como Andrea, la protagonista de Nada, y Marta Camino, en La isla y los demonios. Los zapatos de tacón están para Anita, en La insolación, que en su búsqueda, en su carrera hacia la madurez desde ese mundo suyo superficial y privilegiado, confunde el fondo con la forma y utiliza esos zapatos como fetiches que la encaraman a un mundo de adultos que aún no le pertenece.
Aman la bohemia antes de mayo del 68, los destartalados estudios de pintura en calles estrechas y encuentran bienestar en la pobreza. Algunas, como en el caso de Paulina, en La mujer nueva, incluso prefieren la austeridad, después de haber conocido la riqueza. Eligen ser antes que tener, como diría Erich Fromm.
La felicidad está en los caminos y en las personas. Por eso ellas se lanzan a la calle, por nada, solo por el placer de mirar y caminar, de descubrir caminantes como ellas, de sentir el sol en la cara, de extasiarse mirando los árboles o el mar. Y adoran sentirse extranjeras, siluetas de color en un mundo en blanco y negro; alejadas de los prejuicios y las ataduras de los lugares de origen.
Y en ese mirar hacia dentro hay mujeres que se plantean por qué no tienen acceso al mismo deambular por la vida que los hombres. Como Rosalía de Castro, casi cien años antes, en su ‘Carta a Murguía’, las mujeres de Carmen Laforet dicen que si fueran hombres no tendrían que estar sujetas en sus casas y podrían salir a vagar por los caminos y, hablan también de cantos de libertad y de independencia, como Rosalía en Lieders. Las mujeres de sus novelas lo intentan, salen a beberse el mundo, a comérselo a bocados, hasta el punto de que se olvidan de esos otros alimentos físicos necesarios para mantenerse en pie.
Son mujeres rebeldes con su propio destino, voladoras, que han perdido el miedo a volar en el feroz descubrimiento de lo que quieren dejar atrás. Seres indomables, capaces de doblegar el viento con sus brazos desnudos y sus zapatos de lona, ligeras, con el único anclaje que significa el peso de una maleta llena de libros y papeles escritos. Personas a las que el lugar donde se sitúe su pensamiento no les marca el camino, solo su afán por encontrar una Ítaca donde construir sus sueños.
En algunos de sus relatos aparecen también símbolos de destierro, cuando la mente anida en lugares que no pertenecen al mundo real. Son ellas, las locas de la casa, las que no aciertan a distinguir entre la realidad y el deseo, en palabras de Luis Cernuda; las vestidas con tules y gasas de las que el color ha huido ya de la mano de sus sueños. Mujeres maduras, que se encuentran en un territorio sin nombre, en un limbo onírico que las expulsa de su propio destino para luego volver a él aturdidas y reconciliadas como Rosamunda en el cuento que lleva su mismo nombre o Mercedes en la novela corta La Llamada. Mujeres que vuelven hacia su maltratador con la venda del arrepentimiento sobre sus ojos. Tragedias que recuerdan la vida de otras mujeres en los relatos de Stefan Zweig.
Hay también junto a estas mujeres en fuga otras mujeres atadas, prisioneras de su destino, mujeres víctimas de una violencia naturalizada e institucionalizada, maltratadas física y psíquicamente. Ella las dibuja en un universo cerrado, inmersas en una tela de araña de la que es difícil salir.
Algunas de esas mujeres, como Ino en La isla y los demonios o Adela en La insolación asumen un papel de sumisión y dependencia desdibujado, y ñoño, lleno de estereotipos que las ata a sus parejas con un hilo gris y sutil, como las grises fotografías de la época. Otras, las más desgraciadas, como Gloria en Nada; Isabel, la madre de Paulina en La mujer nueva, o Mercedes en La llamada y Rosamunda en uno de sus cuentos, están anudadas a sus compañeros de vida con el hilo fuerte y oscuro del maltrato, y así sus figuras quedan fijadas ya para siempre en unas duras fotografías negras y rojas cuando la violencia se tiñe de sangre.
Como si del naturalismo de Emile Zola se tratase, esas mujeres no se mueven de ese retrato de época que les ha tocado vivir.
Mitos y símbolos
Otras lecturas simbólicas atraviesan las páginas de estas mujeres en fuga. Símbolos ya universales, como el de Cenicienta en Nada, cuando la joven Andrea acepta una cita en casa de su amigo Pons y asiste a los bailes de unos salones a los que no pertenece y creyendo que puede burlar su destino, se lanza a la aventura hasta que el sueño se desvanece, como en el cuento de Charles Perrault, ya tarde, en la caverna de la noche, cuando se descubren sus zapatos viejos y planos.
Otra figura universal que arrastran algunas de las mujeres de Carmen Laforet es la de la madrastra, sustituta de la madre verdadera, que invade el territorio emocional de la casa, ahondando esa huella de orfandad que rodea a la mayoría de sus personajes adolescentes, envueltos en la neblina de la búsqueda. Esa ausencia de la madre como territorio seguro es sustituida en algunas novelas por otras mujeres cercanas, tías, abuelas, incluso amigas y amigos que se presentan como seres excepcionales, casi pertenecientes al mundo de las hadas. Estas novelas prendidas en este manto de la carencia de la madre se convierten desde ese punto de vista en auténticos relatos de iniciación y de búsqueda.
Y también dentro del territorio simbólico y mitológico hacen su aparición en esas estampas ennegrecidas de la calle Aribau que recuerdan a la época negra de Goya, la oscura criada con su perro negro, como una sombra obscena y tenebrosa cuidando siempre la entrada de ese infierno en el que se ha convertido aquella casa. Nos damos de bruces con el mito del Cancerbero convertido ahora en mujer.
Las mujeres de Carmen Laforet están pidiendo a gritos la habitación propia de Virginia Wolf, un lugar donde ser y estar en medio de esa soledad que también reclamaba Natalia Ginzburg: un territorio donde ahondar en sus secretos y poder escribir lo que pasa por su cabeza de mujeres libres y voladoras. Un lugar a salvo de la tormenta.
A ese lugar sólo pueden llegar con sus pasos ligeros de nómadas, arrastrando una maleta llena de libros y papeles, una maleta que pese tanto como sus sueños. Las maletas, como cajas mágicas, símbolos que encierran todo un modo de vida en rebeldía, otra manera de estar en el mundo. Un mundo de mujeres en fuga.