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Mundanzas: Dos visiones de Madrid en una comedia barroca de Fernando de Zárate

Retrato de Antonio Enríquez Gómez, ilustración de «Academias morales de la musas», estampada en Burdeos por Pedro de la Court en 1642. Firma en la repisa, a la izquierda, «ML [enlazadas] fe.» Fuente: Wikimedia Commons. Licencia Creative Commons Attribution-Share Alike 4.0 International
Fernando de Zárate es el heterónimo escogido por el poeta y escritor Antonio Enríquez Gómez para firmar sus comedias en la década de 1650, cuando vivía en Sevilla escondiéndose de la Inquisición, que lo perseguía por heterodoxo y judaizante y que acabó identificándolo. Murió en 1663 en la cárcel de Triana, poniéndose punto final a una existencia que su biógrafo el hispanista francés Israel Révah calificó de “vrai roman policier”. Ya había triunfado como dramaturgo, estrenando en los corrales de la Corte en su etapa madrileña (años 20 y 30) hasta que se autoexilió a Francia en 1637. Firmaba entonces con su nombre oficial. Como Zárate, con más experiencia y años, su oficio había mejorado. Triunfó escribiendo lo que pedían los teatros y su público: comedias de santos, de capa y espada, de glorias castizas y nacionales. Se llegó a dudar, en una larga polémica, que fueran el mismo autor, aduciendo que Zárate era ortodoxo, católico, oficialista frente al judaico Enríquez. Quien así ha opinado simplemente no ha leído a fondo ninguna de sus comedias: bajo un barniz ortodoxo, casi todo son sátiras, burlas, chistes, un no dejar títere con cabeza a través de equívocos y mensajes más o menos encriptados. Como una gaseosa que inundara el techo al abrirse y disparara al aire la mitad de su contenido.

 

Mudarse por mejorarse, la comedia que ahora nos interesa, salió impresa en 1663, póstuma, el año de la muerte del poeta. Comparte título con otra anterior de Ruiz de Alarcón, con la que no tiene nada que ver. Inscrita en el género de capa y espada y de enredo, incorpora también un tema recurrente en el autor: razón de amor frente a razón de estado. Tiene una carga erótica inusitada, visualizada en un “trage de enagua” que es el vestido más frecuente de la Dama, evocando un desnudo integral que se narra y que da lugar al equívoco motor del argumento. El Príncipe, enamorado de la condesa Porcia, la confunde al anochecer, bañándose en un arroyo, con otra dama y enloquece de amor. Esta dama que él cree ver sería Rosaura, amiga de Porcia y su huésped, cortejada por un caballero español, Carlos, que ha viajado desde Madrid a Polonia tras sus pasos. El público sabe que Rosaura, la que desnuda enamoró al Príncipe, es en realidad Porcia. Pero el Príncipe, no. Este juego y su desvelamiento dan lugar a una entretenida ficción de enredo, donde no falta una puerta que comunica los estrados de las dos damas y una falsa silla giratoria.

El Príncipe descuida las audiencias (las que aparecen muestran la familiaridad que Enríquez debió de tener con el Alcázar de los Austrias en su etapa madrileña) y su tarea de estado, lo que obliga a intervenir al Rey para poner orden en la horda. Hay sátira de estamentos, conductas y oficios, ante todo por boca del gracioso el criado de Carlos, Lirón. Y menosprecio de la babélica Corte y del Poder. Como en este luisiano fragmento, en la Jornada III, de un parlamento del Príncipe:

 

Dichoso aquel, dichoso
que en la ruda montaña
nace a ser Rey no más de una cabaña,
en cuyo albergue pobre satisfecho
solo su corazón manda su pecho
y su pajizo olvido.
Contento de tener por mundo un nido,
que aun pareciera breve
del viento vago al pájaro más leve.
El sí que, libre Emperador del prado,
de sola su lisonja coronado,
sin cuidar de sus vidas y colores,
se sirve de las plantas y las flores,
y el peñasco más seco
que dilata su aprisco,
le obedece vasallo y sufre risco.

 

Es obra de mérito, quizá con un arranque algo moroso y farragoso, pero que encandiló seguro al abigarrado público interclasista de los corrales, incluso aunque buena parte del mismo no captara el alto lirismo de algunos de sus pasajes. De ella nos vamos a centrar en una doble descripción de la Corte hispana, de Madrid, que hacen el galán Carlos a su dama Rosaura y el criado Lirón a la criada Nise. Aparece en la Jornada II, casi a la mitad de la comedia.

Por anticipar una sinopsis, un resumen de las respectivas descripciones, estas ejemplifican la rigidez estamental de la España austriaca. La de Carlos, el señor, es encomiástica, idealizada, focalizada en el esplendor y las bellezas de la Corte hispana. La del criado y gracioso Lirón es desengañada, desvela el velo de las apariencias, del protocolo y las mil y una formalidades de la misma, rozando la picaresca e incurriendo en la dura realidad cotidiana de la lucha por la vida. Por obra y gracia del teatro, uno de los escasos espacios de encuentro entre los diversos estamentos de la sociedad española en el siglo de Oro, refleja al tiempo que la inmovilidad, su contrapuesto: la tendencia a la promiscuidad, el alterne y el mudejarismo social y cultural. El cosmopolitismo y abigarramiento de Madrid, destacando la altura de algunas de sus casas, aparece en esta panorámica de Carlos:

“Yace pues levantada/ sobre un llano esparcido en que dispuestas,/ sin agrura ni ahogo, están sus calles,/ aunque al lado del río, de dos valles/ o las cabezas carga o las corona,/ mostrando encima un monte de edificios,/ y ejército de casas,/ tal que las grandes eminencias dellas/ se suben a alindar con las estrellas,/ llegando con sus frentes las buhardas/ a hacer volantes de las nubes pardas”. “Corazón y cabeza de Castilla”, Madrid es, para Carlos, “de todos envidia y dellos Corte” y, frente a Toledo “peñascosa”, sería “hermosa pesadumbre”. La topografía se hace metáfora de cuerpo humano: “Descubren los collados/ en dos desnudos ombros,/ coronadas las frentes/ de edificios vivientes”.

Una parte de la ciudad da al río y a un parque, que parece ser la Casa de Campo: “colonia de venados y conejos… en arbor tanto que cerrando arriba/ un ramo y otro ramo al aire el paso, pasea… otro campo, otro parque y otra plaza”. Al ocuparse del río, menciona su “ribera amena” y que “no por pequeño (es) menos deleitoso”, añadiendo una muestra de su arte en deslizar contenidos heterodoxos (aquí, eróticos) acerca de sus bañistas o plantas animadas. Vean si no: “además de las plantas que él encierra,/ Madrid también le cubre/ de plantas animadas el Estío,/ y no plantas sujetas/ a que si el viento inquieto las despoja/ del trémulo vestido de la hoja,/ en cadáveres queden,/ que estotras que aun vestidas las exceden,/ están siempre en l Mayo de sus vidas/y si más despojadas, más floridas.”

(Bajo tanta metáfora floral, lo que emerge y lo que mentalmente perciben los espectadores/lectores, como en el tema del baño venusino del arranque y la actriz vestida con enaguas del resto de la comedia, es un desnudo integral femenino, imposible en escena, aunque sí verbalmente. La mayor parte del público de los corrales, inculto y analfabeto, no entendería esa jungla de imágenes y enrevesados conceptos, pero sí la sensualidad que transmite: el deseo y el esplendor del cuerpo femenino. Fue un recurso de los autores judeoconversos, una estrategia marránica, el enmascarar conceptos heterodoxos, aquí eróticos, pero generalmente judaicos y anticatólicos, bajo el exuberante lenguaje gongorino, que los propios gentiles entendían tanto como si les hablaran en lengua hebraica. Parafraseando a Lope, no hablar en griego sino en hebreo “disfrazado en culto”, léase el código culterano, fue recurso explícitamente recomendado para deslizar sus dobles o triples mensajes).

Tras atravesar templos, jardines y copia de edificios, alcanzamos la otra vaguada de la colina, la contrapuesta, el Prado. Altos álamos, pájaros canoros (“instrumentos de pluma”), rientes fuentes, damas (“animadas flores”) de paseo en “innumerables coches” (“portátiles mayos/ que a ser Auroras salen de la noche”). Un florido y barroco testimonio de los problemas de tráfico que sufría el Madrid del XVII, por la obsesión de poseer o al menos usar un coche o carroza. Sin ello, literalmente no eras nadie.

Concluye ya Carlos su pintura y recoge velas ante Rosaura:

Esto es Madrid, Rosaura, por defuera,
que por de dentro, ¿quién pintar pudiera
una calle mayor y tantas calles,
tan pobladas de galas y detalles,
de hermosuras, de ingenios, de señores,
de esfuerzos, de ternuras, de primores,
de fortunas, de casas, de mudanzas,
de quejas, de favores, de esperanzas?

 

Y cierra con el epicentro de la Corte: el Alcázar, actual Palacio Real, hiperbolizando la grandeza del Imperio sobre la imagen solar de la dinastía austriaca, que es Madrid “un lugar como ninguno” y “no una Ciudad, un barrio de Ciudades”: “cuyo Alcázar Palacio es tan gigante/ que hubiera menester menos constante/ agobiar la gallarda pesadumbre/para haber de apagar del Sol la lumbre”.

La apresurada enumeración del caballero acerca del Madrid “por de dentro” no parece satisfacer a su despabilado criado (a pesar del nombre) Lirón. ¿Qué quién puede pintar ese Madrid interior, no aparencial? El propio Lirón. La secuencia es dinámica y habla por sí misma. He preferido transcribirla literalmente:

 

NISE (criada de Rosaura): Y tú, ¿qué me pintarás?

LIRÓN: Harto, aunque mal, te deleitas:
te pintas cuando te afeitas,
no quiero pintarte más.

N: Es tu disculpa extremada.

L: Verdad al menos mas ten
quietud, que en Madrid también
quiero dar mi pincelada.
Es Madrid de pedernal,
empiézanse sobre un fuego
muchos edificios dél
y acábanse sobre un censo.
Son sus mujeres de azogue,
son sus venturas de almendro,
son de azúcar sus galanes,
son de vino sus Tudescos.
son sus tabernas de agua,
de vinagre los deseos,
las desventuras de aceite,
las esperanzas de hueso.
Son las galas de fiado,
los queridos de dinero,
el amor de ratonera
y la hermosura de queso.
Son los gustos de disgusto,
son las finezas de necio,
el agasajo de daca,
lo agradecido de luego.
Son las lisonjas de todos,
son los amigos de riesgo,
son las verdades de nadie,
son de envidia los ingenios.
Lo fiel es de lo Cristiano,
lo demás todo es incierto
y el pan no es de cada día
mas que en solo el Padre nuestro.
Lo que es Madrid por de fuera
ya lo oíste en el bosquejo
de mi amo, Nise, hermana:
esto es Madrid por de dentro.

Como en la mayor parte de su abundante poesía moral (la más apreciada por algunos críticos y estudiosos, como Menéndez Pelayo), aquí Enríquez/Zárate es claro, contundente, sin florituras, recurriendo al romance, con asonancia e-o, una de sus predilectas, directo al hígado y al corazón de las personas que lo escucharan, entonces, o lo lean, ahora. Se diría, camaleónico y sorprendentemente personal a la vez, que el autor, nacido sobre el conquense río Huécar y vivido en Madrid, Ruán y Sevilla fundamentalmente, se manifiesta culterano en labios del señor y conceptista y satírico en los del criado/gracioso. En casi todas sus comedias, el gracioso de Zárate tiene licencia, como el bufón de la Corte, para decir como cuchillos esas verdades y burlas que ridiculizan y destapan las quimeras de sus amos y las grietas y fallas del sistema. En esta misma comedia, Lirón da la versión cómica, popular y refranera de la trama principal: “De un hombre suele contarse/ hartos años ha que pudo/ su mujer tapada hablarle,/ que le enamoró y decía:/ Estos son pies y este talle,/ que no los de mi mujer”.

Materialismo, hipocresía, artificio, falsedad, miseria, hambre incluso: la visión del Madrid por de dentro, el real y verdadero, es en la mirada de Lirón desoladora, nada promocional turísticamente hablando. Más allá de tópicos muy conocidos (el vino aguado de las tabernas, por ejemplo), aquí se toca el fondo, conectando con el estro moralista del Enríquez más respetado y profundo, considerado en su tiempo un catedrático, un as del desengaño: “son los amigos de riesgo,/ son las verdades de nadie”.

Mudarse por mejorarse, de don Fernando de Zárate, es una de esas comedias de nuestro siglo áureo que demuestra la compatibilidad horaciana entre cultura y deleite,  entretenimiento y contenidos de altura, que explican su arrollador éxito y su vigencia no solo en el XVII, sino a lo largo de todo el XVIII, pasando por encima de los ensayos de un teatro neoclásico español, hasta asomarse al mismísimo siglo XIX. Hay más de 5.000 comedias inventariadas escritas y a menudo estrenadas en ese periodo, pero dudo que pasen de la treintena las que, una y otra vez, machaconamente, se llevan a la escena por parte de las compañías de teatro clásico o son adaptadas al cine y la televisión. Sería bueno que directores, adaptadores, productores y programadores tomaran en consideración este enorme y valioso corpus teatral para renovar y enriquecer nuestro teatro. Que en la gran comedia española del áureo siglo no solo fueron caballeros de Olmedo, locos de Valencia o estrellas de Sevilla (y chapó, desde luego, para todos y todas ellas).

 

Fernando de Zárate, Mudarse por mejorarse, en Parte 19 de Comedias nuevas y escogidas de los mejores ingenios de España, Madrid, Pablo del Val, 1663, h. 172v-193v.

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