Nueva York es la ciudad más cantada. Es la ciudad más escrita, la más citada, la más proyectada. Es como el ‘aleph’ de Borges: el inconcebible universo. Nueva York es la ciudad más imaginada. Imágenes formadas a partir de textos como los de E. B. White (Esto es Nueva York), Gay Talese (Nueva York, ciudad de cosas inadvertidas) o Luc Sante (Mi ciudad perdida). Lo que sigue es un tres en uno. La Nueva York que estos tres escritores han dibujado en mi cabeza. Fragmentos de uno y de otro para la que es mi Nueva York. Un juego. Un experimento:
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Hay tres tipos de Nueva York. Está la Nueva York de los hombres y mujeres que nacieron aquí, que toman la ciudad como es y aceptan su tamaño y sus vaivenes como algo natural e inevitable. En segundo lugar, está la Nueva York del viajero. En el tercero, la Nueva York de quien nació en otro lugar y vino a Nueva York en busca de algo. De esas tres ciudades la más grande es la última: la ciudad del destino final, la ciudad que es objetivo. Es esta tercera ciudad la que supone el porte poético de Nueva York, su dedicación a las artes y sus logros incomparables.
El Nueva York que yo vivía, por el contrario, experimentaba una rápida regresión. Aquello era una ruina en ciernes y mis amigos y yo estábamos acampados en mitad de sus fragmentos y sus túmulos. No me angustiaba, más bien lo contrario. La decadencia me cautivaba y aun ansiaba más: magnolias creciendo entre las grietas del asfalto, estanques y arroyos formándose en manzanas elevadas y abriéndose camino despacio hacia la costa, animales salvajes regresando tras siglos de exilio. Un panorama así no parecía tan descabellado entonces.
Ya a mediados de los 70, cuando era estudiante en Columbia, mis ventanas daban a la plaza de la Escuela de Asuntos Internacionales, donde en las noches de invierno tropas de perros callejeros se reunían para dormir sobre las rejillas de la calefacción. Cuando el tráfico disminuye y casi todos duermen, en algunos vecindarios de Nueva York empieza a pulular los gatos. Se mueven con rapidez entre las sombras de los edificios.
No hay zona de la ciudad que no tenga sus animales callejeros, y los empleados de los garajes de veinticuatro horas de áreas tan concurridas como la calle 54 han llegado a contar hasta veinte de ellos cerca del teatro Ziegfeld por la mañana temprano. Pelotones de gatos patrullan los muelles por la noche a la caza de ratas. En los muelles la gran necesidad de gatos sigue vigente. Una vez un estibador alérgico a los gatos los envenenó a todos. En cuestión de un día había ratas por todas partes. Cada vez que los hombres se giraban a mirar, veían ratas sobre los embalajes. Y en el muelle 95 las ratas empezaron a robar los almuerzos de los estibadores, e incluso a atacarlos. De modo que hubo que reclutar gatos callejeros de las zonas vecinas, y ahora el grueso de las ratas está bajo control.
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Un poema comprime mucho en un espacio muy pequeño y añade música, haciendo crecer su significado. La ciudad es como la poesía: comprime toda la vida, todas las razas, en una pequeña isla y añade la música y el acompañamiento de los motores internos. La isla de Manhattan es sin ninguna duda la mayor concentración en la tierra, el poema cuya magia es comprensible para millones de residentes permanentes, pero cuyo pleno significado seguirá siendo siempre difícil de alcanzar.
Nueva York no es como París, no es como Londres y no es Spokane multiplicado por sesenta ni Detroit multiplicado por cuatro. Nueva York es la ciudad de Jim Torpey, quien desde 1928 arma los titulares de prensa del letrero eléctrico que rodea Times Square, sin gastar nunca una bombilla de su bolsillo; y de George Bannan, cronometrador oficial del Madison Square Garden, quien ha aguantado como un reloj de pie siete mil peleas de boxeo y ha tocado la campana dos millones de veces. Es la ciudad de Michael McPadden, quien se sienta detrás de un micrófono en una caseta del metro cerca de Times Square y grita en una voz que oscila entre la futilidad y la frustración: «Cuidado al bajar, por favor, cuidado al bajar».
La ciudad es literalmente una mezcla de decenas de miles de unidades vecinales. Hay, por supuesto, grandes distritos y grandes unidades: Chelsea y Murray Hill y Gramercy (que son zonas residenciales), Harlem (una unidad racial), Greenwhich Village (un desarrollo comercial), Peter Cooper Village (zona de viviendas), el Medical Center y otras muchas secciones cada una de las cuales tiene características distintivas. Pero lo curioso sobre Nueva York es que cada zona geográfica de cierto tamaño está compuesta de un sinnúmero de pequeños barrios. Cada vecindario es virtualmente autosuficiente. En general, no van más allá de dos o tres cuadras de largo y un par de ellas de ancho. Cada área es una ciudad dentro de una ciudad dentro de una ciudad. Por lo tanto, no importa en qué zona de Nueva York vivas, siempre encontrarás a una manzana o dos un supermercado, una peluquería, un quiosco y una tienda de calzado, una bodega, una tintorería, una lavandería, una charcutería, una floristería, una funeraria, un cine, una tienda de reparación de radios, una papelería, una mercería, una sastrería, un salón de té, un bar, una tienda de informática, un zapatero.
En aquella época, muchos negocios parecían seguir abiertos con el único propósito de dar cobijo a sus dueños contra los elementos. ¿Con cuánta frecuencia algún dólar podía cruzar el mostrador de esos negocios con rótulos de plástico, o los escaparates en los que se exhibían prótesis ortopédicas, o el lugar que supuestamente comerciaba con mobiliario de oficina, pero que mostraba a través de sus ventanas una máquina de escribir china y un becerro disecado con dos cabezas? Fuera, bajo un toldo, durante las tardes calurosas, veías una mesa de juego con la textura de una maleta vieja con cuatro esquinas de metal y, alrededor, a cuatro tipos en una partida de dominó. Otras veces, colocaban sobre una caja de político una pequeña televisión conectada a la base de una farola para ver el béisbol. En cada esquina, había un escaparate que anunciaba «Optimo» o «Te-Amo» o «Romeo y Julieta» donde, además de puros, vendían artículos obscenos, bebidas gaseosas, gomas, golosinas, fundas para guardar sellos y otros pequeños objetos y, a veces, material de policía. También estaban Donuts Muffins Snack Bar y Chinas Comidas y Hand Laundry y Cold Beer Grocery y Barber College, todos viejos amigos. Aquellos lugares no eran exactamente establecimientos comerciales, sino que más bien parecía habitaciones de tu propia casa.
En los 70, Nueva York no formaba parte de Estados Unidos, en absoluto. Aquello era tierra de nadie.
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La empresa Consolidated Edison dice que hay ocho millones de personas en los cinco condados de Nueva York, y la empresa está en condiciones de saberlo. De esos ocho millones, dos son judíos. O una persona de cada cuatro. Entre esos dos millones de judíos, hay varias nacionalidades: rusos, alemanes, polacos, rumanos, austriacos, una larga lista. La Urban League of Greater New York estima que el número de negros en Nueva York ronda los 700.000. De esos, unos 500.000 viven en Harlem, un barrio que se extiende hacia el norte desde 110th Sreet. La población negra ha crecido rápidamente en los últimos años. (…) Alrededor de 230.000 puertorriqueños viven en Nueva York. Hay medio millón de irlandeses, medio millón de alemanes. 900.000 rusos, 150.000 ingleses, 400.000 polacos, 400.000 de los Polos, y hay cantidades de finlandeses y checos y suecos y daneses y noruegos y lituanos y belgas y galeses y griegos, e incluso holandeses, que llevan aquí desde mucho tiempo atrás. Oficialmente hay 12.000, pero son muchos los chinos que viven de manera ilegal en Nueva York y que no tienen simpatía por los que hacen el censo.
Nueva York es una ciudad con 8.485 operadoras telefónicas, 1.364 repartidores de telegramas de la Western Union y 112 mensajeros de casas periodísticas. La hinchada beisbolera promedio en el estadio de los Yankees gasta unos diez galones de jabón líquido por partido: récord extraoficial de limpieza de las grandes ligas. Este estadio también ostenta el mayor número de acomodadores de la liga (360), de barrenderos (72) y de baños para hombres (34).
En Nueva York hay 500 médium, clasificados desde el semitrance hasta el trance y el trance profundo. La mayoría vive en las calles setentas, ochentas y noventas del oeste de Nueva York, y en los domingos algunas de estas manzanas se comunican con los muertos, vibran al clamor de trompetas y solucionan todo tipo de problemas.
Nueva York es una ciudad de 200 vendedores de castañas, 300.000 palomas y 600 estatuas y monumentos. Cuando la estatua ecuestre de un general alza del suelo los dos cascos delanteros, quiere decir que el general murió en combate; si levanta uno, murió de heridas recibidas en combate; si los cuatro cascos pisan el suelo, el general probablemente murió en cama. (…) Nueva York es una ciudad para los excéntricos y una fuente de datos curiosos. Los neoyorquinos se traban cada día 460.000 galones de cerveza, devoran 3.500.000 libras de carne y se pasan por los dientes 34 kilómetros de seda dental. Todos los días mueren en Nueva York unas 250 personas, nacen 460 y 150.000 deambulan por la ciudad con ojos de vidrio o de plástico.
Un portero de Park Avenue tiene fragmentos de tres balas en la cabeza, enquistadas allí desde la Primera Guerra Mundial. [Yo] vivía en un edificio alto, en Broadway con 101st Street. Tenía tanto portero como ascensorista, la mayoría del resto de inquilinos eran ancianos judíos europeos y el alquiler por el piso de cinco grandes habitaciones era de 400 dólares al mes. Entre los hombres mejor informados de Nueva York están los ascensoristas, que rara vez conversan porque siempre están a la escucha; igual que los porteros. El portero del restaurante Sardi’s oye los comentarios sobre algún estreno que hacen los asistentes cuando salen de la función. Oye con atención. Pone cuidado. A diez minutos de caer el telón ya te podrá decir qué espectáculos van a fracasar y cuáles serán un éxito.
A las 5 de la mañana Manhattan es una ciudad de trompetistas y cantineros que regresan a casa. A la una de la mañana Broadway se llena de avispados y de muchachitos que salen del hotel Astor vestidos de esmoquin, muchachitos que van a los bailes en los coches de sus padres. También se ven señoras de la limpieza que vuelven a sus casas, siempre con la pañoleta puesta. A las dos, algunos bebedores empiezan a perder la compostura, y ésta es la hora de las peleas de cantina. A las tres, termina la última función de los ‘night-clubs’ y la mayoría de los turistas y compradores forasteros están de vuelta en sus hoteles. A las cuatro, cuando cierran los bares, se ve salir a los borrachos…, así como a los chulos y las prostitutas que se aprovechan de los borrachos. A las cinco, sin embargo, casi todo están en calma. A las seis de la mañana los empleados madrugadores comienzan a brotar de los trenes subterráneos. El tráfico empieza a brotar de los trenes subterráneos. A las 7 a.m. un hombrecillo colorado y robusto, muy parisino en una boina azul y un suéter de cuello alto, recorre a paso rápido Park Avenue, visitando a sus adineradas amigas: se asegura de darle a cada cual un enérgico masaje antes del desayuno. Todas las mañanas, pasadas las 7.30, cuando la mayoría de los neoyorquinos sigue aún sumida en un cegajoso duermevela, cientos de personas hacen fin en la calle 42 a la espera de que abran los diez cines ubicados casi hombro a hombro entre Times Square y la Octava Avenida. En Nueva York, desde el amanecer hasta el ocaso y de nuevo al amanecer, día tras día, se escucha el incesante y sordo ruido de las llantas sobre la plancha de hormigón del puente George Washington. El puente nunca está completamente quieto. Tiembla con el tráfico. Se mueve con el viento. Nueva York es una ciudad de movimiento.
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Nueva York ha cambiado de ritmo y de temperamento durante los años que la he conocido. Hay una mayor tensión, incluso irritabilidad. Lo encontramos en muchos lugares, en muchas caras. Las frustraciones normales de la vida moderna están aquí multiplicadas y amplificadas. Un solo viaje de un autobús que atraviesa la ciudad contiene, para el conductor, frustración y enojo suficiente para llevarlo al límite de la cordura: la luz que cambia siempre un instante demasiado pronto, el pasajero que golpea la puerta cerrada, el camión que bloquea la única apertura, la moneda que se desliza hasta el suelo, la pregunta formulada en el momento equivocado. Hay una mayor tensión y una mayor velocidad. Los taxis ruedan más rápido de lo que lo hacían hace diez años. Y ya rodaban rápido entonces. Los taxistas conducían con brío; ahora a veces parece que conducen con desesperación, hasta el punto de llegada. En el West Side Highway, acercándose a la ciudad, los motoristas son absorbidos en un trance, en una especie de fiebre inevitable.
La ciudad nunca ha sido tan incómoda, tan atestada de gente, tan tensa. A ciertas horas de ciertos días es casi imposible encontrar un taxi libre. En comparación con otros días menos agitados, la ciudad es incómoda en inconveniente, pero los neoyorquinos no anhelan la comodidad y la conveniencia. Si lo quisieran, vivirían en otra parte. El cambio más sutil que ha experimentado Nueva York es algo de lo que la gente no habla demasiado pero que está en la mente de todos. La ciudad, por vez primera en su larga historia, se ha vuelto vulnerable. Una escuadrilla de aviones poco mayor que una bandada de gansos podría poner fin rápidamente a esa isla fantasía y quemar las torres, derribar los puentes, convertir los túneles del metro en recintos mortales e incinerar a millones. La intimidad con la muerte forma ahora parte de Nueva York: está en el sonido de los reactores en el cielo y en los negros titulares de la última edición.
Todos los habitantes de la ciudades deben convivir con la testaruda evidencia de la aniquilación; en Nueva York dicha evidencia se concentra aún más, debido a la propia concentración de la ciudad y porque, de entre todos los blancos, Nueva York tiene una prioridad firme y clara. Nueva York debe de ejercer un atractivo irresistible sobre la imaginación de cualquier soñador perturbado que desee desatar la tormenta.
Un día, probablemente a principios de los 80, un equipo de rodaje se apropió de 11th Street, entre Avenue A y B, y, con arreglos mínimos, devolvió a la manzana el aspecto que tenía en 1910. Ya por entonces me fascinaba el extraño proceso a través del cual la glamurosa ciudad de los años 20 se había convertido en la pocilga entrópica que era mi hogar. Y ahora todo estaba vacío.
Los edificios eran viejos e inestables, y los especuladores los compraban sin lugar a dudas por el valor de sus solares. Algún día del futuro próximo los arrasarían y construirían madrigueras más exclusivas, al menos, en apariencia. Probablemente el barrio entero sería configurado, al igual que barrieron Washington Market y la parte más alejada del Lower East Side hasta tal punto que calles enteras habían desaparecido. Me dije que era inevitable. Pensé en mi abuelo diciendo que el progreso era un juego de suma cero en el que cada mejora arrastraba una pérdida equivalente. Entonces me imaginé las torres de apartamentos cayéndose en ruinas, centímetro a centímetro. Ahora, más de una década después, la ciudad ha cambiado de formas que por aquel entonces jamás habría imaginado. En Downtown, la prosperidad había colonizado incluso las zonas que parecían estar en unas condiciones siempre más allá de lo tolerable. La economía va mal, pero el dinero no muestra señales de perder su magnetismo. Nueva York no es ni la Wonder City ni una ruina medio deshabitada, pero sí es una ciudad vulnerable, superpoblada, ansiosa, medio ingenua, demasiado humana y sacudidas por un cataclismo que nadie podía haber previsto.
Se solía creer que la Estatua de la Libertad era el símbolo que representaba a Nueva York y la reflejaba en todo el mundo. Hoy la Libertad comparte su papel con la Muerte. La mayoría de los vecinos no le presta atención a la estatua. Las adivinas gitanas que trabajan al costado derecho no lo hacen; los asiduos de la taberna que hay debajo, tampoco; ni quienes sorben la sopa en el restaurante Bickford al otro lado de la calle. David Zickerman, taxista de Nueva York (taxi núm. 2865), ha pasado zumbando por la estatua centenares de veces y no sabe que existe.
—¿Quién demonios mira hacia arriba en esta ciudad? —pregunta.
A la orilla del East River, los hombres cincelan la sede permanente de las Naciones Unidas. Nueva York asume una urbe interior que cobijará a todos los gobiernos, y para ello adecentará un arrabal llamado guerra. Nueva York no es una capital: ni de un país ni de un Estado. Pero va camino de convertirse en capital del mundo. Esta carrera –entre los aviones capaces de sembrar la destrucción y el esforzado Parlamento del Hombre– es como una aguja que punza nuestras cabezas. Esta ciudad ejemplifica como ninguna otra tanto el dilema universal como la solución general, este enigma de acero y piedra es al mismo tiempo un blanco perfecto y la más exacta demostración de la no violencia, hogar de todos los pueblos y de todas las naciones, capital de todo, ágora para el debate, para que los bombarderos sean detenidos y su misión abortada. A una manzana o dos de la nueva Ciudad del Hombre, en la Turtle Bay, hay un viejo sauce que domina un jardín interior. Es un árbol castigado, que ha sufrido lo suyo y al que muchos han trepado. Le mantienen erguido con alambres, y sigue siendo muy querido por todos los que le conocen. De alguna manera, es un símbolo de la ciudad entera: sobrevivir en medio de tribulaciones, seguir creciendo a pesar de los obstáculos, seguir bombardeando savia a pesar de estar rodeado de cemento y no cejar nunca en el empeño de buscar el sol. Cuando lo contemplo en este mismo momento, y mientras siento la heladora sombra de los aviones, pienso: «Es imprescindible que se salve, nada más, precisamente ese árbol». Si sucumbiera, todo se perdería: esta ciudad, este monumento maravilloso y casquivano. Su falta sería como la muerte.
* Fotografías de la exposición ‘Manhattan, uso mixto. Fotografía y otras prácticas artísticas desde 1970 hasta el presente, en el Museo Reina Sofía.