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Nacer en África es tener mala suerte. Los marroquíes se refieren a los negros como “los africanos”

Es una sala rectangular. Ni muy grande ni muy pequeña y separada del resto de puestos de fruta y verdura. El mercado del pescado de Tánger es un mundo aparte. Todos los vendedores son hombres. Las piezas que venden son de gran tamaño y algunas se amontonan en el suelo; muchas ni las conozco. El olor es fuerte, el griterío ensordecedor y el lugar está permanentemente encharcado.

Él se acercó y con una sonrisa tímida me pidió dinero. No es el único. Hay muchos hombres jóvenes y fuertes buscándose la vida como pueden. Una de las maneras es cargar con las bolsas de la compra. Así se ganan unos dírhams, lo justo para echarle algo a la cacerola, aunque sólo sea arroz. ¿De dónde eres? ¿Cuántos años tienes? ¿Cuánto tiempo llevas en Marruecos? Las preguntas me salen disparadas de la boca sin que pueda evitarlo.

En un inglés perfecto y con una voz suave, me dice que se llama Frank, tiene veinticinco años y es originario de Nigeria. Recién cumplidos los diecinueve abandonó su país con la esperanza de llegar a Europa. Desde que salió, ahora hace seis años, ha pasado por Camerún, de allí a Chad, Níger, Argelia y, finalmente, Marruecos. “Echo de menos a mi madre. Si estoy aquí es por ella, porque quiero ayudarla. La vida en Nigeria es muy dura. No hay trabajo. No hay comida. En casa somos muchos”.

—¿Cómo piensas cruzar?

—Por mar. Pero antes debo pagar los 1.200 euros que cuesta. El viaje en barca puede durar una hora, dos, tres, eso depende del tiempo. Algunos sobreviven, otros sin embargo… es difícil. Depende del mar. (Silencio). Así es la vida. (Silencio). Yo intento ser fuerte, pero no sé lo fuerte que soy. Eso sólo lo sabe Dios.

Reunir el dinero para pagarle a las mafias no es fácil. Y es por este motivo que Frank lleva atrapado en Marruecos más de dos años. Está ahorrando. Su rutina desde que llegó es siempre la misma. Se levanta pronto y se va al mercado. Allí pide limosna. Si le ofrecen algún trabajo lo hace, pero sin papeles es difícil conseguirlo y nunca le pagan demasiado. “He oído cosas buenas sobre Europa. Sé que la vida allí es mejor. Sé que nadie puede hacerte daño. Hay leyes. Hay seguridad. En Europa eres libre. Sé que no es fácil llegar… Cuando pienso en mi situación, de dónde vengo, tengo ganas de llorar. Siento que esto no es vida. A veces he pensado en suicidarme, en acabar con todo, pero sé que no se ha terminado. No quiero rendirme. Cada día es un nuevo día y mi vida puede cambiar en cualquier momento”.

Me despido de Frank y le deseo suerte para la travesía, que me anuncia está próxima. “Avísame cuando llegues a España. Quizás conozca a alguien que te pueda dar trabajo”. Nos abrazamos y entonces, sí, cada cual sigue su camino. Me avergüenza reconocer que el mío es mucho más llano que el suyo y me avergüenza también pensar que yo no he hecho nada para merecerlo.

En Marruecos no sólo piden los hombres. Las chicas también lo hacen. Pero ellas te abordan en los semáforos, cuando paras con el coche, y de repente, te aparecen tres o cuatro de la nada. Llevan ropas de colores, pañuelos en la cabeza, y niños colgando de la espalda. Casi siempre con mocos. Es poco frecuente verlos en otro lugar. O están pidiendo o no están. Los negros son invisibles. Y no me extraña. En Marruecos la gente no les tiene mucho cariño. Los marroquíes se refieren a ellos como “los africanos”. Me hace gracia. Como si este país no perteneciera al mismo continente. Hay muchas historias sobre ellos. La última que me han contado es ésta:

—¿Sabes que han cerrado la pizzería que hay al lado de tu casa? –me comenta la cajera del supermercado.

—No me he enterado ¿Por qué?

—Por los africanos. Es que hay qué ver…

—¿Qué han hecho?

—Pues que entraron unos que tenían el sida. Se sacaron la sangre infectada con una jeringuilla y la metieron en los botes de kétchup. (Porque en Tánger la pizza se come con Kétchup o no se come).

—¿Por qué iban a querer hacer algo así?

—Porque son malos…

—…

—Es verdad. Lo han dicho en la tele.

Cosas así me han contado unas cuantas. A cuál peor y más extravagante. Rumores. Chismes. Leyendas urbanas. Nosotros tenemos al hombre del saco, la chica de la curva y el perro de Ricky Martín. Los marroquíes tienen a los negros.

Lo que sí es cierto es que hace unos meses asesinaron a un joven senegalés. Sucedió en Boukhalef, un barrio a las afueras de la ciudad, donde vive una comunidad importante de subsaharianos. “Un grupo de marroquíes salía de la mezquita. Gritaban: ‘¡Viernes de sangre y de yihad!’. Se cruzaron con un grupo de los nuestros. Los persiguieron por la calle. Iban armados con machetes. Uno de los chicos se refugió en una casa, pero entraron y lo degollaron allí mismo. En el portal. Fue una noche horrible. La policía no hizo absolutamente nada para protegernos. Estuvimos desde las once de la noche hasta las once de la mañana en la calle. Luchando. Defendiéndonos como podíamos. Hubo muchos heridos”.

Me lo cuenta Patricio, que también es africano –concretamente de Camerún– y, también, como Frank sueña con llegar a Europa. “Si yo hubiera sabido cómo era la vida en Marruecos, no habría venido”. Para llegar aquí, Patricio ha tenido que atravesar varios países. La mayoría del camino lo ha hecho a pie. Algunos tramos, en furgoneta. Pagándole a los “paseros”, como él llama a las mafias encargadas de llevarte de un país al siguiente. “He viajado con dos chicas. Los tres juntos. Es muy duro. Hay gente que nunca llega. Muere por el camino. Cuando alguien de mi país me pregunta les respondo siempre lo mismo: que no vengan”.

Patricio me explica que la primera ciudad marroquí en la que estuvo es Oujda. En la frontera con Argelia. Allí los inmigrantes han montado una especie de campamento para los recién llegados. Lo han construido con sábanas y mantas. Puedes quedarte un tiempo, me dice. La comida tienes que buscártela tu mismo. Y antes de irte, pagar. La tarifa son 300 dírhams. El equivalente a unos 30 euros.

—En el campamento conocí a otro camerunés. Se llama Michael pero todos le llaman Cuatro-cuatro.

—¿Por?

—Como los coches, los todoterreno, porque nunca está quieto y puede con lo que le echen. Cuatro-cuatro me dijo que conocía a un chico en Tánger. Que podríamos vivir en su casa. Y nos vinimos. Ahora en el piso estamos siete hombres con una mujer y su hija.

Patricio me lleva a conocerlos. De camino me cuenta que sólo en este barrio viven unos dos mil cameruneses. Pero que también hay mucha gente de Malí, Nigeria, Costa de Marfil… Caminando por las calles de Boukhalef tengo la sensación de que todos nos miran. Bueno, a mí. Por la manera en que lo hacen me da la sensación que piensan que soy una de esas mujeres que se buscan amigos negros para pasar un buen rato. Si no ¿qué cojones va hacer una blanquita en este lugar perdido del mundo?

Patricio no da un paso sin saludar a alguien. Hay vendedores ambulantes por doquier. Nos cruzamos con uno que ofrece ropa y zapatos usados. Otro que arregla móviles. Un par de mujeres que venden platos de comida casera a euro y medio la ración. En todo este tiempo, apenas vemos a un marroquí. Incluso el cibercafé en el que entramos lo regenta un hombre negro. “Siempre que puedo vengo aquí a hablar con mi familia. Los llamo cuando tengo dinero. Aunque sólo sean dos o tres minutos. Si no tengo pasta hablo con ellos a través del Facebook y el correo electrónico”. Salimos. Cruzamos un descampado. Damos la vuelta a una esquina. Patricio saluda a una chica que vende dulces y se para frente a un portal. En ese momento le suena el teléfono. Se sienta en las escaleras para hablar y yo aprovecho para sacarle una foto. Al hacerlo me fijo en su colgante. En cuanto termina le pregunto por él. “Me lo regaló mi madre. Me lo han intentado comprar muchas veces. Un tipo me ofreció 400 dírhams –unos cuarenta euros–, pero antes prefiero pasar hambre que desprenderme de él. Es lo único que tengo de ella”.

Entramos en el edificio. El inmueble está en muy malas condiciones. Parece abandonado y a punto de derrumbarse. La pintura de las paredes está descascarillada. El suelo, sucio. Y, evidentemente, no hay luz. Subimos las escaleras a oscuras y, por un segundo, me invade el miedo. ¿Me habré pasado de lista viniendo aquí yo sola? No tengo tiempo de ponerme histérica. Patricio se detiene ante algo que no veo pero intuyo será una puerta y llama con tres golpes. Me explica que este es su código para entrar.

Un chico negro, de unos veinte tantos, con trenzas en el pelo y sin camiseta nos abre la puerta. En lo primero que me fijo es que no hay muebles. Apenas luz. Solo la que entra por las ventanas. Cuento tres habitaciones. Un baño. Y la cocina. En ésta se encuentra la mujer. Está bañando a su hija en un barreño de plástico. Calculo que la niña tendrá entre uno y dos añitos. Lleva una especie de cordel anudado en la cintura, como si fuera una especie de pulsera. Amontonadas en el suelo, treinta garrafas de agua vacías. Patricio me explica que en el piso no tienen agua corriente, la van a buscar a una fuente cercana, por eso las necesitan. Para transportarla.

Nos sentamos en la única habitación que está iluminada. Y lo hacemos en el suelo, encima de un colchón. A mi alrededor, botes de leche en polvo, maletas, ropa y un cargador de móvil. Ningún armario. Ni una sola mesa. Tampoco sillas o estanterías. Patricio me presenta a Cuatro-cuatro. Al igual que él, va muy bien arreglado.

—Cómo es que los africanos vais siempre tan elegantes?

—(Los dos se miran y ríen). Es que para nosotros el aspecto es muy importante. Esto lo traemos de nuestro país. Quizás no tenemos para comer, pero nos gusta vestir bien.

—¿Qué hacéis para ganaros la vida en Marruecos?

—Lo que sea. Conseguir un trabajo sin tener papeles es muy difícil. Además, los marroquíes son muy racistas… Yo, de vez en cuando, ayudo a un chico que vende fruta en el mercado. Me paga dos euros por día trabajado.

—¿Y las mujeres?

—Pedir limosna y vender su culo. Todas son putas.

Bajo la mirada al suelo. Él no se percata y continúa hablando. Me explica que no pagan alquiler. La casa es de un chico que ahora vive en Alemania, aunque por el estado en que se encuentra yo me inclino más en pensar que la han ocupado ilegalmente. La luz la tienen pinchada. Así que sólo hay que preocuparse por la comida. Comer y ahorrar para cruzar a Europa. Este es el objetivo de todos ellos. “Nacer en África es tener mala suerte. Todo son problemas. No hay nada. Nada de nada. Nosotros, al menos, tenemos una casa. Aquí en Boukhalef hay mucha gente que no tiene ni para pagar el alquiler. Duermen en los tejados. Y ahora viene el invierno… El frío. Y sin una manta… es imposible dormir. Te pasas la noche con los ojos abiertos”.

—¿Y a ti dónde te gustaría ir?

—A España. Hablo español. Quiero jugar al fútbol.

—Pero eso es muy difícil…

—Tengo un amigo que cruzó hace poco y ahora está jugando de reserva en un equipo de segunda división.

Le pregunto si sabe de alguien que haya saltado la valla de Ceuta o Melilla. Me contesta que muchos. “Hay que tener cojones. Yo no los tengo. No quiero que me rompan las piernas. Prefiero ahorrar y irme de otro modo. No hay absolutamente nada que me guste de Marruecos. Quiero irme de aquí”. Nos despedimos de sus compañeros y salimos de nuevo al exterior. Patricio me quiere enseñar un sitio. Un lugar donde se junta con sus amigos.

El edificio al que nos dirigimos está a tan sólo cinco minutos. Es también un bloque de viviendas, pero está mejor conservado que el que acabamos de abandonar. En el bajo, una puerta. Patricio llama. Enseguida nos abre un chico que me mira sorprendido. Del interior sale música africana y aroma a comida rica. Entramos. El lugar está limpio y arreglado. Decorado con unos sofás inmensos y mesillas bajas. Patricio me cuenta que este piso funciona como un bar. Ilegal, pero bar al fin y al cabo. Y lo tienen bien montado. Sirven cervezas grandes a dos euros y platos de comida a solo euro y medio. Mientras nos tomamos lo que hemos pedido, Patricio me apunta nombres de cantantes y grupos cameruneses en la libreta.

Un par de semanas después –y gracias a la ayuda de un conocido– me encuentro con otro chico. Kebe, que así se llama, dejó Senegal para jugar al fútbol en Marruecos. Estuvo dos años dándole al balón. Finalizado su contrato, pensaba volver a casa pero no le dio tiempo. La gente de Cáritas se puso en contacto con él antes.

—Me pidieron que trabajara con ellos como mediador social. Primero, porque mi situación era regular. Y, segundo, porque hablo muchos idiomas. Inglés, francés, árabe, español, cuatro de las lenguas de Senegal y un poco de alemán.

—¿Dónde has estudiado? (Le pregunto avergonzada por mi total inaptitud para los idiomas).

—(Ríe) En la calle.

En Cáritas se encarga, entre otras cosas, de recibir a los recién llegados. De este modo conoce su situación y aquello que necesitan. Su trabajo abarca muchos campos. Desde acompañarlos al hospital, ayudarlos con los trámites del alquiler, hasta darles información legal sobre sus derechos.

—¿Te gusta tu trabajo?

—Mucho.

—Pero tiene que ser duro…

—De vez en cuando, me dan una semana de fiesta. (Ríe). La gente que viene tiene muchos problemas. Aunque no es mi trabajo, hago de psicólogo. No tengo tiempo para mi vida privada. Cada dos días recibo llamadas de los que salen en patera. Me llaman a las cuatro de la mañana, desde las lanchas, pidiéndome ayuda. Ya tengo todos los números apuntados: Salvamento Marítimo de Cádiz, Cruz roja de Tarifa, Guardia Civil de Algeciras… me los sé todos.

—¿En tu país saben cómo está la situación en Marruecos?

—No saben nada. Ellos ven las imágenes que cuelgan en Facebook los que han conseguido llegar a Europa y piensan que a ellos les irá igual. Yo nunca les digo: “No viajes”. Sólo les pregunto: “¿Tienes estudios? ¿Ahorros? ¿Qué sabes hacer? ¿Cómo te vas a ganar la vida?”. Simplemente, les cuento la verdad: Que sin papeles no hay trabajo, que sin trabajo no hay dinero, sin dinero no hay casa, ni comida, ni nada… y, también, les hablo del racismo. Para que sepan lo que hay.

Kebe tiene treinta años, un piso en la Kasbah, un trabajo remunerado y un visado en regla. Pero eso no es todo. También es el impulsor de un restaurante solidario. “Es un local de comida senegalesa. Servimos platos típicos de allí. Como el thiepbondienne (arroz con pescado), el yassapoulet (arroz con pollo) y el maffe (arroz con salsa de cacahuete). Todos los platos del menú cuestan 25 dírhams (un poco más de 2 euros). La idea es que el comensal pague por su comida y, si quiere, colabore pagando la de una persona sin recursos.

Chez Kebe se encuentra en un callejón estrecho y húmedo de la Kasbah. Para acceder a él hay que subir cuatro peldaños. No hay puerta de acceso. Sólo una persiana que sirve para cerrarlo durante la noche. Hoy hace un frío brutal. Me siento en una de las mesas y es igual que si lo hiciera en plena calle. “Hace tiempo, desde que empecé a trabajar en Cáritas, que quería hacer algo para ayudar a los que llegaban. Aquí hay gente que lo está pasando realmente mal. Pensé que lo del restaurante era una buena idea”.

El lugar consta de tres mesas, una nevera, un fregadero y una cocina portátil con dos fuegos. En este momento, con dos cacerolas humeantes, de las que me llega un olor intenso. Las dos únicas paredes están llenas de carteles y posters pegados con celo. En uno leo: Alto al Racismo. Respeta los derechos de los inmigrantes. En otro: Basta de muertes en las fronteras. Y, mi preferido: Si quieres ir rápido, ve solo. Si quieres llegar lejos, ve acompañado. Proverbio africano.

—¿Qué tal va el restaurante?

—Regular. Aquí hay muchas pensiones y hostales baratos. Vienen bastantes mochileros. Ellos son los que entran a comer al restaurante. Los fines de semana, también acuden algunos extranjeros que viven en Tánger.

—¿Y los marroquíes?

—(Silencio).

Kebe me mira como queriendo decir: Ya lo sabes. Los marroquíes no vienen.

Mientras conversamos, la chica de la cocina está sentada en una silla relamiendo el fondo de un bote de cristal. A su lado, dos hombres. Uno escucha música con los auriculares puestos. El otro está completamente ensimismado. Sentada frente a mí una chica mira algo en su móvil y mueve el cuerpo hacia delante y hacia atrás de forma repetitiva. Todos son subsaharianos. A lo lejos se oye la llamada del almédano. Le doy las gracias a Kebe por su tiempo y me marcho. Tengo que andar los poco más de cincuenta metros de esta calle oscura. Sola. En este escueto tramo me cruzo con un par de hombres que trapichean, una mujer con cara de haber sufrido y un tipo que me mira con ojos lujuriosos y no para de decirme cosas obscenas. Yo camino rápido intentando pensar en otra cosa.

Y así pasan los días, las semanas y los meses. Hasta que una tarde recibo una llamada de un número extraño. No lo conozco, pero contesto. Es Frank. Con su voz risueña me explica que está de nuevo en Nigeria, que consiguió llegar a España, concretamente a Algeciras, pero que nada más desembarcar estaban esperándolos la Guardia Civil. Los agentes los llevaron al Centro de Internamiento para Inmigrantes, donde estuvo cuarenta días antes de ser deportado a su país. “Ahora estoy tratando de ir a Libia y, desde allí, quiero coger un barco para Italia. No puedo quedarme aquí. Necesito irme. En cuanto consiga reunir el dinero, me voy”.

 

 

Adaia Teruel (Barcelona, 1978) es periodista de formación y escritora por vocación. Ha trabajado más de diez años como realizadora haciendo reportajes y documentales. Actualmente reside en Marruecos y escribe historias en su blog. En FronteraD ha publicado Mientras él sea mi marido. En Marruecos una mujer divorciada estaba condenada. En Twitter: @adaia_teruel 

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