El mundo
El mundo, como escribía el filósofo Ludwig Wittgenstein, “es todo lo que acaece” (“Die Welt ist alles, was der Fall ist”). Así lo planteaba el vienés en la primera proposición del Tractatus.
El mundo es el conjunto de lo existente.
Es decir, lo que manifiesta y no trascendentalmente sobreviene.
El hecho de la lluvia, tres pequeños objetos compactos que constituyen un juego de desayuno: taza, platillo, cucharilla, o un gran objeto complejo, tal un avión; todo ello, por poner algún ejemplo, plenamente pertenece al mundo.
El mundo siempre es objetivo.
La lluvia cae y no trasciende. Moja la tierra, o cualquier otro suelo sin hacer otra cosa que transformarse de humedad vertical en humedad horizontal.
Muta, según las circunstancias.
Por unas ciertas circunstancias, puede convertirse en hielo. Por otras, en vapor.
La mutación establecida en la fabricación de un avión viene dada en que pequeñas piezas se conformen en la grandísima pieza del objeto terminado.
El fuego no trasciende la forma del inmenso vehículo, sino que una determinada aplicación de su empleo deviene soldadura.
El tornillo aplica su rosca en la tuerca, apretando los materiales.
El avión, así, parece todo uno y no hecho de fragmentos. Sin más.
La noción de morir, la certeza de que suceda, únicamente están basadas en la capacidad de trascender. Ya veremos por qué.
El mundo ignora la muerte. Sólo atesora una efectiva capacidad de transformación.
Una transformación inconsciente.
En el mundo, nada se crea, nada se destruye, todo se transforma. ¿Quién lo dijo?
Frase conocidísima que se atribuye, según me soplan, a un nombre muy poco conocido: Antoine de Lavoisier.
Un río, en la naturaleza que conforma buena parte del mundo, empieza su curso en un manantial y lo acaba, o bien en otra corriente fluvial o un lago, o en el mar.
El río, si tuviese conciencia, siempre se sentiría igual de río, ajeno a su principio y su final.
La misma objetividad muestra en su primer salto a su cauce que en su extinción, fundido en otras aguas diferentes.
No se da cuenta de esos cambios.
Todas las hierbas, que se marchitan, no se renuevan; se suplantan por otras.
Así, los tallos, las hojas, los troncos, las flores, no dan lugar a otros tallos, otras hojas, otros troncos, otras flores.
Hay un tallo, una hoja, un tronco, una flor, que se repiten hasta la saciedad.
El mundo no deviene de sí mismo. El mundo es plural.
Por poseer el mundo una naturaleza completamente objetiva, la belleza que se le pueda adjudicar es sumamente cuestionable.
¿Los bosques son más bellos que los desiertos?
¿Las grandes cascadas son más bellas que las arenas movedizas?
¿Y qué contiene más belleza, una palloza o un palacio?
¿Y cuál más, en el ámbito de los coches: el desahogado, y atrevido en su diseño, Rolls-Royce, o el angosto, y sucinto en su dibujo, Smart?
La diversidad de plásticos arrojados desaprensivamente en los ribazos, o en las agrias cunetas que divisamos desde la ventanilla del coche, ¿es algo aceptado como indudablemente feo?
¿Y los ceniceros de plástico diseñados por André Ricard son bonitos?
Ah, amigo, aquí hemos dado con el arte, cuestión en la que enseguida vamos a entrar.
Cuando una persona muere, hasta que se le oculta de él, enterrándola o quemándola, queda intrusa para el mundo.
Ya no es un objeto existente.
Es un amasijo de carne que comienza a pudrirse, disonante con el mundo.
Tengo como un ideal este trecho sobre la muerte escrito por Eduardo Chicharro, el postista. Versos que pongo en prosa: “Pido yo desde aquí que sea respetada mi última voluntad que digo desde ahora: que nadie asista a mis estertores y boqueadas, que nadie de mi familia ni de nadie me vea en esa mezquina disposición, que nadie me lave ni me vista ni me desnude ni me toque, que entren por mí a oscuras y que me tapen con el trapo más inverosímil y que me envuelvan en él, envolviendo en él mi mayor vergüenza, mi más ridícula postura de gran desvalido, y que me entierren en un cajón barato y me lleven al cementerio de noche, secretamente, que me entierren según disponen en lo estricto los reglamentos religiosos y cívicos y que no se me ponga lápida, y que se esconda la noticia con evasivas y pretextos durante el mayor tiempo posible, y que se hable de una cosa ya muerta lo menos que sea dado a entender. Que me recuerden de vivo, pero sin pensar si morí o no morí, y sin decir pobre ni pibre.”
A su hija, Lila Chicharro, le pregunto si este anhelo se quedó en este fragmento poético o realmente se materializó. Ella me contesta: “Fue exactamente así. Cumplimos su deseo.”
Mi deseo rechaza ser visible para el mundo estando muerto. Verbigracia: Estar mi cuerpo inerte situado durante unas horas en una de las correspondientes dependencias de un tanatorio.
Desde que fallezca hasta que se me incinere, lo mejor es estar a oscuras, ajeno a las fatídicas y absurdas reuniones entonces, dentro de un cajón frigorífico en la morgue del hospital donde vaya a fenecer.
La realidad
También el filósofo Wittgenstein asocia lenguaje y realidad.
Deduciendo que el primero (sin haber otro elemento alternativo) impulsa a establecerse a la segunda.
Lenguaje y realidad fuera del mundo o, si se quiere, en los límites del mundo.
En todo caso, ambos superando al mundo.
La realidad sólo puede ser sentida por los humanos, dueños del pensamiento.
Y el pensamiento es generado por el lenguaje.
Se piensa con palabras.
Proceso de lenguaje, o pensamiento, siempre cargado de intencionalidad.
La realidad parte del mundo.
Pero lo amplía.
Se conduce hasta lo imaginable, concebido como un matiz del mundo, materializado por un lenguaje que lo trasciende, que lo transustancia.
Los bichos no aprehenden la realidad.
Están tan exclusivamente sujetos al mundo, que solamente perciben lo real.
Ellos carecen de lenguaje, de pensamiento.
Un maullido pertenece al mundo; una palabra no.
La realidad no es intrínseca materia del mundo.
La realidad es una imagen.
La palabra “mesa” es obvio que no es una mesa.
Es una imagen consistente en la realidad del objeto mesa.
* * *
La realidad más pura que conforma el lenguaje, siempre teniendo como referencia los elementos del mundo, es el arte.
Un elemento del mundo, la piedra, estrictamente se define, y escogemos la definición enunciada por la RAE, como una “sustancia mineral, más o menos dura y compacta”.
Sin embargo, el poema “La piedra”, del autor polaco Zbigniew Herbert (1924-1998), alarga, en una atractiva y compleja realidad, el concepto de esa materia que como componente del mundo se caracteriza por una descripción tan simple.
“La piedra es la criatura / perfecta // igual a sí misma / vigilante de sus fronteras // exactamente repleta / de pétreo sentido // con un aroma que a nada recuerda / a nadie espanta no despierta codicia // su ardor y frío / son justos y están llenos de dignidad // siento su duro reproche / cuando la apreso en mi mano / y su noble cuerpo / absorbe el falso calor // -Las piedras no se dejan domesticar / hasta el final nos mirarán / con su mirada tranquila clarísima”. (Traducción de Xaverio Ballester).
La realidad, como vemos en este ejemplo, es palpitante.
Nunca objetiva, siempre subjetiva.
A diferencia del mundo, objetivo, del que, no obstante, la realidad siempre procede.
Hálito artístico igual a realidad creada por el lenguaje: igual a resuello humano.
Gran ventaja de percibir la realidad, especialmente la que la literatura impulsa, es que no se necesita, para asumirla plenamente, estar en contacto con el mundo que refleja.
Pudiéndose prescindir de la presencia de los elementos “reales” que provengan del mundo y aboquen a esa realidad.
En la novela La madre naturaleza, de Emilia Pardo Bazán, continuación de Los pazos de Ulloa, se describe con mucha frecuencia el paisaje gallego donde el relato se sitúa. Para gozarlo, no es necesario hallarse en él físicamente. Sólo basta enfrentarse a la realidad del libro:
“El Avieiro corría allá abajo, rumoroso y profundo, no muy distante. Por aquella parte se ensanchaba la hoz, hacíase muy suave, casi insensible, el declive de las montañas, y el río, en vez de rodar encajonado, sujeto, con torsión colérica de serpiente cautiva, se extendía cada vez más ancho, bello y sosegado, ostentando la hermosura y gala soberana de los ríos gallegos, la margen florida, el pradillo rodeado de juncos, salces y olmos, la placa de agua serena que los refleja bañando sus raíces, el caprichoso remanso en que el agua muere más mansa, más sesga, con claridades misteriosas de cristal de roca ahumado; la frieira, la gran cueva a la sombra del enorme peñasco, en que la sabrosa trucha busca la capa de agua densa y no escandecida por el sol; el cañaveral que nace dentro de la misma corriente, el molino, la presa, toda la graciosa ornamentación fluvial de un río de cauce hondo, de país húmedo, que recuerda las ideas gentílicas, las urnas, las náyades, concepción clásica y encantadora del río como divinidad.”
Sólo la literatura, en parte el teatro, en parte el cine, en parte el canto, se realizan trascendiendo en realidad el uso de la palabra. Pero también otras artes: pintura, escultura, arquitectura, danza, música, etc., parten también del lenguaje para formar su propia realidad.
Las obras de todas estas artes igualmente hay que pensarlas.
El cuadro “Flagelación de Cristo”, de Piero della Francesca, exhibe perfectas piezas integrantes del mundo que nos rodea: figuras, vestiduras y atuendos de la época del pintor, típica arquitectura renacentista, árbol verde, cielo azul, nubes blancas.
Pero la disposición natural de personajes y decorado está armonizada en una realidad que marca grandes diferencias con lo consuetudinario y mundanal, a través de adecuada perspectiva, relieves, combinación cromática.
El genio artístico de Piero della Francesca ha originado una secuencia hermosamente inédita que el mundo por sí solo no muestra.
Coda
Lo singular de la realidad, debido a su subjetivismo, es condicionar la calidad de su perfección por un receptor más o menos cualificado.
La ciencia que estudia ese proceso del grado de asunción de la realidad percibida por cada uno es la fenomenología.
Es decir, cómo la realidad se nos aparece, debido a nuestra experiencia y a nuestra capacidad cognitiva.
Las diversas actitudes dadas influyen poderosamente en la interpretación de la realidad que conformemos.
Se considera al filósofo y lógico judío-alemán Edmund Husserl (1859-1938) el máximo responsable de la idea que se tiene actualmente de la fenomenología.
Nahum Montagud Rubio afirma que “dentro de su teoría, se defiende la idea de no presuponer absolutamente nada sobre la realidad percibida y estudiada. Así pues, se puede interpretar que Husserl era contrario a conceptos que, si bien estaban muy aceptados en la sociedad, realmente se impregnaban de prejuicios y preconcepciones, como lo son la idea del ‘sentido común’ e ideologías de tipo discriminatorio.”
Lo que hace unir la filosofía de Edmund Husserl a otras disciplinas psicológicas y sociológicas.
La realidad, como visión personalísima de cada individuo, podríamos tomarla como de realización infinita, al contrario que el mundo, cuyos elementos, si bien muy numerosos, se contienen en un reducto limitado.
Ya que su caudal numérico es finito.