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Mundo agridulce

I’ve looked at life from both sides now

From win and lose and still somehow

It’s life’s illusions I recall

I really don’t know life at all

Joni Mitchell, “Both Sides Now”.

Quién más, quién menos, ha sufrido desgracias en la vida. Quién más, quién menos, ha pasado momentos dichosos. En la vida predomina, pese a todo, lo gris, en todas sus variantes: lo satisfactorio, las alegrías puntuales, el deber cumplido, las pequeñas penas y frustraciones, resquemores varios, enfados de variado pelaje…

Pues bien, en estos últimos años —digamos que desde el periodo COVID—me ha llamado la atención la mayor frecuencia de unos momentos especiales que calificaría de dulciamargos. Son momentos en que todo apunta a una gran satisfacción personal, a una gran alegría, a un reconocimiento del trabajo, y en que algo, o alguien, viene a desbaratarlo, mejor dicho, no es que lo desbarate, sino que como en una advertencia admonitoria se le hace saber al interfecto que no tiene derecho a una plena satisfacción, que el susodicho sujeto pide demasiado y que, por lo tanto, su alegría será vaciada de su contenido, quedando monda y lironda. Es algo, o alguien, que trastoca la sustancia de la afección positiva, diríamos al modo espinozista. Un o una aguafiestas, vaya, como mano ejecutora del contratiempo. Generalmente, detrás de estas situaciones hay un verdadero ninguneo, una invisibilización del trabajo o de los méritos de cada uno. Otras veces, son encontronazos y muestras de cariño que se mezclan en una reunión familiar. Es como si te pusiesen de repente un semáforo rojo, nada más atravesar pocos metros atrás un semáforo en verde; como si te agriasen súbitamente el dulzor que ibas acumulando, de cara a ese momento. Es cierto que vivimos en una sociedad competitiva en la que reina la indiferencia o la envidia, pero no dejan de asombrarme cada vez más estas situaciones, sobre todo el que se hagan cada vez más frecuentes. Es también muy llamativo el hecho de que el amargor se presente de forma inopinada y súbita y siempre justo después del dulzor, como en las bayas de la planta dulcamara, que son tóxicas. Entras en un parking subterráneo, quieres entrar, aprietas el botón de la barrera y en un abrir y cerrar de ojos, el verde del botón se convierte en un chispazo que te da un calambre. ¡Bienvenido! Es como si se pudiese ver desde el canto de una moneda su cara y su cruz, su toque y su trastoque. No hay cruz y raya, hay cruces y rayas. Alguien podría concebirlo como una especie de superyo freudiano, castrador; otros podrían entenderlo como la aplicación inmisericorde del principio de realidad, abortando todo logro del principio de placer, en fin, habrá los que piensen que es el fruto del azar o incluso, los más creyentes, un hado del destino o una incordiosa predestinación.

Confieso que no me ha importado buscar la explicación, aunque le haya dado vueltas a ello, tal vez porque me di cuenta de que esos momentos dulciamargos no eran solo personales, sino colectivos, nacionales, incluso internacionales. Un Gobierno que parece hacer las cosas bien en un ámbito de acción, se estrella estrepitosamente en otro ámbito, pocos días o pocas semanas más tarde. Un partido político o varios partidos políticos en los que confiabas pueden tomar medidas acertadas y de repente otras radicalmente opuestas a su ADN histórico, a tus propias convicciones. Un parlamento que aprueba leyes sensatas, puede enterrar más tarde una ley igual de sensata que la anterior. Decisiones acertadas se entremezclan, de manera confusa y enojosa, con decisiones erróneas, a veces calamitosas, vergonzosas. Una cumbre internacional, por ejemplo la COP del clima, apunta a una resolución esperanzadora y, en el último momento, todo se desbarata, quedando unos pocos premios de consolación.

Uno no sabe como reaccionar ante estas situaciones. No te han desprovisto de toda la alegría, no te han arrebatado tu trabajo, tu contribución, tu logro, así que no cabe rebelarse, criticar a alguien o mandarlo todo a la mierda. Te los han vaciado de contenido. La copa la mantienes, pero apenas tiene líquido dentro. Además, no sabe ya del todo bien. Se queda uno perplejo, a veces avergonzado de uno mismo. Ignoramos por qué. A menudo, uno se queda con una rabia sorda, que ronronea durante días, apagándose poco a poco. Uno no sabe si recluirse y aislarse o si lanzarse al ruedo del mundo, una vez más, con más energía si cabe. No hay desengaño a la manera barroca, porque para que lo haya tal tiene que ir incubándose desde hacia tiempo. Todo parece inocuo y, sin embargo, lo erosiona todo, los ánimos, primero. Creo que la frecuencia de estas situaciones —si mi hipótesis de que no son neuras mías, sino algo cada vez más generalizado, es cierta— está generando un clima social, en el trabajo, en la calle, de recelo y ensimismamiento, de rabia contenida, de frustración permanente, de tristeza invisible, de neutralización permanente de las energías humanas. Tal vez en Francia sea más acusado. No sabe uno si retirarse definitivamente del trajín social o si redoblar los esfuerzos de cara a una próxima “batalla” con la realidad.

Las dulcamaras no son tóxicas para los pájaros. Al comer sus frutos las difunden gracias a las heces. La cada vez mayor frecuencia de estos momentos agridulces puede que sea debida a que cada vez haya más enojosos “pájaros” que los faciliten: personas incapaces de un trato respetuoso con la gente, personas que van a los suyo y para los cuales los demás estamos de más o, tal vez, si somos optimistas, servimos de florero.

Podemos contemplar por ambos lados las nubes con las que topamos en ese incesante vuelo que es la vida. Perdemos, pero tal vez ganemos algo, como reza la conmovedora canción de Joni Mitchell. Retengamos las ilusiones, en la inmanencia de su refulgir, pues ellas nos mantienen en pie, con dignidad. Por un lado, veremos las nubes algodonosas y tiernas, por el otro lado, las veremos fieras y atemorizantes. Esta es la vida que nos espera a todos en estos tiempos turbulentos, llenos de malos presagios. Pasemos de nube en nube y quedémonos con el cielo, que es vasto y nunca nos juega malas pasadas. Mantengamos la vista firme hacia el inmenso horizonte.

Le Mans, a 10 de marzo de 2025.

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