Mi suegro es un gran tipo.
Es un veterano de guerra (si bien pasó sus meses de servicio volando helicópteros en el sur del país, pues el caos de Vietnam terminó antes de que lo necesitaran); trabaja de lunes a domingo, en interminables horarios, pues el servicio de aire acondicionado y calefacción que se malogra nunca puede esperar. No es muy hábil con los negocios: ha renovado, en muy malos términos, la hipoteca de su casa: los pagos mensuales lo tienen casi esclavizado y sus ingresos apenas si alcanzan para cubrir sus gastos.
Mi suegro es un excelente cocinero. Ayer nos sorprendió–por el día de Acción de Gracias–con un delicioso pavo cocinado «a la brasa» con el mecanismo rotatorio de su parrilla de carbón. Ama la pesca, la cacería, la navegación, las marchas militares, las películas de James Bond y Star Trek. Ama a su país. Frente a la casa, que construyó él solo–con una dinosáurico préstamo del banco, pero él solo–; flamea una bandera en lo más alto de un poste de metal. Ah, y me olvidaba: es republicano.
Mi suegro no fuma, casi no bebe alcohol, sú único vicio es el café. Le diagnosticaron un tipo de cáncer que, tal como apareció, desapareció al cabo de algunos meses de medicinas y un cambio de dieta. Se le ve gordo y saludable. Tiene un excelente sentido del humor y un corazón muy grande que reparte con su esposa de 40 años y sus dos hijas. Es hogareño, lector flojo pero ávido consumidor de los programas de radio ultra conservadores: esos que piden la deportación de los ilegales y que tildan a Obama y su séquito de comunistas camuflados. Tiene una camioneta de trabajo que se le para malogrando–porque no le alcanza el dinero sino para reparaciones al paso que a veces él mismo inventa en su pequeño taller.
Anoche, buscando una estrategia para deshacerme del exceso de calorías de la cena de Acción de Gracias (una pierna entera de pavo, puré de papas, relleno dulce y salado, mermelada de frambuesas, manzanas endulzadas al horno y torta de calabaza); le encontré en el iPad un conjunto de horribles marchas militares peruanas. Desfilé frente a él, imitando mi recuerdo de las paradas del 29 de julio. Dije que después de vernos marchar, los ejércitos extranjeros se morían de miedo de atacarnos. Mi suegro estaba súper contento: es fácil hacerlo sonreir con las babosadas que se me ocurren acerca de mi nacionalidad y nuestros roces y conflictos tercermundistas. «¿Y ustedes que hacen para Acción de Gracias?» me preguntó, cuando me volví a sentar a la mesa, agotado del ejercicio.
«No agradecemos nada.» «¿No celebran la llegada de sus primeros peregrinos, de sus pioneros?» preguntó. Le respondí que la experiencia sudamericana era distinta. Al menos en el Perú. Allá los españoles abusaron de los indios, los mandaron a las minas y mataron al inca Atahualpa después de romper la promesa de soltarlo. Le conté de los dos cuartos que el inca prometió llenar de oro y de plata, de las llamas que llegaban de los cuatro suyos hacia los cuartos del rescate. «Por alguna razón los peruanos solemos identificarnos con los indios, y renegamos de la conquista, siempre en perfecto castellano».
Mi suegro pareció contento con la respuesta. Unos minutos despúés, buscando entre los videos, encontró uno donde aparecía a toda pantalla el típico retrato de José Gabriel Condorcanqui (alias, camarada Túpac Amaru). Se empezó a reir del sombrero negro de punta y el pelo largo laciado al pescado, mientras sonaba la marcha militar y yo me imaginaba la película La ciudad y los perros, (aquella escena en la que los cadetes del colegio Leoncio Prado marchan de campaña; antes de que el Jaguar disparara la bala de la revancha hacia la cabeza del Esclavo).
«Ese es Túpac Amaru. Uno de los indios que se rebeló contra los españoles. No quería que le cobraran tantos impuestos. ¿Cómo es que dicen ustedes: Give me freedom or give me death«? Pues a él le dieron death«. Traté de dar una explicación lo más gráfica posible de cómo, por órdenes del Virrey, a Túpac Amaru se le amarró a cuatro caballos para descuartizarlo. También de la carnicería que se hizo con su esposa Micaela Bastidas, sus hijos, sus nietos y todos los que tenían la mala suerte de llevar su apellido.
«Los decapitaron y colocaron sus cabezas en las plazas de las principales ciudades del virreinato. Como escarmiento para los indios, para que no se les ocurriera rebelarse otra vez».
Miré alrededor de la mesa. Había sido una explicación muy breve y un poco simplística de nuestro proceso de conquista y emancipación. Estaban mirándome. Sólo se escuchaba, desde el iPad, una ridícula marcha militar peruana.
«Sé que dije que ya estaba lleno pero ¿Queda más postre?»