Honroso y noble resulta rememorar la memoria ajena para que no se olvide la gesta que realizaron los muertos –concibe Faba-. Muy inferior resulta –a su criterio- mitificar a los vivos, pues los mitos comienzan a serlo, tras haber fallecido.
La Princesa de Éboli fue para su tiempo una mujer adelantada, coetánea de otra grande de la historia y la literatura española -además de santa- Teresa de Ávila, con la que colisionó fuertemente en vida, antes que con el mismo Monarca de todas las Españas. Ser princesa a contracorriente en pleno S. XVI tiene su mérito. Ana de Mendoza de la Cerda ha sido tildada como la auténtica mujer Tenorio de la Historia de España. Un desprestigio machista que inauguró el mismo Felipe II, refiriéndose a ella -en sus últimos años- como “la hembra”. Quizás por esta funesta influencia nos la han presentado subliminalmente los libros de Historia, escritos casi todos por hombres, como la gran ramera aristócrata de España.
La Corte de Felipe II era el centro del mundo en su tiempo. No se ponía el sol en el reino de las Españas. Que una mujer viuda tomase las riendas de su destino, y opinase de política, conspirase si fuese necesario, y eligiera libremente a sus amantes, (incluido -según la leyenda- el mismo Monarca,) le otorga a la princesa tuerta, carisma de heroína romántica. Quien se atreve a vivir a contrapunto de la masa, debe poseer un alto concepto de sí mismo. Su autoestima es tan sólida como un roble, y eso siempre otorga materia literaria.
El equipo –prácticamente femenino- que ha realizado para Antena 3 TV, la miniserie en dos capítulos sobre La Princesa de Éboli han conseguido armar un relato morboso, sensual, en el que no están ausentes las intrigas de la Corte, ni los asuntos políticos de Estado, ni los problemas a la sucesión de la Corona, ni las intrigas de Validos y Secretarios, ni las guerras internacionales que mantenía la poderosa Corona española. Para dar carne a este melodrama histórico, todo se narra desde los sentimientos de los personajes. Aman, desean, atacan y hasta matan por su supervivencia. Lo que se muestra en la pantalla son las consecuencias de sus actos sobre sus vidas. Convertir la Historia en melodrama romántico, es una fórmula segura que engancha a la Audiencia.
La fiesta visual que ha preparado la productora GloboMedia (creadora de series como Águila Roja o El Internado,) para recrear una imagen más colorista y luminosa de lo previsible, de la España de Felipe II, está cuidada al detalle: vestuario, peinados, joyas, trajes, tejidos, pieles, cuadros, muebles, castillos, palacios…; todo está tratado con rigor británico y luminosidad mediterránea. La Princesa de Éboli tiene una factura visual pictórica. La historia parece haber sido ideada en imágenes por la misteriosa Sofonisba Anguissola, pintora y retratista de la Corte de Felipe II, personaje felizmente incorporado a la trama, donde ejerce un papel de narradora visual de la historia. El guión le adjudica un misterio añadido, al atribuirle la proeza de pintar un retrato desnudo de la Princesa tuerta, lo que la sitúa en un triángulo amoroso lésbico junto al Rey y su Secretario. La independencia de los criterios de ambas -pintora y modelo- viene a fortalecer la convicta tesis feminista de esta obra de mujeres sobre mujeres. Ahí radica la personalidad creativa de esta propuesta televisiva: su profunda convicción en la mirada femenina.
Un reparto agridulce
La Historia, los objetos, y los personajes. Todo se ensambla con eficacia, salvo una gran reserva, la piedra central que adorna este anillo. Los personajes masculinos están bien afrontados por sus intérpretes, aunque en algunos casos les transfieren rasgos propios, que no siempre benefician a la construcción dramática del personaje, y por tanto a la del conjunto.
Eduard Fernández compone un Felipe II digno y regio, repleto de responsabilidades, y siempre atento a los placeres sensuales. El público se cree que ame a la de Éboli y que quiera sinceramente a Antonio Pérez -su Secretario-, y que desee por encima de todo cumplir con sus obligaciones de monarca absolutista. Aunque, a este rey- tan humano y comprensivo- resulte difícil odiarlo, como en realidad ha sucedido históricamente con su figura, que dio pie al nacimiento de La Leyenda Negra, tan funesta para la Historia de España. Atribuirle al Felipe II de Fernández, las culpas de los alevosos actos que incitó a realizar históricamente el monarca, resulta difícil para el público. La afabilidad natural del actor no transita por las sombras culpables del personaje. Sin embargo, hay que valorar su gran esfuerzo de composición física y caracterización de la voz, que dota a su interpretación de un halo admirable.
Hugo Silva compone a un amoriscado Antonio Pérez, presumido, poderoso y sensual, enamorado y apasionado amante de la viuda tuerta de la Alcarria. En las tórridas noches pasadas en el Palacio de Pastrana, se entrega a ella como amante y esclavo de amor consentido. Cuando Antonio Pérez se pavonea por el Alcázar Real madrileño, parece más interesado en seducir que en gobernar. ¡Problemas de ser un galán tan deseado por las féminas! Dirigido por una de ellas –Belén Macías- termina siendo en la serie un objeto sexual de la de Éboli, más que el personaje influyente y poderosísimo que fue en la Historia.
Roberto Enríquez resulta eficaz como Juan de Escobedo, siempre que siga interpretando a odiosos personajes. Hay que reconocer que lo hace y dice bien, aunque no resulte creativo su trabajo en última instancia. Da igual que dé vida a un noble del Renacimiento italiano (Los Borgia); a un policía que persigue a un legendario atracador de bancos (El Solitario); o un marqués norteño con muy malas pulgas (La Señora); o un Secretario (algo así como un Primer Ministro,) de Felipe II; Enríquez siempre interpreta el mismo personaje: un señor crispado, con poder, pero siempre enervado e insatisfecho. Habiendo sentido tan cerca en esta serie la metamorfosis de Eduard Fernández, podría haberse dado cuenta, que ése es el arte del trabajo del actor: la transfiguración en el personaje.
El sobrevalorado actor vallisoletano ejerce el mismo proceso pero en sentido inverso: consigue que todos los personajes que interpreta, se conviertan en Roberto Enríquez. El mayor daño que puede hacerle la Industria a este valioso actor, es adjudicarle protagonistas. Enríquez no es un buen primer actor, ni una buena cabecera de reparto, sino un buen actor de carácter; digno heredero de otro gran enfadado del espectáculo patrio: el desaparecido Agustín González. Para Faba, la tan promocionada y aplazada serie Hispania, parte con un gran factor en contra: que este buen actor agrio interprete a un héroe nacional: Viriato; no le corresponde, ni por personalidad interpretativa, ni por condición física.
Belén Rueda presta cuerpo y rostro a la de Éboli. Lástima que aún no le haya sido revelado que una actriz también debe trabajar con el misterio y la fascinación -además de la prosodia- y que no todo consiste en memorizar diálogos, y en pensar cómo decirlos, ni qué caras poner ante la cámara. Aflora en su trabajo un subrayado intento por hacer moderna a la de Éboli, tanto que la catódica ex presentadora de Tele-5, pronuncia sus textos, como si acabase de llegar de un Spa en Arturo Soria. Parece sentarle igual un traje de princesa del Renacimiento, que un vestido de fiesta de Armani para los Premios Telva. Las discusiones que mantiene con su hijo mayor en su palacio de Pastrana, con su parche en el ojo, (opuesto, por cierto al de la Éboli histórica, -puntualiza Faba-) y vestida de época, los pronuncia tan cotidianamente, como si sucediesen en un confortable chalet actual de La Moraleja.
Por otra parte, los primeros planos -que abundan en esta serie tan intimista- ponen en evidencia su belleza compacta de ortopedia. Faltan rasgos personales en unas facciones tan perfeccionadas por los bisturíes de las clínicas estéticas. Vista de cerca esa boca tan ancha, esos orificios de la nariz tan cavernosos, y esos párpados y sienes tan tensas, parece el rostro de la Rueda, más el de una muñeca fantástica, que un ser humano de carne y hueso. Sin embargo, resulta bella (-bella sin alma- matiza Faba,) en la pantalla hogareña; aunque no fascine su presencia, como sí lo hace la memoria que emerge de la de Éboli, a pesar de Belén Rueda. A Faba esta señora le recuerda a Lydia Bosch injertada con Ana Duato. Mujeres tan bellas como descafeinadas, desprovistas de misterio, y empeñadas en limpiar su fama catódica con un barniz de prestigio interpretativo, como si eso pudiese conseguirse solo con empuje y empeño, sin contar con el talento proporcional correspondiente.
Por el contrario, Petra Martínez da vida a Bernardina -ama de la Princesa- con personal dicción y entrañable estampa. Cuando ella está en escena, todo se humaniza. Pareciera que la actriz tan luchadora, diera gracias con su primorosa interpretación a estas oportunidades que le brindan últimamente los directores y las Productoras, como nunca antes lo habían hecho.
Nuria Mencía realiza otro tanto con su interpretación de Doña Juana de Coello, esposa de Antonio Pérez. La actriz pone en marcha un mecanismo progresivo de convicción en su importancia dentro de la resolución de la historia, llegando a adquirir tintes protagonistas. El guión le favorece, y resulta quizás –gracias a una primorosa y entregada interpretación- el personaje más conmovedor de toda la serie, por su sacrificio.
Entretener contando -o inspirándose- en la Historia propia, es justo lo que hacía Shakespeare con el público de su tiempo; buena y noble tarea ésta. Sobre todo ahora que los bachilleratos se han quedado tan deshumanizados -recuerda Faba-. Bienvenido sea que los cómicos catódicos sigan cultivando la memoria de la Historia de este país originalísimo y sus peculiares habitantes. Alguien tenía que transmitir a las masas el perfume de nuestras leyendas.