Del mismo modo que hasta hace bien poco la jueza era tan solo la mujer del juez -incluso para la Real Academia de la Lengua, que sigue manteniendo esta definición como segunda acepción de la palabra- si aplicamos o buscamos un significado al vocablo científica encontraremos un espacio vacío. No tiene entidad propia, va indefectiblemente ligado al masculino y a lo largo de la historia, sobre todo en el periodo negro que se inicia con la Edad Media y va hasta los albores del pasado siglo, la mujer en este campo ha estado sumida en el más absoluto ostracismo, salvo honrosas excepciones.
No obstante, el panorama en la actualidad ha cambiado. Aunque tampoco invita a dar muestras de júbilo, sobre todo en España, donde a pesar del aumento del número de mujeres investigadoras en las tres últimas décadas, estamos lejos de alcanzar una proporción paritaria entre hombres y mujeres dedicados a la ciencia en todos sus niveles. Según el informe que la Fundación Española para la Ciencia y la Tecnología(FECYT) que se presentó a finales de 2007, tan sólo 14 de cada 100 catedráticos de la universidad pública española eran mujeres.
Más optimistas, en parte, resultan las conclusiones del último informe del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) Mujeres investigadoras 2009, donde se refleja que “la presencia de mujeres científicas ya supera la barrera del 40%”. Pero a continuación subraya que a pesar de ello, “los cargos directivos siguen acaparados por los hombres”. Hablar de género y encontrar un pero es todo uno. Es una constante en la historia de la civilización.
El telón, para el mundo del conocimiento en general y para la participación de la mujer en él en particular, definitivamente cayó en la Edad Media. Si buscamos una fecha, un punto de inflexión, lo encontramos en el año 415 de nuestra era. Antes, en honor a la verdad, no se puede afirmar que la mujer tuviera un lugar de privilegio. Seguía siendo una ciudadana de segunda, con acceso limitado a la educación, pero ciudadana y no sierva. Es decir, con ciertos o limitados derechos que permitían sus incursiones en Ciencia.
Los siguientes 1.400 años transcurrieron en un patético inmovilismo donde las privilegiadas pudieron ocuparse en el oficio de reina, santa o cortesana y el resto, simplemente, conformarse con ser la sombra de su señor, sea cual fuere el dominio de este. Bueno, alguna afortunada alcanzó la categoría de maga o bruja y con suerte pudo escapar de la tea de churruscar las herejías.
Hipatia, el final del sueño clásico
Una exaltada turba de fanáticos dirigidos por el arzobispo Cirilo detuvo en Alejandría un carruaje. Su ocupante, una mujer, fue violentamente sacada al exterior, desnudada, vejada y torturada hasta morir desollada viva al arrancar sus carnes con conchas marinas. Acto seguido, sus restos fueron quemados.
La multitud, exultante tras el brutal asesinato, dirigió sus pasos hacia la Biblioteca -el mayor tesoro científico y cultural de la antigüedad- y presos por la euforia la incendiaron. Las llamas acabaron para siempre con más de mil años de trabajo de las civilizaciones clásicas. Medio millón de obras científicas y literarias fueron pasto de las llamas.
De las 123 obras de teatro de Sófocles, sólo se conservaron siete. El fuego también se llevó consigo los diseños de las máquinas de vapor que había ideado Herón de Alejandría y la máquina de Anticitera, la primera calculadora hecha por el hombre. La humanidad dio un espectacular salto hacia atrás, un retroceso de más de un milenio. En cambio, a Cirilo lo proclamaron santo.
La desventurada que sufrió las iras del populacho se llamaba Hipatia. Acababa de cumplir los 45 y se trataba, sin duda, de la mejor y más reputada científica de su tiempo. En su corta vida había escrito 44 libros, inventado el astrolabio plano, el idómetro, el planisferio y el destilador de agua.
Además, ocupaba su tiempo impartiendo asignaturas de Matemáticas, Astronomía y Física a la vez que dirigía la escuela Neoplatónica de Filosofía. En definitiva, era la representación del racionalismo científico. Todo ello, además, encarnado en el cuerpo de una mujer. Dos palabras, razón y ciencia, que se habían convertido en lo más reprobable para el emergente poder de la Iglesia católica, que apenas hacía un suspiro había abandonado las catacumbas y la clandestinidad para acomodarse junto al cetro de los poderosos.
Se abría paso una corriente de pensamiento alejada del racionalismo, que se devanó los sesos preguntándose si ese ser inferior -la mujer- poseía alma, mientras intentaba entender cómo Dios había sido capaz de crear un “animal” tan imperfecto. Un manto de olvido cubrió descubrimientos como el de los “tornillos de agua”, realizado por la institución que dirigía Hipatia, por medio del cual se regaban los campos de cultivo. Dios prevalecía en las mentes de los hombres y la hambruna en sus estómagos.
Hipatia, más conocida ahora gracias al filme Ágora de Alejandro Amenábar, es ese símbolo que acabó convirtiéndose en mártir y ejemplo de obstinación -y también de destino fatal- para aquellas mujeres que intentaron salirse de los caminos marcados por el establishment y romper el status quo de la dominación del macho. Historias individuales de lucha, valor, inteligencia y coraje que se opusieron con firmeza a los prejuicios, el fanatismo y la irracionalidad.
Operan tal cantidad de variantes en un proceso histórico que resulta imposible explicar el porqué ocurrieron determinados hechos. Por ello, aunque resulta absurdo pensar que si Hipatia no hubiera sido salvajemente asesinada, y con ella destruida la Bibilioteca de Alejandría, la Edad Media no hubiera sobrevenido, no lo es tanto afirmar que relegar a las mujeres de la vida intelectual, algo que se hizo feroz y cruelmente patente en ese periodo, fue una de las causas del estancamiento sufrido por el ser humano a lo largo de esta época oscura.
En esa cultura dominante, machista y absurda, mujeres como Madame Chatelet fueron sólo brotes aislados y siempre vinculadas a alguno de los genios del género opuesto. Chatelet, amante de Voltaire, al quedarse embarazada a la avanzada edad de 42 años, decidió afrontar una obra magna: traducir al francés los Principia de Newton, uno de los escritos científicos más relevantes jamás escrito.
Chatelet, quien premonitariamente sobrevivió tan sólo dos días tras el alumbramiento de su bebé, además de la traducción dejó la siguiente reflexión que marcó un punto de inflexión en esa carrera involutiva: “Juzgadme por mis propios méritos o falta de ellos, pero no me consideréis un mero apéndice. Soy yo misma una persona completa, responsable sólo ante mi por todo cuanto soy, por todo lo que digo, todo cuanto hago. Puede ser que haya filósofos cuyo saber sea mayor que el mío, aunque no los he conocido. Sin embargo, ellos no son más que débiles seres humanos y tienen sus defectos. Así que, cuando sumo el total de mis gracias, confieso que no soy inferior a nadie”.
Siglo XX, la centuria de las luces
Ese punto de inflexión y la salida de esa larga noche se materializó cuando Mileva Maric, a principios del siglo pasado, anunció: “Hace poco hemos [plural] terminado un trabajo muy importante que hará [singular] mundialmente famoso a mi marido”. A pesar de ser un trabajo que habían desarrollado entre los dos, el uso del singular pone de manifiesto la modestia femenina de alguien que se sabía menos valorada que su marido. Proféticas palabras. Aquel trabajo acabó siendo conocido por el nombre de Teoría de la Relatividad y su marido era Albert Einstein.
Los colegas de Einstein comentaban que Mileva resultaba desconcertante por lo buena matemática que era y afirmaban que “ella le resolvía [a Einstein] todos sus problemas matemáticos, en especial los de la Relatividad”. Sin embargo, en el Olimpo del conocimiento del gran público y, por lo tanto, de la fama, Einstein ha pasado -sin duda por méritos propios- como uno de los científicos más célebres y deslumbrantes de todos los tiempos. En cambio, Mileva Maric es una perfecta desconocida, que unos años antes de ser galardonado con el Premio Nobel fue abandonada por el gran Einstein.
Mejor suerte corrió su contemporánea Marie Skłodowska-Curie, aunque hace unas décadas se estudiaban sus méritos asociados a los de su marido, y eran conocidos como el ‘matrimonio Curie’. Aun así, a ella se le reconoció su extraordinaria valía, dedicación y conocimiento con la concesión de dos premios Nobel, un hito jamás repetido hasta ahora.
Sin embargo, su vida personal estuvo marcada por la misoginia y los prejuicios sociales. Sus contemporáneos reprobaron su relación personal con el físico Paul Langevin y, a pesar de los premios y de haberlo solicitado con insistencia, jamás fue admitida en la Academia de las Ciencias Francesas. Todos sus trabajos y descubrimientos sobre la radioactividad, que cambiaron radicalmente la historia del mundo, no sirvieron para hacerle un hueco en las reuniones de los distinguidos varones académicos.
Afortunamente, el siglo XX amplió la lista de científicas. La mentalidad varonil se agrietaba y la valía de otras mujeres fue reconocida desde el primer momento. Williamina Fleming, emigrante escocesa y madre separada de 24 años, fue contratada por Edward Pickering, director del Harward College Observatory. A lo largo de 30 años, esta astrónoma descubrió más del 20% de las novas conocidas, así como la Supernova Cen. Fue una de las primeras responsables del catálogo estelar Draper Catalogue of Stellar Espectra, en el que se clasificaron los espectros de 10.000 estrellas por sus magnitudes.
Ahora bien, el 12 de marzo de 1900 se plantó en el despacho del director del Observatory y le preguntó que por qué cobraba 1.500 dólares al año cuando el salario de sus colegas varones era casi el doble, 2.500. Recibió como respuesta que no debía quejarse, que tenía un excelente sueldo para lo que habitualmente cobraba una mujer.
Un ritornello conocido que pone de manifiesto, una vez más, que una cosa es reconocer méritos y otra cosa es remunerarlos. Ese viejo principio no caducado del valor de uso y del valor de cambio, que en el caso de las mujeres casi siempre opera en negativo.
Otras mujeres nunca tuvieron problemas. J. Stuar Barry se graduó en la Escuela de Medicina de Edimburgo, se hizo cirujano militar y llegó a desempeñar el cargo de inspector general de los hospitales canadienses. Eso si, vivió permanentemente con un secreto: su éxito fue posible porque siempre fue disfrazada de varón y se hizo llamar James. Sólo tras su muerte se conoció su verdadero sexo.
Dejamos atrás el milenio. Las administraciones redoblan sus esfuerzos y tiende a pensarse que las actitudes sexistas hacia las mujeres que hacen Ciencia forman parte de una historia del pasado. Es evidente que hoy en día, en mundo Occidental -no es tan claro en otros ámbitos geográficos y culturales-, ninguna mujer es desollada viva como Hipatia ni es necesario disfrazarse de varón.
Ahora bien, todavía en las aulas, y los que se dedican a la enseñanza universitaria son perfectamente conscientes, se escuchan comentarios de algunos profesores a sus alumnas para que destinen sus fondos a la compra de vestidos y no de libros. O los de aquellos bienintencionados que intentan convencer a sus discípulas de que opten por una investigación experimental y se alejen de las teóricas, pues sus manos resultan excelentes para el laboratorio, pero sus mentes son poco adecuadas para el razonamiento abstracto.
El futuro se escribe con ‘a’
Aunque naveguemos por el proceloso mundo de la anécdota, lo cierto es que se puede comprobar cómo sobrevive aquella mentalidad que condenó a Hipatia, y con ella al resto de la humanidad sin distinción de género.
De todos modos, existen evidencias de que el enfermo mejora. Fruto de esa mayoría de alumnas que pueblan las aulas desde hace un tiempo, se ha llegado al 22% del número de profesoras de investigación y al 32% el de investigadoras científicas. Según los datos hechos públicos en el informe Mujeres Investigadoras 2009 del CSIC, el mayor número de profesionales científicas lo encontramos encuadrado en la franja de edad de entre los 26 y 45 años, mientras el número de becarias supera al de becarios,.
La principal característica del siglo XX, y del que acabamos de estrenar, ha sido que la investigación científica ha crecido exponencialmente gracias a que el número de científicos vivos hoy en día supera con creces al número de científicos fallecidos en el transcurso de los últimos 5.000 años. Por razones sociopolíticas, económicas y demográficas, el crecimiento exponencial del número de científicos -hombres- ha tocado a su fin -simplemente es cuestión de aplicar el método científico-. La última esperanza es la incorporación real de las mujeres a la Ciencia. Eso si, a ser posible, con todos los derechos y todas las obligaciones.