Cuando era más ignorante de lo que soy ahora, dije que no había buenas novelistas mujeres.
Estaba en una librería de Buenos Aires, tenía 23 años y, una amiga, quien acababa de comprar por 20 pesos el Ulises de Joyce en español –entonces muy difícil de conseguir en Lima, cuando 20 pesos eran 20 dólares–, escuchó mi comentario y, en vez de contradecirme, asintió. Ella era la literata, así que pensé: «Bueno, entonces es verdad».
Por eso, cada vez que he tropezado con el libro de una novelista extraordinaria, me ha perseguido el fantasma de aquel comentario tonto. Me pasó por primera vez al leer Orgullo y prejuicio de Jane Austen. Me pasó también al leer y escribir un largo ensayo de Middlemarch de George Eliot. Lo recordé al leer White Teeth de Zadie Smith. Me atormentó la memoria al terminar The God of Small Things de Arundhati Roy y también el primer libro de Chimamanda Ngozi Adichie: Half of a Yellow Sun.
No he leído las novelas de Jhumpa Lahiri pero sí algunos cuentos. Y éstos son tan bellos como sus ojos (los ojos de Lahiri son cosa de otro mundo). Sí he leído Memorias de Adriano; además de los Cuentos orientales de Marguerite Yourcenar traducidos por Cortázar. Leer a Yourcenar es una experiencia fascinante. Tal vez tanto como leer las historias y las memorias de otra gran autora: la danesa Karen Blixen, mejor conocida como Isak Dinesen.
Hoy tropecé con dos textos que tocan este tema de las narradoras. Uno de ellos está dentro de la novela Changing Places de David Lodge (uno de personajes principales de su novela es un especialista en Austen); el otro es un artículo de Ricardo Bada en El espectador. El comentario de Bada ataca el poco tino de Bloom en incluir en su Canon occidental sólo a mujeres anglosajonas. Su comentario me hace rememorar mi propia experiencia con Bloom, a quien una amiga que fue su estudiante calificó con contundencia –y en excelente español con acento argentino– como un «asqueroso viejo verde».
Bloom, en una pequeña conversación privada en su departamento en Manhattan, mencionó que aquella lista al final de The Western Canon que incluyó, según él, sólo bajo presiones de última hora de su editor, le había traído muchos dolores de cabeza. Es una lista incompleta, que gira alrededor de sus gustos particulares y que, según él mismo, no tendría que ser tomada nada en serio.
En realidad, todo lo escrito por Bloom, bastante didáctico en cuanto a autores anglosajones, tiene que ser leído con la consciencia de su manipulación. Si bien Bloom posee una mente riquísima para la interpretación, sus opiniones resultan discutibles desde varios ángulos. Tanto shakesperianos, como hispanistas, latinoamericanistas o feministas podrían manifestar los ángulos de lectura donde Bloom manipula los datos para confirmar su teoría (por ejemplo, su exagerado amor por Falstaff; o aquellas líneas donde profetiza que en algún momento se dirá que, entre los autores hispanos, Carpentier supera a Borges).
No es necesario ser un feminista para notar el prejuicio de algunos críticos y escritores varones ante el talento literario femenino. Sin embargo, cualquiera de las autoras citadas es autora de al menos un libro imprescindible. Faltan nombres, claro. Sin embargo, su ausencia en esta breve nota no se debe a la escasez de escritoras, sino a mi ya mentada –y atrevida– ignorancia.