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Música en las villas del Véneto

 

 

El texto que hoy presento, firmado por A.C., apareció en el trigésimo número de Miscellanea della cultura veneta, publicado en Padua en julio de 1949. La revista dejó de publicarse hace cincuenta años y no he podido encontrar a nadie que confirmara que detrás de esas iniciales se encontraba Alvise Contarini. El estilo del artículo recuerda, sin embargo, al del musicólogo veneciano y, por eso, he decidido incluirlo en nuestra compilación.



 

           Como Afrodita, la diosa nacida de la espuma que rodeaba el miembro amputado y flotante de Uranos, Venecia emergió de las aguas en el mismo instante en que una época declinaba y otra nueva empezaba a ser. Sus fundadores, originarios de las campiñas del Piave y el Adigio, eran viejos romanos que buscaron refugio en la laguna huyendo de los bárbaros que arrasaban Italia. A diferencia de Roma, obra de pastores y ladrones sin historia, estos proscritos no eran gente cualquiera. Muchos pertenecían a la aristocracia imperial y poseían bienes y cultura. Prueba de que la sangre que corría por sus venas conservaba el vigor de los antepasados fue la propia Venecia, ciudad que pronto puso a raya a los adversarios de la civilización.

          Desde cualquier lugar que se la mire, el cielo o el mar, Venecia da la impresión de haber sido hecha de una vez, fruto de un hechizo o de la inspiración de un artista genial. Fueron necesarios varios siglos, sin embargo, para que los refugiados de la laguna se asentaran en los áridos islotes de Rivoalto. Al principio prefirieron lugares próximos al continente, probablemente porque albergaban la esperanza de volver o porque suponían que los bárbaros no fundarían nuevos reinos, sino que se conformarían con ir y venir de aquí para allá, robando y destruyendo. Pero los conquistadores, incapaces de convertir su fuerza en un poder organizador, se sucedían sin cesar, igual que olas en la playa y los venecianos acabaron entendiendo que el sueño de una vuelta al solar de sus antepasados era ilusorio. El caos y la anarquía habían deshecho lo que Roma construyó a lo largo de mil años. Harían falta siglos para rehacerlo. Únicamente les quedaba la laguna. Esta era su hacienda y su fortaleza, un bastión inexpugnable mientras los bárbaros desconociesen el arte de la navegación. La pesca, el cabotaje y el comercio de la sal eran sus únicos recursos. De ellos dependería en adelante su supervivencia. Y supieron aprovecharlos, nadie puede negarlo.

          Recluidos allí, pero no como ovejas amedrentadas, sino como águilas orgullosas, no volvieron la mirada al continente hasta mucho después. Preferían gravitar en la órbita de Constantinopla a errar en el caótico mundo occidental. Constantinopla, sin embargo, estaba lejos para ejercer una influencia duradera y pronto se desvincularon de ella. La oportunidad se presentó en el siglo VIII, con el edicto de León III prohibiendo el culto de las imágenes. Venecia se negó a acatarlo argumentando que las imágenes son signos de lo invisible y que el rechazo de toda comunicación entre tierra y cielo, a la manera de musulmanes y judíos, se oponía al mensaje de Cristo. Su postura, enraizada en el mundo pagano, descansaba en la creencia de que alegorías y símbolos traducen al lenguaje de los sentidos la experiencia de lo trascendente y que la verdad se muestra en el orden de las apariencias y sólo dentro de ellas.

          La ruptura con Constantinopla se materializó en el año 828, con el traslado de las reliquias de San Marcos desde Alejandría. El culto al evangelista supuso la postergación de San Teodoro, hasta entonces patrón de la ciudad, y la instauración simbólica de un nuevo principio. A partir de ese día, el interés prioritario de la ciudad fue consolidar su supremacía en el Adriático para garantizar el movimiento de su flota, de la que dependía el comercio y prosperidad de sus habitantes. Esta fue otra razón para desentenderse de Occidente, tierra a la que no volvieron a volver la vista hasta que el abad Suger, padre del arte gótico, restauró la posibilidad de representar lo celestial mediante los sentidos conectando de nuevo el bien y la verdad con la belleza. Cuando esto ocurrió, Venecia ya era una potencia, dueña de una porción del Imperio Bizantino y de las rutas comerciales de Oriente.

          Si alguien hubiera dicho entonces que los venecianos tardarían quinientos años en volver al solar de sus antepasados nadie lo hubiera creído. A pesar de que sus mercaderes llegaban a Constantinopla sin tocar islas, fondeaderos o puertos que no pertenecieran a la República, fueron incapaces hasta el siglo XIV de dar el salto que los separaba del continente. Aquellos tres kilómetros resultaron los más difíciles de recorrer y nunca los hubieran recorrido de no haber sido por el empeño de los paduanos en desviar el curso del Brenta a fin de acortar el trayecto que los separaba del Adriático. El proyecto representaba una inquietante amenaza para la Serenísima porque cualquier alteración en las condiciones de la laguna podía dar al traste con su precario equilibrio. El encenagamiento de los canales, además de impedir la navegación, aumentaba el riesgo de enfermedades palúdicas, algo que había sucedido ya en la vecina Torcello, una populosa ciudad que tuvo que ser abandonada a causa de los insectos y la malaria. Hasta qué punto preocupaba todo esto lo atestigua el hecho de que durante el dogado de Pietro Ziani, sucesor de Enrico Dandolo, el conquistador de Constantinopla en 1204, se debatió en el Senado el proyecto de desmantelar Venecia y trasladar en masa la población a la capital bizantina. La propuesta fue rechazada por un único voto de diferencia.

          La lucha con Padua pasó por diversas fases y duró un siglo. Los Carrara, señores de la ciudad, intentaron por todos los medios socavar la posición dominante de Venecia sin el menor éxito. En 1384 se acercaron demasiado a la laguna al conquistar Treviso. Fue su ruina. La Serenísima se sintió gravemente amenazada y tras cuatro años de duros combates arrebató a sus adversarios la población. Convencida de que debía fortalecer su autoridad en la región y evitar definitivamente el peligro, se hizo con Montagnana, Este, Bassano, Legnago, Feltre, Belluno y Monselice. Padua cayó en 1406 y poco después lo hicieron Vicenza y Verona. El imperio veneciano se extendía ahora por el continente.

          El giro hacia el oeste coincidió con el despliegue otomano hacia Constantinopla,  tomada por Mehmet II en 1453. La situación en aquella parte del Mediterráneo, donde se encontraban las principales posesiones de Venecia, un rosario de islotes, fondeaderos y plazas fuertes fundamentales para la prosperidad de su comercio, se estaba volviendo incierta por culpa de los turcos. Pese a las dudas de los sectores más tradicionales del patriciado, partidarios de mantener a toda costa su viejo estilo de vida, cuando el león de San Marcos apoyó sus garras en tierra firme hizo lo único que podía hacer para salvar el incierto porvenir.

          Siempre se ha dicho que el confinamiento en un espacio reducido, sin posibilidad de ampliación, fue una de las causas de la fuerte cohesión social del pueblo veneciano, el menos conflictivo de la historia. La observación resulta a tenor de los hechos difícil de discutir, pero hay que reconocer también que la sensación de asfixia que semejante situación generó debió ser considerable. No es extraño, por eso, que uno de los sueños más arraigados de los venecianos fuera poseer una quinta de recreo lejos de la ciudad. Este sueño comenzó a ser realizable en la época en que la Serenísima dio el salto al continente.

          En 1500, cuando Jacopo de´Barbari elaboró su célebre panorámica de Venecia, las quintas de recreo aún se concentraban en las islas de la laguna, Murano y la Giudecca principalmente. Con la conquista de amplios territorios en el continente, aquellos que podían permitírselo comenzaron a levantar hermosas casas en los territorios ocupados, donde el espacio y el precio permitían acometer obras cada vez más ambiciosas. Prueba de la pasión de los venecianos por las villas es la enorme difusión que tuvo en la época un libro anónimo, la Hypnerotomachia Poliphili, impreso en 1499 por Aldo Manucio. El texto, demasiado alegórico para los gustos actuales, atrajo sobremanera al público de entonces, aunque menos que las ilustraciones, obra de Giovanni Bellini o de su taller. El autor (basta con unir las letras capitulares de los treinta y ocho capítulos para hallar su nombre, Francisco Colonna –Poliam frater Franciscus Colonna peramavit, el hermano Francisco Colonna ama locamente a Polia), relata el sueño en que Polifilo aprende que toda cosa humana es sueño. Aunque abundan los elementos esotéricos, los personajes se mueven por huertos, jardines y edificios reales construidos en placenteros parajes. La detallada descripción que se hace de ellos revela la importancia que para los venecianos tenían estas construcciones. Una de las singularidades de la obra, quizá también una de las razones por la que algunos eruditos la han considerado ilegible, es que Polifilo trata los edificios como objeto de deseo, mirándolos y acariciándolos igual que al cuerpo de su amada, algo que desde luego debe interpretarse metafóricamente, aunque constituya a la vez un indicio evidente de la pasión que se profesaba hacia ese tipo de arquitecturas ajardinadas.  

          La solvencia inveterada de los venecianos tuvo mucho que ver con el interés por adquirir tierras y construir lujosas mansiones. Venecia era una ciudad riquísima. A ella afluía buena parte del capital internacional. A diferencia de otras ciudades, el número de mercaderes era enorme. Buena parte de la población participaba directamente de los negocios y el Estado impedía con sus leyes la posibilidad de monopolios. La costumbre era que incluso personas de baja condición entregaran sumas pequeñas a los mercaderes para que negociaran con ellas en el exterior. A su vuelta, se repartían equitativamente los beneficios. Cuando estos alcanzaban cierto nivel había que invertir. Durante siglos las inversiones no salieron de la ciudad. Con la conquista del Véneto la cosa cambió por completo.

          La República, con su típica energía, asumió la tarea de organizar la explotación de los nuevos territorios. Lo primero fue bonificar una tierra que había sido abandonada debido a la inseguridad reinante en la comarca durante siglos. A ese fin se desecaron las tierras pantanosas y se ganó espacio para la agricultura y la ganadería, mejorándose las condiciones de vida de la población. Igual se había hecho siglos atrás en Creta con idéntico éxito. El gobierno controlaba la canalización de las aguas –las villas se alzaban a orillas de ríos y canales, una compleja red de arterias acuáticas que permitía llegar en barco a ellas desde Venecia- y el almacenamiento y distribución de productos agrícolas, mientras que los propietarios de las fincas, en su mayoría patricios, se encargaban de su aprovechamiento.

          Aunque parezca que las villas surgieron al azar, sin otro criterio que la elección de un paisaje bonito o un lugar bien comunicado, todo lo que se hizo con ellas respondió a un plan preciso, en el que la rentabilidad era prioritaria. La explotación del territorio no era inconciliable con la vida refinada a la que estaban habituados los patricios. Prestigio, utilidad y placer son los objetivos perseguidos con estas edificaciones. Las villas debían ofrecer lo necesario para organizar las faenas agrícolas –multitud de pueblos surgieron entonces junto a ellas- y, a la vez, proporcionar a los propietarios aquello que precisaban para cultivar el espíritu y los sentidos. Sus dimensiones y la decoración monumental de algunas de ellas explica que se haya hablado a veces de lujo desmesurado, incluso de megalomanía, pero no debe olvidarse que las gigantescas residencias, los pabellones de caza y los jardines salpicados de estatuas y galerías porticadas convivían con almacenes y depósitos, indispensables para la labor del campo, una ocupación por la que también habían sentido un venerable respeto sus antepasados romanos.

          Hasta la guerra de Cambrai, en la que Venecia se batió sola contra las potencias del momento, no quedaron confirmadas internacionalmente las posesiones venecianas en el continente. El tratado de paz, firmado en Bruselas en 1516, supuso un importante impulso al mundo de las villas. Los cambios se manifestaron en todo, desde el estilo arquitectónico a las costumbres. Murallas, torreones y barbacanas, característicos del orden feudal, ajeno a Venecia, fueron desapareciendo. Lo mismo ocurrió con las cotas de malla, las espadas y puñales. La Serenísima, inspirada por un ideal que se remontaba a la antigüedad clásica, extendió su ley y su sentido de la justicia a todo el territorio, invitando a sus súbditos a vivir con arreglo a él.

          El mejor intérprete del nuevo ideal fue Andrea Palladio, quien consiguió aunar la función carismática de la arquitectura con el principio del rendimiento y los ideales existenciales y estéticos de la antigüedad. Aprovechando que la República favoreció en tierra firme la erección de grandes edificios a fin de realzar la grandeza y riqueza de los patricios (en Venecia, en cambio, estaba prohibido construir nada que pudiera competir con el palacio ducal), dotó a las villas de la suntuosidad que los romanos reservaban a los templos sin despojarlas de su sentido utilitario ni de la comodidad que anhelaban los propietarios. Esta mezcla de monumentalidad, pragmatismo y fruición constituye la esencia de la villa. En sus colosales salones lujosamente decorados los patricios ejercían en nombre de la Serenísima las funciones públicas que les concernía como gestores del territorio al tiempo que extraían su riqueza y disfrutaban de los placeres privados del retiro. No hay que juzgar, pues, el uso de recursos arquitectónicos procedentes de los templos antiguos como una profanación a costa de los mitos paganos, sino más bien como una especie de sacralización de los recintos domésticos. El morador de una de estas majestuosas residencias, circundada de jardines y bosques, participaba de las delicias de una vida placentera y disfrutaba de los manjares de una cultura favorecida por un régimen sustentado en la justicia. Lejos de las callejuelas de la ciudad medieval, la vida refinada se convirtió en algo sagrado, ejemplo de lo que puede hacer un poder que mira por la felicidad.

          Desde luego no es casual que uno de los primeros tratados dedicados a examinar los secretos de una larga vida se escribiera en una de estas villas. Su autor, un patricio que retrató Tintoretto, Alvise Cornaro, murió centenario a pesar de la vida disipada que llevó en su juventud. El título del libro lo dice todo: Discurso sobre la sobriedad. Consejos para vivir mucho tiempo. Se trata de una serie de recomendaciones cuya principal virtud es haber sorteado la charlatanería. Cornaro ataca a alquimistas y astrólogos, de moda en su tiempo, y se mofa de las teorías que relacionan la salud con las conjunciones estelares, los metales o la raspadura de unicornio. Convencido de que estas supersticiones son argucias para aligerar la bolsa de los hipocondríacos, insiste en que lo esencial es llevar una vida razonable, sobria en lo físico y serena en lo espiritual, y que el lugar más idóneo para alcanzar tales objetivos no es la ciudad, sino el campo, donde se respira un aire puro, se descansa adecuadamente y los alimentos conservan su frescura. Los antiguos romanos pensaban del mismo modo. Plinio el joven, por ejemplo, habla en las páginas que dedica a su villa de la Toscana de las ventajas de morar en un lugar sano y apacible. “Aquí –le explica a su corresponsal- puedes encontrar abuelos y bisabuelos de jóvenes maduros y escuchar historias que parecen venir del siglo pasado”.

          Para entender el espíritu de las villas venecianas no basta sin embargo con evocar el pretérito romano de sus constructores, hay que tener presente también que éstos no eran burgueses más o menos conscientes de las diferencias entre el bien propio y el bien común, sino patricios de una República aristocrática en la que el gobierno constituía, a la par, un derecho y una carga. La felicidad, al contrario que la virtud y el bienestar, era para la nobleza veneciana un asunto estrictamente privado, un derecho que el individuo tiene después de cumplir con los deberes familiares y públicos de los que depende el bien de la patria y, por ende, el suyo propio. Las máscaras, habituales durante medio año en Venecia, fueron el sutil medio de que se sirvieron para garantizarlo. En vez de modificar su régimen, los venecianos prefirieron adoptar el carnaval como alternativa. La opresión política, sentida sobre todo por la clase gobernante, se compensaba con el derecho a conducirse anónimamente sin restricciones de ningún tipo. Los venecianos podían presumir con razón de ser gracias a esa libertad particular el pueblo más alegre y libre de Europa.

          De cualquier forma, el elemento esencial de la villa no era la casa, sino el jardín; aquello que más añoraron los venecianos del continente. En Venecia también había jardines, pero exiguos y tapiados, al estilo de los claustros conventuales. Un pozo, una parra y unas flores constituían un lujo. El sueño, inspirado en los relatos de los viajeros y en el Decamerón de Bocaccio, era disponer de un espacio repleto de árboles frutales, rosales y viñedos, con prados exuberantes por los que corrieran regatos de agua limpia. Un jardín, sin embargo, es obra de años. En rigor, nunca está concluido del todo y cada mano que lo toca, aunque sea respetuosa con el proyecto original, le añade algo nuevo. Ciertos elementos vegetales necesitan períodos mayores que una vida para desarrollarse por completo. Los setos de boj, alheña y enebro o los macizos de flores crecen deprisa, pero las grandes coníferas o las magnoliáceas de largas ramas donde anidan las aves prefieren la lentitud. Son estas torres vegetales la que confieren al jardín su sello dando la impresión de vuelta al paraíso. Bajo la benéfica sombra de un árbol, junto al estanque poblado de ánades o caminando por una avenida flanqueada de estatuas, el habitante de la villa no se encuentra con nadie salvo consigo mismo.

          Rodeando estos jardines se alzan a menudo altos muros cubiertos de enredaderas y musgo que delimitan y protegen las propiedades. Ajenos a las fracciones humanas del territorio, los pájaros vuelan de una finca a otra persiguiendo a los insectos o picoteando los racimos de uvas que fulguran entre las vides. Unas veces se acompañan de un piar ensordecedor, otras callan misteriosamente. Son los pobladores de las villas quienes, al igual que los viejos augures, deben interpretar estos signos procurando no confundir las advertencias de las especies autóctonas -cuervos, lechuzas o cornejas- y las de aquellas otras que se asoman esporádicamente a ellas –buitres y halcones. La persistencia de las creencias romanas se ve en la superstición, todavía extendida en el Véneto, de que si un rayo o un relámpago caen a la izquierda del observador cuando este mira hacia el Sur se trata de una buena señal, pero que si lo hace a la derecha es mal presagio.

          El elemento más estable del jardín es la fuente. A través de ella se canaliza la fuerza vivificadora del agua y, metafóricamente, de la Historia. La fuente simboliza la continuidad generacional. Remite al pasado y al porvenir. Muchas eran decoradas a la manera romana y se inscribía en ellas sentencias que recordaban cuál es el manantial de la verdadera cultura. De la tradición imperial procede asimismo el gusto por el agua espumeante y rumorosa que cae sobre anchas vasijas de mármol con forma de concha o caparazones invertidos. Estatuas, columnas y templetes hechos a imitación de los paganos evocan con nostalgia un pretérito remoto. Lo que rara vez encontramos son alusiones a la muerte. Ésta ha sido apartada con cuidado. Las villas son lugares de vida. Ni siquiera los juegos violentos tienen cabida en ellas. Nadie desea que la sangre de los animales se mezcle con los efluvios de las flores y que el grito de las víctimas agriete el fresco silencio de las terrazas porticadas y las galerías. En vez de suntuosas monterías, los venecianos preferían los desfiles en carroza, y en vez de jaurías de perros de caza o aves de presa en sus propiedades sólo se veían animales de compañía. La afición a la sangre y los actos de ferocidad de los nobles de procedencia bárbara repugnaba a los patricios. La muerte se aparta con tanto esmero de estas residencias que ni siquiera suele aparecer en ellas el nombre de las personas que las erigieron, aunque se conserve, claro, el de las familias. Ellas importan mucho más que los individuos porque es el linaje lo que perdura. El olvido, la damnatio memoriae, constituye, en este contexto, un acto de delicadeza. Ligadas a ese espíritu deleitoso, que ve la felicidad como un azar merecido, están las inscripciones latinas de los relojes solares, nunca tétricas o escatológicas como en otras regiones de Europa. “Horas non numero nisi serenas”, “cuento sólo las horas serenas”, dice con agudeza uno de ellos. Es obvio que aquí se viene para disfrutar de la vida y por eso las villas se dejaban por la ciudad tan pronto como el viento del norte y las lluvias del otoño comenzaban a deslustrar las hojas de los árboles y a enfriar alcobas y salones. ¿Qué chimenea es capaz de caldear semejantes inmensidades de mármol? Los venecianos, hijos de una ciudad acuática, habían olvidado los secretos de la calefacción subterránea, tan cara a los romanos. 

          El equilibrio de los contrarios, ideal estético y vital del veneciano, se representaba mediante la combinación de jardines y bosques. En los primeros, regulares y ordenados, llenos de parterres, senderos y fuentes, se erigían estatuas a los dioses paganos y se levantaban elegantes construcciones donde eran posibles distracciones civilizadas. En los segundos, espesísimos cuando marcan las lindes de la propiedad, se ocultaban junto a las raíces de los grandes árboles o confundiéndose con las piedras de las grutas, toda clase de figuras monstruosas talladas en piedra, criaturas fantásticas y horribles que nos recuerdan que estamos en el enmarañado y peligroso mundo de la naturaleza salvaje. Razón y pasión separadas por pocos pasos que en cualquier instante cualquiera puede dar.

          Las estatuas, expuestas a los elementos y abandonadas a su suerte, adquirían muy pronto la pátina de las cosas antiguas. Junto a una fuente, bajo un plátano frondoso, envueltas en la madreselva y el musgo, parecían fantasmas de otro tiempo, arcaicos habitantes del territorio a los que se ha concedido un lugar para que moren en él. Lo que nunca se ve son huellas de la brutalidad iconoclasta, señales de esa violencia política o religiosa que se desata en las épocas de revolución contra los mármoles. Rara vez un pedestal aparece vacío o faltan la nariz o los dedos de una escultura. Parece que nadie sintió aquí la necesidad de martillear el rostro tentador de las ninfas o de amputar la virilidad de los héroes. La belleza se exhibe sin restricción, serenamente, y cuenta con la aquiescencia de todo el mundo. Igual ocurre con las estatuas de las zonas boscosas pese a su carácter monstruoso. Aunque la impresión que producen estas oscuras rocas con formas apenas apuntadas es la de que una fuerza mineral se está metamorfoseando en un ser vivo para saltar de repente sobre el paseante solitario y desprevenido, ninguno se ha sentido nunca lo bastante amenazado como para defenderse de ellas.

          Si el jardín representa la armonía de razón y pasión, los frescos que adornan los salones simbolizan el espíritu hedonista de sus propietarios. A la amplitud y comodidad de las estancias, frescas y bien iluminadas, se une una decoración que pone de relieve que la sabiduría no se concebía aquí sin deleite. Aunque los temas son muy variados y responden al antojo de constructores y artistas, abundan las escenas inspiradas en la antigüedad pagana: motivos poéticos extraídos de textos clásicos, encuentros galantes entre dioses y hombres, fantasías paisajísticas con ruinas romanas. El anacronismo de los asuntos no es fruto de un espíritu retrógrado, sino de la creencia de que el horizonte humano trasciende lo circunstancial. Las imágenes míticas, a menudo cargadas de gran sensualidad alegórica –una mariposa libando de la flor que lleva una dama en el regazo, una ninfa desnuda a lomos de un toro sudoroso que galopa perseguido por una nube de tábanos, un cisne de extremidades palmípedas abrazado a una hermosa mujer, un regato subterráneo que aflora a pies de una atractiva pastora, las manos henchidas de un dios estremecido sobre el cuerpo de una doncella que ha iniciado ya su metamorfosis al reino vegetal- constituían una elocuente celebración de la vida y los dones obtenidos gracias a la prudente política de la República. ¿Cómo es posible que tales imágenes presidieran la vida de personas que hacían gala de su cristianismo?, ¿acaso este no censura el placer desligado del sacramento?, ¿cómo es posible que los venecianos, tan religiosos dentro de su ciudad, se olvidaran completamente de la fe en sus villas?, ¿quizá es que no hay necesidad de la religión en el paraíso que ellas remedan? Desde luego, nunca se insistirá lo bastante en lo lejos que estuvo la fe de los venecianos del obtuso puritanismo que reinó en el resto de Europa. Sólo teniendo una manera muy desenfadada de concebir el dogma pudieron construirse estas quintas en las que parecía revivirse una segunda edad de oro, una nueva época sin remordimientos ni miserias en la que el placer se encuentra al alcance de la mano, eternamente renovable.

          Del sentido de estas escenas de corte pagano habría mucho que hablar. Su alcance es mayor de lo que hoy se cree. Evoquemos, por ejemplo, los paisajes con ruinas. En ellos el protagonista es el tiempo. Este abate los esfuerzos del hombre por erigir algo duradero. Vanamente intentamos oponernos a él. La lección que hay que extraer de la contemplación de los escombros del pretérito es que debemos aprovechar el instante y relativizar nuestras pretensiones. Bajo las columnas de un templo romano abandonado la naturaleza sigue su curso. El murmullo del viento en la maleza, el zumbido de los insectos ajetreados por el calor, el invisible movimiento de las criaturas que viven a ras de suelo, desplazándose bajo las hierbas o hurgando en la tierra, todo ello es ajeno a las ruinas y su mensaje. El hombre no. Él cuenta el tiempo, lo tiene presente por mucho que haya pasado o esté aún por venir. La caducidad no sólo le afecta como al resto de los seres vivos o inertes, le concierne íntimamente.

          En la decoración de las villas hallamos igualmente motivos que ocultan secretas significaciones, detalles sólo reveladores para quienes están todavía familiarizados con la antigüedad pagana. Resulta imposible referirse a ellos de forma general y sólo caben aquí algunas muestras. Abundan, por ejemplo, las representaciones del torcecuello, el pájaro en que Hera transformó a la ninfa que hizo de celestina entre Zeus e Io. Los lectores de la Pharmaceutria de Teócrito, entonces más abundantes que ahora, sabían que con este pájaro como modelo se construían amuletos para retener a los amantes. La presencia del torcecuello en las paredes de las habitaciones no era, pues, algo casual. Igual de sutiles son las alusiones a Pan, el dios de pezuñas de macho cabrío, símbolo de la sexualidad salvaje, delirante, que se desata de pronto igual que la estampida de una fiera en el bosque. También es frecuente encontrarse con representaciones indirectas de Eros, un dios hecho de deseo y despecho que surge ante nosotros una y otra vez, como cuando se pinta una hoguera o un altar donde acaba de practicarse un sacrificio cerca de un rio o un manantial (el fuego representa la pasión; el agua, la corriente del olvido), o más toscamente, como cuando vemos parejas de ruiseñores cantando en la noche o una alondra alzando el vuelo al amanecer.  

          Aunque abunden las referencias al amor, los patricios buscaban en sus villas más que las delicias de Venus. Alejados del alboroto ciudadano, viviendo en un tiempo que no es el de la Historia, encontraban en ellas ocasión de cultivar a la vez los nobles ocios del espíritu: poesía, filosofía, música. Fiel a su sangre clásica, Venecia nunca separó del todo lo material de lo espiritual, y vio esta mezcla como una perfección, no como un defecto. Mientras en la ilustrada y moderna Europa, razón y pasión porfiaban como rivales irreconciliables, aquí siguieron conviviendo en feliz matrimonio bajo la certeza de que el mundo material no es el reflejo imperfecto del mundo de las ideas, sino su auténtica manifestación.

          La idea de que las pasiones, supeditadas a la razón, son todas buenas y nobles, es una de las constantes espirituales de Venecia. Shakespeare debía saber algo de todo esto cuando escribió El Mercader de Venecia. Recuérdese que Porcia, la rica heredera, debe elegir marido de acuerdo con el testamento del padre. Su esposo será el pretendiente que escoja entre tres arquetas aquella que oculta un retrato suyo. Es una prueba arriesgada para los candidatos porque deben prometer antes que si fracasan permanecerán solteros siempre. Cada cofre está hecho de un material diferente, oro, plata y plomo, y lleva una inscripción. El primer pretendiente, príncipe marroquí, elige la arqueta de oro atraído por su apariencia y por el contenido del lema que la acompaña: “quien me elija, tendrá lo que muchos desean”. Se trata de un tipo pasional, un irreflexivo hombre del sur. El segundo, príncipe europeo, calculador, frío y vanidoso, elige el cofre de plata confiando en la certeza de su juicio al interpretar la inscripción: “quien me elija, obtendrá lo que merece”. Pero el orgullo intelectual nunca ha sido buen consejero y también fracasa. El tercer candidato, un veneciano, Bassanio, no es ni pasional ni calculador, sino más bien algo intermedio. Su principal don es que sabe vivir equilibradamente y quizá por eso no duda en tomar la arqueta de plomo pese a que su inscripción anuncia problemas: “quien me elija, debe dar y arriesgar cuanto tiene”. Porcia, decantada de antemano por él, hace trampa al guiarlo en su elección con un canto que habla de la superioridad del buen juicio sobre los deleites y de la necesidad de que ambos convivan en armonía. Así muestra otro rasgo del mundo veneciano: la ley se cumple, debe hacerse porque de ella depende el orden y la justicia, pero no es un fin al que deba supeditarse todo, sino un medio para alcanzar una vida dichosa.

          Para hombres como Bassanio, la vida campestre favorece tanto la reflexión como las citas al aire libre o los encuentros galantes. La literatura ha exagerado la importancia de estos últimos al extender la sospecha de que las diversiones resultaban a menudo contrarias al pudor y la timidez. Sin negar que los goces exijan cierta ligereza, es un error asociar el relajamiento de las formalidades, tal como solía ocurrir en las villas, y el comportamiento liviano. Sin el anonimato que proporcionaba la máscara, el abandono a las pasiones resultaba menos interesante y más comprometido allí que en la ciudad. Los líos que evoca Goldoni en sus comedias pudieron verse favorecidos por la costumbre estival de reunirse en ellas y por su capacidad para albergar a la vez a muchos invitados ansiosos de entretenerse, pero, por lo que sabemos, la mayoría trataba de cumplir con sus deseos sin quebrantar las leyes del hospedaje.

          Entre las diversiones ocupaba una posición destacada la música. Un grabado de la Hypnerotomachia Poliphili muestra a algunas damas cantando y bailando junto a una fuente acompañadas por diversos instrumentos mientras sopla una suave brisa. Esto debía ser de lo más corriente. Más conocidas son dos pinturas de Ludovico Pozzoserrato y Bonifacio da Pitati. El Concierto en el jardín del primero representa a dos damas y cuatro caballeros que interpretan una pieza musical mientras tres parejas pasean por los senderos del hermoso parque que circunda la quinta. En Dives y Lazaro, Bonifacio da Pitati expone el contraste existente entre las actividades de la villa, cuyos habitantes ocupan el tiempo concentrados en los ocios de una vida superior, y los dolorosos afanes del mundo exterior, tiznado de luchas y miserias.

 

Dives y Lazaro

 

          Aunque la música que se escuchaba en las villas exigiera pocos medios, la mayor parte de ellas contaban con un salón de baile y recintos acondicionados para representar obras de teatro e incluso óperas. Legendaria fue la villa de los Contarini en Piazzola sul Brenta, una residencia gigantesca situada sobre una propiedad que había pertenecido a los Carrara de Padua, en la que Marco Contarini levantó dos teatros, uno con capacidad para mil espectadores, y otro más pequeño, llamado “el teatro de las doncellas”, donde jóvenes instruidas a su costa interpretaban cualquier género de música sirviéndose de su formidable colección de partituras e instrumentos. El edificio principal contaba con todos los lujos de la época y algunos desconocidos en el resto del mundo, entre ellos una sala de audiciones. La “sala de la música”, que es como se la conocía, comunicaba con otra superior a través de una abertura octogonal. En esa segunda habitación se colocaban los músicos, sobre unos balcones situados a media altura. Los sonidos de sus instrumentos, reflejados en un falso techo de madera, penetraban por la abertura situada en el pavimento llegando al auditorio de abajo.

          Marco Contarini vivió entre 1633 y 1689. Fue Procurador de San Marcos, melómano y coleccionista. En Agosto de 1685 recibió en su villa de Piazzola al obispo de Osnabruc y duque de Bransuich y Lunerburgo. Francesco Maria Piccioli escribió para inmortalizar las fiestas que allí se celebraron un memorial titulado “El reloj del placer”. En él leemos que el obispo fue agasajado el primer día con una representación en el Teatro de las Doncellas del drama titulado Ermelinda, protagonizado por las muchachas que se instruían allí. Asombró por lo visto la destreza de las chicas, el virtuosismo de la orquesta y la insólita brillantez del montaje escénico. El instante en el que la Reina del destino, viniendo del último horizonte, se fue acercando al proscenio iluminada con sesenta antorchas mientras iba desapareciendo todo lo que había hasta ese momento sobre las tablas causó estupefacción. Al anochecer, se organizó una cena naval, aprovechando el canal que circunda el palacio. Ochenta comensales asistieron al banquete, en medio de un lujo que desconcertó a los invitados alemanes. Música, fuegos artificiales y otros espectáculos amenizaron la velada. Concluida la cena, se representó una serenata para cuatro voces (El Vaticinio de la Fortuna). Cuando concluyó, tres naves iluminadas se acercaron al barco en procesión: una llevaba a Neptuno sobre una concha tirada por dos caballos marinos, la segunda portaba a Eolo montado sobre un delfín y la tercera representaba a Amfitrite, esposa del primero, encima de un monstruo marino. La aparición de estas criaturas dio paso a una sinfonía y un nuevo acto poético musical en el que se trató de la esclavitud afortunada de Neptuno. La fiesta no se interrumpió hasta la mitad de la noche.

          Al día siguiente, el anfitrión mostró a su visitante la propiedad, en particular el Teatro Grande, lamentablemente perdido. Piccioli ofrece en su crónica una descripción que permite deducir su extraordinaria riqueza: techos estucados de oro, pavimento de madera, palcos pintados en púrpura, figuras doradas adornando galerías y pasillos, etc. Más tarde, durante el almuerzo, celebrado en una estancia rodeada por unos balcones desde los que la orquesta amenizaba a los asistentes, el techo se abrió y de él salió una máquina teatral con forma de monstruo celeste sobre la que había cinco muchachas que cantaron El retrato de la gloria donado a la eternidad. La jornada siguió con un combate naval, en el que naturalmente salió derrotada la nave turca, y en el que se cantó una serenata, “El preludio feliz”, y concluyó con la entrada triunfal en la gran plaza del palacio de un carro de diecisiete pies de alto rematado con dos caballos marinos sobre el que iban montadas cuatro trompetistas femeninas pomposamente vestidas y un cortejo de palafreneros, alabarderos y tímpanos a los que seguían otros carros igual de espectaculares. La fiesta concluyó con un baile en el gran salón que duró toda la noche.

 

 

          Ceremonias como las citadas eran privilegio de los patricios más ricos. La música, sin embargo, está vinculada a todas las villas, sin excepción. Forma parte de ellas igual que los jardines o las fuentes. Que rara vez la oigamos no significa que no se encuentre allí, agazapada como posibilidad. Paseando por las galerías porticadas, el sol ardiente fuera, una luz fresca y fantástica dentro, tenemos la impresión de que en cualquier momento puede resonar la nota grave de una tiorba anunciando la llegada del clave o la mandolina y luego del ondulante violín y el resto de la orquesta, gobernada por la viola y el violonchelo. Los instrumentos sabiamente templados hinchan el aire de armonía y el sonido se difunde entre las columnas, las macetas floridas y el pavimento de mármol con la delicadeza cristalina de unas perlas desprendidas de un collar cuyo broche se ha roto. Cada lugar tiene su música, la música que le corresponde de acuerdo con el orden de las cosas, y para estos fue pensada la más primorosa, una música que recuerda la finura de los encajes, la precisión de las miniaturas, el brillo modesto y perfecto de las auténticas joyas.

          Platón decía que la música encarna la armonía en el alma de la pasión y la razón. Los venecianos, para quienes los refinamientos de la cultura son el medio más eficaz de formar el alma del individuo sin privarlo de su energía, compartieron con el filósofo esa creencia. La música, como el amor, lleva desde el subsuelo de la inconsciencia a lo más alto del espíritu, y lo hace inculcando la certeza de que nuestra existencia es un todo y que de ese todo forma parte la comunidad a la que pertenecemos. Dicha certeza fue esencial para ellos. Se expresa en su sistema político, en su arte, en la estructura urbanística de la ciudad. No es casual que la música desempeñara un papel decisivo en todos los órdenes de la vida, públicos y privados. Mientras que en el resto de Europa las pasiones eran vistas con recelo, como lo menos humano del hombre, en Venecia, la más musical de las ciudades, lo que se buscaba era cultivarlas a la luz de la razón. La armonía entre el alma y su deseo no se había roto, más bien al contrario, era potenciada como un ideal, algo que no fue entendido por los ilustrados, para quienes Venecia era simplemente un fósil histórico.

          El primer compositor que dedicó una obra a las villas del Véneto fue Giovanni Legrenzi. Originario de Bérgamo, donde nació en 1626, publicó en Venecia treinta años después una colección de sonatas con títulos misteriosos: la Cornara, la Donata, la Querini, la Foscari, la Manina, la Savorgnane etc. Los investigadores han barajado toda clase de hipótesis para explicar estos títulos. La más difundida sostiene que remiten a damas de la nobleza, esposas de los principales mecenas de la Serenísima. Sin embargo, el femenino no guarda relación aquí con ellas. Legrenzi evoca en sus sonatas a moradas, no a personas. La reconstrucción del itinerario que seguían los viajeros procedentes de Bérgamo con destino a Venecia y de los nombres de los propietarios de las grandes villas en esa época, permitiría resolver al momento el enigma. Maestro, entre otros, de Caldara y Vivaldi, quien heredó de él la afición por la música programática, Legrenzi celebró en estas sonatas la alianza de hombre y naturaleza tal y como la vio encarnada en las residencias campestres de los patricios venecianos. Un mundo sereno, alejado de los vicios de la urbe, presidido por la confianza y la benevolencia.

          La obra de Legrenzi fue bien acogida. Al año de su publicación, varios patricios con grandes mansiones en el Brenta –Grimani, Badoer, Foscarini, etc.- mandaron al marqués Cornelio Bentivoglio, protector de la Academia del Espíritu Santo de Ferrara, una carta recomendando su nombramiento como maestro de capilla de la institución. Eran personajes influyentes y el compositor obtuvo el cargo. Sin embargo, y aunque Legrenzi rentabilizara materialmente el trabajo, sus logros estéticos no son lo excelsos que nos gustaría. A veces advertimos aquí o allá un destello, una luz intensa, como cuando se abre una grieta entre las nubes y vemos brillar el azul del cielo, mas la mayor parte del tiempo reina una pesada monotonía. El compositor tuvo una buena idea tratando de captar musicalmente la atmósfera de aquellas maravillosas quintas, pero tal vez le faltó talento para hacerlo porque, pese a sus cualidades, era sólo un viajero de  paso.

          Schopenhauer, para quien la música nunca habla de cosas, sino de alegría y de dolor, despreciaba la música descriptiva. Podemos compartir su rechazo, aunque no es lo mismo describir hechos o lugares que expresar las emociones que provocan en nosotros. Las Estaciones de Vivaldi, a diferencia de las Sonatas de Legrenzi, son música descriptiva en este sentido, no en el primero. Igual le ocurre a las producciones de un florentino que fue el compositor que mejor captó el espíritu de las villas, abundantes en toda Italia, Giuseppe Valentini, autor en 1707 de Villegiature armoniche. Sus conciertos grosos y a cuatro violines opus VII conservan como ningún otro la sustancia musical de estos lugares, a los que nos transportan fácilmente con tal de que pensemos en ellos. 

 

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