Hacía algún tiempo que, más allá de sus frecuentes y siempre interesantes artículos sobre cine, no leía a Naief Yehya, digámoslo así, en la confianza que nos debemos los ciborgs, en formato libro.
En otra vida comenté Rebanadas, en cuyos relatos flotan —¿conviven?— los nubarrones de la catástrofe universal y el más hilarante sentido del humor de su novela Las cenizas y las cosas, injustamente abandonada, dejada a la deriva, cuando en realidad, ahora que quienes escriben novelas se proclaman seguidores de la senda abierta por Jorge Ibargüengoitia —hay quienes llegan al extremo de incluir un pasaje de éste a manera de epígrafe como para mostrarnos que sí, que el guanajuatense les habla e inspira desde el más allá— no me queda duda que, en esa novela, Naief despliega un sentido del humor muy anglo, sí anglo, aunque moleste el termino neocolonial, parco, directo, crudo y cruel, irrepetible. Voy a decir algo con el potencial de incendiar la pradera literaria local: al contrario de lo que se predica, el mexicano, en su solemnidad, carece de sentido del humor: rebosa y se regodea, eso sí, en tensas y neuróticas carcajadas, en su muy sórdido sentido de la tragedia.
No me quiero desviar, aunque ¿qué otra cosa es este acto demencial de sentarse frente a la pantalla y teclear, y tomar cuanto detour sea necesario con tal de no escribir? Yo soy un tipo obsoleto, un día de hace demasiadas vidas, Alejandro Rossi me animó, muy a su manera, a escribir, imagínense ustedes, con estas elocuentes y disuasivas palabras: “Salvo momentos privilegiados y poco usuales, cuando uno se pone a escribir casi nunca tiene ganas de hacerlo. Es decir, uno se enamora de la idea de escribir sobre algo, pero el acto material de la escritura es durísimo. Inventamos treinta mil excusas para no llevarlo a cabo: siempre es necesario forzar la cosa. Me parece que escribir es un acto no-natural en el hombre: sentarse a hacerlo puede ser una pesadilla.”
No deja de ser curioso, hasta incitante para sentarse a escribir, que estas palabras de Rossi, extraviadas en el tiempo, que no en el basurero en que se ha convertido mi memoria, se decante hacia esa experiencia tan común, universal, y lamentablemente frecuente: las pesadillas y sus mundos de angustias, horrores y agobios. Con estos materiales, Naief Yehya escribió el libro que terminé de leer hace un par de días.
Aunque comencé a ir al cine y a ver películas para “adultos” siendo un crío, carezco de la erudición cinematográfica de Naief Yehya, por lo que hacer justicia a su más reciente libro de ensayo, Mundo Dron. Breve historia ciberpunk de las máquinas asesinas, mediante comentarios generales camuflajeados de una percepción crítica ubicable a la escala en la que se mueve su autor, me parecería el clásico y nefasto artilugio tan caro a quienes se dedican a reseñar libros en eso que durante el siglo pasado todavía se designaba como la república de las letras mexicanas, por fortuna hoy un deslavado aunque todavía muy ansiado, parcelado y enfermizamente custodiado territorio.
Por si fuera poco, el mejor ensayo acerca de este libro de ensayos de Naeif Yehya, lo escribió Juan Villoro hace ya un par de meses.
Muy poco tengo que decir acerca de Terminator y sus secuelas, lo mismo de Mad Max, de Alien de plano nada, me confieso en ese caso un espectador con el receptor obturado, pero de Blade Runner sí y, a partir de ahí, de lo que intuyo es el nervio, o sistema nervioso central, de los ensayos cinematográficos incluidos en Mundo Dron: la realidad de las pesadillas entrevistas en esa forma del sueño que es, o era, ir al cine a ver películas, así como del poder oracular, en los términos culturales, políticos y sociales, de ciertas películas que se tornan epocales, la cifra o elucidación de los tiempos por venir.
Al abordar y desmenuzar para el lector la película Blade Runner, Naief establece una interesantísima relación entre la omnívora y omnisciente tecnocultura en la que ya vivimos, y aquello que prefiguraba el mundo ciborg y sus representaciones fílmicas:
[Blade Runner] Era una especie de oráculo, y no porque imaginara que veríamos autos voladores en un futuro próximo, sino por el contraste entre alta tecnología y miseria, así como la belleza poética del caos urbano, y la fascinante y aterradora posibilidad de fabricar seres más humanos que el humano. Además, la cinta ofrecía evidentes metáforas de la segregación, racismo, megacapitalismo, calentamiento global y la sexta extinción que ya arrasa con miles de especies de seres vivos del planeta.
Hay en esto que escribe Naief no sólo el comentario a una película que trastocó la forma en que nuestra generación comenzó a ver las cosas —me refiero desde luego a la que pertenecemos Naief y yo, las actuales vayan ustedes a saber qué piensan o creen. Se trata de la identificación, acertada e imposible como una flecha que pega tres veces en el blanco, de un estado de ánimo y de un mood adquiridos después de haber visto Blade Runner, de los cuales fue imposible desprenderse posteriormente.
Al menos ese fue mi caso. No recuerdo mediante qué mañas, si hubo o no una pequeña gratificación monetaria para facilitar el acceso, a los doce años de edad me fui a meter al cine Tlalpan, mi antiguo barrio de la infancia, donde lo mismo proyectaban a Ridley Scott que las magnas obras de Miguel Delgado, por ejemplo Las ficheras, estelar y bellamente protagonizada por Jorge Rivero y Sasha Montenegro. 1982, mil novecientos ochenta y dos fue el año en que se estrenó y yo vi Blade Runner. Decir que me quedé helado, fascinado y angustiado, sería poco. A mis doce, asistí a un oráculo, y lo tuve claro, no me pregunten cómo, pero desde entonces el mundo se convirtió en un sitio preocupante, deprimente, de pesadillas que comenzaron a decantarse una tras otra tanto —aquí no exagero ni un milímetro— en mi vida como en la vida a mi alrededor.
Naief ofrece múltiples, muy informadas y certeras explicaciones al respecto y cuyo intento de glosar aquí sería caer en un despropósito, especialmente cuando la lectura, al menos como yo la experimento, es sobre todo una conversación —una conversación infinita— con el autor y el universo referencial que éste nos propone. Por ello prefiero ofrecer aquí mi versión del asunto, que a su vez remite a otras lecturas y otras experiencias, por lo que nadie espere aquí originalidad alguna, cierta autenticidad quizá, y eso con suerte.
En un librito muy conocido, La adivinación en la antigüedad, Raymond Bloch argumenta que el fin del mundo de los dioses, la muerte de los dioses mismos, no ha implicado en sí que los seres humanos abandonemos rituales y prácticas adivinatorias, oraculares, que nos señalen o indiquen el futuro que nos espera. Desde luego que no es el tema de Bloch, quizá de Freud y sus intérpretes y exégetas sí, pero la lectura de Mundo Dron. Breve historia ciberpunk de las máquinas asesinas, me recordó algo que por más obvio no dejó de perderse en los sedimentos mentales de quien fuera, hablo de mí, un fanático de ir al cine sin estar todo el tiempo ni todas las veces plenamente consciente que asistía a un ritual de índole onírica y por lo tanto participante en sus procederes predictivos.
Hablo de las complejas correspondencias entre la experiencia de soñar e irse a meter a una sala junto con otras cincuenta personas, todos sentados en la oscuridad mirando imágenes impactando la pantalla de cine, y ésta a su vez enviando de regreso historias y significados que rebotaban, giraban y se iban a depositar en nuestras inconscientes consciencias. Y al final de la película, todavía atolondrado por semejante experiencia de intercambio cognitivo, salir de la sala de cine siendo alguien ya cambiado, mutado, ya distinto, relativamente cuerdo —como decía Borges asombrado al traspasar cada noche los laberintos de sus propios sueños y pesadillas; un laberinto no ajeno al que recorre y describe Naief Yehya, sea mediante el detallado análisis interpretativo de las películas que aborda en su libro, sea a través de los argumentos y hechos a los que recurre para mostrar y demostrar el impacto no sólo en el mundo exterior que tienen tecnologías como los drones, sino también su capacidad de introyección en nuestros propios cuerpos, convirtiéndonos en portadores, vehículos y replicadores de la muerte.
La actual epidemia de COVID-19 no es sino un claro ejemplo de lo anterior. Sin el menor asomo de oportunismo, a ello también se refiere Naief Yehya. Me resta añadir lo obvio: nos hemos convertido en ese dron individual, infectado y capaz de transferir y multiplicar un virus mortífero a escala planetaria, en extensa medida gracias al uso masivo de tecnologías como la aeronáutica comercial, sea para largarse de vacaciones, sea para apuntalar aún más la curva de rendimientos de empresas y corporaciones con intereses en todas partes.
Concluye Naief: “Aunque aún no hay androides asesinos por nuestras calles ni mentes artificiales disparando misiles nucleares, nuestro Mundo Dron es una perturbadora versión de la deshumanización tecnológica que anunciaban nuestras ficciones cinematográficas.”
Es cierto que, para usar un título de Román Gubern —con quien al menos en el mundo hispanoamericano Naief Yehya comparte la inequívoca condición del auténtico crítico de cine, ajeno a los meros comentaristas chatarra—, hay algo así como las patologías de la imagen, que se traducen en conflictos ideológicos, religiosos, políticos, etcétera. Una vez clausurada la costumbre, el rito de ir al cine debido a la actual pandemia y las que le seguirán, me pregunto qué clase de producciones cinematográficas se realizarán —o ya se realizan— pensando precisamente en el observador solitario, sentado en la sala de su casa, mirando una película en la pantalla del ordenador, con o sin iluminación ambiental. ¿Será semejante experiencia el preludio a una modificación fundamental a la forma en que soñamos, en que tratamos de entrever el futuro, el final de esa adicción por las prácticas oraculares que, con o sin dioses, la especie humana se ha mantenido así, más o menos humana, más o menos cuerda?