Escribir es resistir
Roberto Saviano
Por supuesto que cargaba en la mano mi ejemplar de Fear and Loathing in Las Vegas, la legendaria crónica de Hunter S. Thompson, al abordar el avión que me llevaría a la ciudad de marras, la ciudad del pecado. Cielo azul, lentes oscuros, libro en mano abordando la aeronave por una escalerilla en lugar de un tobogán, en un aeropuerto que tiene un nombre tan ridículo como el del prócer de la patria que acuñó la conocida frasecita aquella acerca de la paz entre las naciones, etcétera: el aeropuerto Bob Hope, ubicado en Burbank, en las cercanías de Los Ángeles. Me resulta casi imposible encontrar una escena más patética para iniciar esta crónica, pero lo que sigue es peor aún: el vuelo dura poco más de una hora, sentadas detrás de mí, viaja un grupo de ninfetas dispuestas a celebrar a tope sus recién cumplidos veintiún años. Me acomodo en el asiento y abro mi ejemplar del supuesto clásico que algunos —Tom Wolfe entre ellos— consideran perteneciente al orden helénico.
A dicho descendiente de Sócrates se refiere el escritor de impoluto traje blanco e impresentables polainas: “Ésta es la principal ventaja del éter: te hace actuar como el borrachín de alguna vieja novelilla irlandesa… pérdida total de las funciones motrices básicas: visión borrosa, pérdida de balance, lengua adormecida —el quiebre de toda conexión entre el cuerpo y el cerebro. Lo cual resulta interesante, ya que el cerebro sigue funcionando más o menos con normalidad… puedes de hecho verte a ti mismo actuando de una manera terrible, pero no lo puedes controlar […] Las manos aplauden alocadamente, incapaces de extraer dinero de tu bolsillo… risillas y silbidos incomprensibles de la boca… siempre sonriendo.”
Entre la idiotez de este pasaje que Robert Graves o Karl Kerényi no hubieran desautorizado y la creciente histeria de las ninfetas en edad oficial de beber, más allá de la saciedad, interminables yardas de tequila barato y jägermeister, ese brebaje oscuro para primates que desemboca de manera invariable en catástrofes al borde del WC, me quedo profundamente dormido. Minutos antes del aterrizaje, despierto con el cuello cubierto de sudor, el cuerpo entumecido y con el maldito Hunter pegado al pecho. Las ninfetas, profetizo todavía atontado, mente y cuerpo desfasados como si yo también hubiera aspirado éter, mantendrán sus aullidos hasta las primeras horas del día siguiente.
Abro la puerta de mi cuarto de hotel, The Strathosphere, una torre del tipo “Buck Rogers en el siglo XXI” cuya obsolescencia resulta francamente obscena cuando se la compara con los bestiales ochocientos ocho metros de altura de la torre Burj Khalifa en Dubai. La punta de ese monstruo inaugurado con toda pompa y fanfarria en enero de 2011 ni siquiera se alcanza a ver, o mejor dicho: es, lo digo por experiencia, inalcanzable a la vista.
La enérgica succión del WC me recuerda al flush de los aviones. Después de todo, me hallo en un muy respetable piso 21. Pienso en Newton, en la fuerza de gravedad y, al tratar de recordar la fórmula para medir la velocidad con que cae un objeto al vacío, me viene a la mente, como un disparo en pleno corazón, el verdadero y estrafalario propósito de mi visita a Las Vegas: presentar en la mañana del día siguiente un examen cuya sede es el College of Southern Nevada, 6375 West Charleston Campus, para más señas.
Las ninfetas del avión prescindirán esta noche de mis silbidos incomprensibles, de la elocuencia con que suelo recitar a Catulo con la lengua adormecida por el éter. En mi feroz descargo, rememoro al poeta Kenneth Rexroth, ese viejo sabio, y yo también me veo a mi mismo como un hombre cansado, sin ambiciones, un completo inepto en el arte de ganarse la vida, pero capaz como pocos de llenarme la cabeza de ninfetas y otros seres propios del sexo imaginario. Ni siquiera me asomo a la noche, tan carente de pecados como el agua en las desérticas serranías que circundan la ciudad. Lo sé porque —diría un Borges lamentable, indigno de mi prosa— he leído más de lo que he vivido. Varios autores se han ocupado, en ensayos y novelas, del éxodo de la Mafia de veras matona que en tiempos de Howard Hughes y la Voz —es decir, de Frank Sinatra— controlaba el juego y la prostitución. En un artículo publicado en The New York Review of Books a mediados de los años noventa, Al Alvarez echaba sanas pestes contra las hordas de niños que inundaban la ciudad y su consiguiente conversión en un parque temático. Luego vino la época de la tercera edad y del turismo más barato y rascuache. Todavía pueden verse andando por ahí con esfuerzos sobrehumanos las varices casi putrefactas que en mejores años debieron haber pertenecido a las piernas de una Joan Collins, de una Farrah Fawcett. La cosa se llenó entonces de hoteles de dos pisos de altura que hoy muchos utilizan como residencia permanente. Actualmente, en el extremo sur del bulevar Las Vegas, conocido como the Strip, han vuelto los grandes corporativos hoteleros y el consumo de alto y mediano lujo. Al norte del mismo permanece la misma mierda de siempre, territorio comanche para conocedores.
Las Vegas a examen
Al ver la suma y pagar el taxi que me llevó —vaya frase— de la Estratosfera al campus del College de Southern Nevada, unos diez kilómetros, supe de inmediato que haría hasta lo imposible para regresar caminando.
Hacía un viento tórrido, propio de una mañana en el desierto, el tipo de viento que te hace sentir un conquistador, un explorador en el peor de los casos. Me sentí seguro de mí mismo —me refiero desde luego, al examen, el resto es un desastre—.
Presenté el examen de marras en 5 infaustas horas que, sin embargo, me dejaron una sensación de seguridad, de haber hecho bien las cosas. Por lo demás, dicha sensación después de un examen o prueba académica siempre me ha preocupado. El asunto es serio: si me remonto a los años de infancia y adolescencia; lo peor, creo, es que en mi madre esta especie de implícito desconsuelo y falta de confianza en su hijo se ha incrementado con el paso del tiempo: como en otras ocasiones, salgo del examen con una seguridad casi absoluta en mi buen desempeño y, como en otros ámbitos de mi vida, termina por irme poco menos que mal.
Sin embargo, el verdadero examen comenzó al emprender la marcha de regreso al hotel, ubicado, creo que ya lo dije, a diez kilómetros de distancia. El viento tórrido no había menguado y se había vuelto frío con el lento —y espectacular— descenso del sol invernal. A pesar de las impresionantes montañas de los alrededores, jamás había caminado en un terreno tan plano como los pechos de Isabelle Caro, la modelo francesa que murió víctima de la anorexia en diciembre de 2010.
Fue curioso, no se diga ilustrativo, cruzar un desierto que es simultáneamente una ciudad. En mi trayecto, se me fue revelando la otra Vegas: una interminable cuadrícula completamente urbanizada: el desierto vuelto un lugar inhóspitamente habitable. Al contrario de los hoteles y casinos Bellagio, Encore y demás adefesios arquitectónicos que se levantan como titánicas columnas en medio del desierto, los habitantes de la otra Vegas residen en modestas casas de un piso y techos planos, es decir unas perfectas cajas resistentes a la poderosa fuerza del viento y, en el infernal verano, fáciles y baratas de refrigerar mediante el uso continuo de los aires acondicionados.
Recorro entre violentas ráfagas de viento el interminable bulevar Charleston en dirección Este, siempre rodeado por la lejana y bella serranía del estado de Nevada como telón de fondo. Puedes caminar veinticinco minutos o más antes de hallarte ante una intersección y su correspondiente circuito de semáforos que, al pulsar el botón para el cruce peatonal, revelan una estrafalaria condición de transeúnte en caminos donde rugen como mamuts hambrientos los motores de gigantescas camionetas circulando veloces hacia la zona de hoteles y casinos.
Señas de identidad: porto lentes y una gorra con el emblema del equipo londinense Chelsea, una excentricidad más en estos lares. Siento cómo la piel de mi rostro se va endureciendo: es el efecto del viento y el frío del desierto.
Conforme avanzo en mi solitario trayecto se me van revelando ciertos aspectos de la ciudad que es al mismo tiempo desierto. Por ejemplo la predecible presencia de migrantes mexicanos —los primeros que veo desde que llegué a la ciudad, ellos también montados en sus poderosas máquinas de altos y amenazantes neumáticos, mostrando como idiotas un gesto de orgullo en sus rostros. En mi camino me cruzo con negocios donde sus “trocas perronas” reciben el debido mantenimiento, a la vez que evocan, de maneras ciertamente heterodoxas, el origen, el lugar donde empezó la odisea, el inolvidable terruño.
Más allá del “cachito de México” que con todos los trabajos y empeños es trasladado al desierto de Nevada por los connacionales, algunos de estos establecimientos rinden culto a figuras cuya santidad —antes la tradicional Virgen Morena, el Santito del Migrante y el Niño Dios—, revela una identidad en proceso de cambio, una nueva iglesia cuyo novedoso evangelio no está peleado con la fe del emprendedor actuando, por encima o por debajo de la ley, en la economía de mercado más grande del planeta.
Me detengo para comer en una hamburguesería y el sitio está atestado de mexicanos, felices de llenarse la barriga con comida chatarra. Recuerdo entonces al infausto ex presidente Bush y su célebre perorata acerca de los trabajadores indocumentados, condenados, decía el entonces mandatario, a vivir en las sombras. Extrañamente, en mi hotel ni en otros que visité, no me encontré a uno solo, tampoco en mi posterior recorrido por los casinos, atendidos por anglosajones o filipinos, muchos filipinos. Arrojo una conjetura: salvo cuando circulan a bordo de sus bestias de cuatro ruedas, sus trocas perronas pues, pareciera que los mexicanos encargados de las cocinas y los servicios de limpieza viven incluso más allá de las sombras, es decir en el subsuelo de Las Vegas, quizá premeditadamente escondidos por sus empleadores. Empero, creo que ya lo dije, ciertos negocios ubicados en la superficie revelan, como en otros estados de la Unión, su señalada omnipresencia. Si en Las vegas es posible celebrar matrimonio en diez minutos, también es dable hallar tiendas para arropar debidamente para el fiestón —de esos en los que nos gusta arrojar la casa por la ventana— a las quinceañeras mexicanas.
Más tarde me entero de que, de acuerdo con las cifras del gobierno mexicano, en Las Vegas residen más de veinte mil paisanos —seguramente el número de mexicanos viviendo aquí es mucho mayor que la cifra oficial.
¿Quién a estas alturas cree en las supuestas cifras oficiales de un Estado-Nación que expulsa a sus jóvenes sin ofrecerles otra oportunidad que la lenta muerte por inanición o el rápido dinero del narco? En el supermercado de la ciudad de México donde hago mis compras los encargados de poner en bolsas la compra son todos miembros de la tercera edad. Y estoy hablando de un gigantesco supermercado con más de veinte o veinticinco cajas registradoras. Los otrora “cerillos” de mi infancia y adolescencia, muchachos que normalmente asistían por la tarde a la escuela secundaria y durante el día contribuían a la economía familiar, han sido sustituidos por las manos lentas y las cabezas cubiertas de canas de un país que, por efecto de la migración, se ha vuelto viejo.
Divago mientras camino. El atardecer se halla en todo su esplendor y, por ende, en un punto en el cual el frío comienza a arreciar salvajemente.
Gonzo
He caminado demasiado, necesito dinero para un taxi. Se me prende el foco, o eso creo, y decido hacer lo que todo el mundo hace en esta ciudad cuando la racha de mala suerte se prolonga, toca fondo —en mi caso medida en infinitos kilómetros— y no te quedan ya más fichas para seguir apostando: voy a empeñar alguna de mis pertenencias. Entre los pocos efectos personales que cargo en mi mochila, se halla mi infaltable ejemplar de Fear and Loathing in Las Vegas. A Savage Journey to the Heart of the American Dream. No me lo pienso ni un segundo.
Algo, un alguien con largo cabello negro alisado y el rostro cubierto de piercings cuya edad no puedo discernir, me arroja de regreso mi ejemplar de Fear and Loathing in Las Vegas al tiempo que masculla —el tipo tiene la lengua atravesada por un horrendo tachón de metal— que solamente toman en prenda literatura de vampiros. Me dice, o creo entender: eso que cargas es para maricas. No importa ni causa efecto alguno que abra el libro y le lea al librero y remedo de Marylin Manson pasajes al azar del temerario Hunter S. Thompson: “El Circus-Circus es lo que todo el mundo hip estaría haciendo una noche de sábado si los nazis hubieran ganado la guerra. Este es el Sexto Reich. La planta baja está colmada de mesas de juego, como el resto de los casinos… pero el lugar es tiene cuatro pisos, siguiendo el modelo de las carpas de circo, y todo tipo de extrañas locuras estilo Feria-de-Condado/Carnaval Polaco está ocurriendo en este lugar”.
No obtuve ni cinco centavos por mi edición de bolsillo que bien valía un dolarito.
El Sexto pinche Reich.
Le comento entonces al Marylin Manson del bulevar Charleston que el escritor Philip Roth imaginó esa pesadilla en una novela titulada La conjura contra América, a lo cual obtengo por respuesta un predecible no lo sé man, no lo conozco, that Roth faggot. La puta madre que se nos ha venido encima, pensé, quizás esto sí sea en verdad el Sexto Reich. Al instante me viene a la memoria el recuerdo de la crónica que escribió Enrique Krauze de su viaje a Polonia y su encuentro con el último líder entonces sobreviviente de la sublevación del Gueto de Varsovia, el mítico Marek Edelman, y las palabras que este último le había confiado al escritor e historiador venido del otro lado del Atlántico: “‘Hitler no perdió,’ apuntó secamente, ‘Hitler ganó: aquellos doce años de hitlerismo destruyeron el humanismo europeo. El pasado que usted busca esta muerto’”. De igual manera resonaron en mi mente las terribles palabras con que Jean Améry abre el que probablemente sea el libro más lúcido acerca de la victimización del pueblo judío a manos de los nazis, del Tercer Reich, Más allá de la culpa y la expiación: “A veces se diría que Hitler ha conseguido un triunfo póstumo. Invasiones, agresiones, torturas, destrucciones del ser humano en su esencia. Las señales abundan. Checoslovaquia 1968, Chile, evacuación forzada de Pnom-Penh, los manicomios de la Unión soviética, los escuadrones de la muerte en Brasil y Argentina, las estructuras estatales que se definen ‘socialistas’ y que se desenmascaran por sí solas en el Tercer Mundo, Etiopía, Uganda.”
Salí del establecimiento de compra y venta de libros con mi ejemplar de Fear and Loathing in Las Vegas y la misma falta de dinero. El viento helado agrietándome el rostro no fue un aliciente para ponerme a pensar en el estado que guarda el humanismo en estas tierras desérticas y, sobre todo, duras, despiadadas. Sin embargo, con mi librito de bolsillo en las manos, no pude evitar rememorar al inventor del periodismo Gonzo. Es fama que Hunter S. Thompson revolucionó la manera de abordar una historia y fusionarse con ella, fue un genio siempre inquieto, siempre dispuesto a ir más allá de los límites. Por ello recibió más de un empujón y, en el caso de los Hells Angels, la pandilla motorizada de rufianes acerca de la cual escribió un libro soberbio, una horrenda paliza que le dejó los párpados hechos una irreconocible plasta amoratada. Y también está el patético culto al periodista impulsado por él mismo, cocaína y trago ante las cámaras, su demencial y obsesiva devoción por las armas de fuego, un descerebrado Johnny Depp haciéndole segunda a la manera de un bachiller en busca de un ídolo imitable, su patrioterismo barato, su histérico envejecimiento, más pistolas y rifles, más gritos: es decir, la historia de un nazi del Sexto Reich que acaba con su vida de un seco y fulminante pistoletazo calibre .45, un suicidio celebrado además como temerario acto de inmolación en un rincón olvidado y oscuro de Colorado.
Entre los números de la revista Newsweek en español que guardo —dirigí durante algún tiempo ese barco fantasma— recuerdo un artículo de Johnny Depp, rebelde sin causa y muchos millones, en el que rememoraba a su ídolo. “Mi primer encuentro con Hunter S. Thompson fue cuando fui invitado a la taberna Woody Creek, de Colorado, en diciembre de 1994. […] Camina hasta mi mesa y dice: ‘Hola. Me llamo Hunter.’ […] Esa misma noche, hacia las 2 o 2.30 de la mañana, me invita a su casa y al llegar, veo en la pared una hermosa escopeta niquelada calibre 12. Ya que crecí rodeado de armas en Kentucky, comento: ‘Es una calibre 12 muy hermosa’, y él responde: ‘¿Te gustaría dispararla?’ ‘Claro, me encantaría’, contesto. Y entonces Hunter dice: ‘¡Carajo, compadre, tenemos que hacer una bomba!’”.
Las palabras y los actos de dos alegres compadres, dos absolutos mentecatos.
Y sin embargo, la pólvora y los sesos esparcidos en el asiento trasero de su descapotable rojo, no lograron, ni de lejos, borrar el genio de Hunter S. Thompson. ¿Quién más puede describir mejor Las Vegas que el inventor del Gonzo?:
Una ciudad sin flores. Sólo plantas carnívoras.
La Ciudad Sin pecado
Al final de la kilométrica jornada, subí a mi habitación en la Estratosfera y dormí como si Hunter S. Thompson y su secuaz, el abogado chicano Oscar Zeta Acosta, hubieran compartido conmigo la vasta dotación de anfetaminas, metanfetaminas, precursores químicos y opiáceos varios que cargaban consigo cuarenta años antes en su delirante y salvaje búsqueda del sueño americano para la revista Rolling Stone.
Me desperté con los últimos instantes de la impresionante puesta de sol en el desierto.
Miré hacia el horizonte hasta que oscureció.
Miré hacia alguna pradera dentro de mí.
Me duché y, ya liberado de compromisos académicos, decidí ir en busca de los jardines donde se cultivan las prometidas plantas carnívoras en la ciudad del pecado: Sin City.
Menos mal que había dormido como una piedra. En mi infructuosa búsqueda de los congales y clubes de strippers de la ciudad del pecado estuve a punto de dar marcha atrás y unirme a las filas de miembros de la tercera edad con problemas de insomnio que se gastan la noche al borde de una inocente ruleta o en algún inofensivo juego de mesa. Una guía turística habría bastado para ponerme en el camino correcto, pero nunca viajo con una y si acaso llega a ocurrir no veo más que la portada para cerciorarme de que, en efecto, estoy en el lugar donde se supone que debo estar.
Me dispuse entonces a fatigar las aceras de la avenida Las Vegas, también llamada the Strip. Uno podría pensar que dicho mote se refiere a la oferta —valga la redundancia— lineal de téibols y puticlubs.
Hice el recorrido con rigor meticuloso, de una punta a otra del Strip: nada qué ver, salvo los lujosos hoteles y casinos Trump, el Venetian, el Bellagio, el Encore y, desde luego, el legendario Caesars Palace, en el extremo sur. En contraste con la elegancia y el despliegue obsceno del consumo de alto lujo, en el extremo norte del Strip me encontré con una especie de hiper-iluminado albañal adonde va a dar lo más granado del Red-Neck americano, el llamado White Trash contenido, literalmente, en un inmenso bote de basura: gordos por doquier, inundando con sus corpachones cubiertos de grasa animal cada rincón de la calle, toneladas de comida chatarra, venta de souvenirs y chácharas ridículas, altoparlantes anunciando la oportunidad de hacerse con grandes fortunas con tan sólo entrar a uno de los tantos casinos abiertos para quienes suelen apostar cantidades no mayores a los diez dólares.
Arrepentido por no cargar ya no una guía turística, sino al menos alguno de esos mini-mapas que regalan a granel en el lobby de los hoteles, recurrí al viejo y repetido refrán hasta la saciedad por las sabias abuelas: preguntando se llega a Roma. (Me pregunto qué hubiera dicho mi abuela paterna de su nieto, de quién siempre fui muy cercano, perdido, preguntando por las putas, perdido en Las Vegas).
Y así ocurrió. Sin tener ni la menor idea, agoté cada cuadra del mundialmente conocido Strip, sin saber que la acción ocurre no lejos de ahí, en una calle paralela. El extravío me sirvió para entender un poco más la dinámica de cambio urbano, si es que algo así existe, presente en la constante reinvención de las ciudades, Las Vegas incluida. Me refiero a lo siguiente: con el levantamiento de los grandes hoteles y casinos de lujo en el extremo sur de la avenida principal, el sexo fue expulsado del Strip y confinado a una calle en cuyo nombre están cifrados la vigencia y predominio de la moral protestante, así como de toda la hipocresía que cabe en los nuevos modelos de negocios corporativos: Industrial Avenue.
Hacia allá me dirigí ya avanzada la gélida y ventosa noche, corriendo el riesgo de congelarme y morir de hipotermia.
En efecto, a día de hoy los clubs de strippers se hallan ubicados en una extensísima avenida y, a diferencia de la continuidad de los hoteles y casinos, separados entre sí por lotes vacíos, bodegas en semi-abandono, llanteras y destartaladas fábricas de mediano tamaño.
En semejante paisaje, pronto distingo en el horizonte un inmenso galerón que despide profusos rayos de luz azul. Se trata del Sapphire, que sus dueños anuncian en una enorme marquesina como “el club para caballeros más grande del planeta”. Okey, me digo a mí mismo y no lo pienso dos veces: al minuto estoy pagando la cuantiosa y ridícula suma de treinta dólares de cover requeridos para ingresar al que, se supone, es el puticlub más grande del mundo, custodiado por unos gigantescos gorilas debidamente ataviados con baratos trajes de color negro. Un largo pasillo apenas iluminado por una tenue luz roja conducía al que se autoproclamaba como el congal más grande del mundo. Cualquier asomo de emoción, la mínima palpitación se fue disipando conforme cruzaba ese pasillo y la clásica ausencia de olor en los sitios cerrados, ese olor sin olor tan típico de Estados Unidos, el anuncio de un ambiente totalmente inodoro, me condujo directamente a la decepción anticipada.
Me hubiera encantado ser el cronista de un monumental, perverso y pantagruélico burdel en el cual, entre sombras, habría resultado imposible distinguir unas nalgas de otras, o como lo hubiera dicho magistralmente el poeta Xavier Villaurrutia:
Confundidos
cuerpos y labios,
yo no me atrevería
a decir en la sombra:
Esta boca es la mía.
No. Que otros cronistas, quizás con mejor olfato para ganarse unos cuantos billetes verdes, se inventen escenas de sexo extremo y multitudinario, como parece sugerirlo la marquesina del Sapphire.
No. Este no es un sitio para el periodismo Gonzo, esa bravuconada que su inventor se encargó él mismo de descalificar en las páginas de Fear and Loathing in Las Vegas: “Solamente un cagado lunático escribiría una cosa semejante y la reivindicaría como apegada a la realidad”.
No. El Sapphire, “the largest Gentlemen’s Club”, resultó ser un galerón sin mayores atractivos que el más modesto y triste puticlub de Tijuana o de Badajoz. Si acaso, el cuchitril de marras tenía, en efecto, las suficientes mesas para sentar a un respetable número de cabezas de ganado.
Pedí algo de beber en la barra y desde ahí me dediqué a observar un espectáculo entre cómico y patético. Pululaban entre las mesas y los clientes chicas cuyos acentos delataban el sello de su pasaporte: húngaras, checas, búlgaras, el mismo contingente proveniente de los países del Este Europeo que uno encuentra en Tijuana o Badajoz. A ellas se sumaban docenas de filipinas en cierto modo monstruosas, y con ello me refiero a su complexión delgada, sin nalgas ni documentos, pero con tetas de silicón como misiles listos para derribar a un avión en pleno vuelo.
La gran atracción estaba focalizada en el tubo de baile, donde solamente las nativas, WASP probadas, la mayoría no precisamente en forma, estaban autorizadas para contonearse y hacer giros acrobáticos alrededor del mismo. Condenadas a permanecer a ras del suelo, a no prosperar en la tierra de las oportunidades, las prófugas del capitalismo rabioso que siguió a las dictaduras del proletariado, y no se diga las tercermundistas filipinas, podían aspirar siquiera a treparse al tubo. A la orilla de la circular pista de baile se arremolinaban tipos que introducían billetes en la tanga de la bailarina en turno. Había de todo. Mexicanos presumiblemente indocumentados que celebraban con un entusiasmo desmedido la mínima atención de las strippers a cambio de un billete de dólar; gringos indiferentes ante un inmenso y redondo par de nalgas, concentrados más bien en beber su Budweiser con toda calma y, el caso más llamativo de todos, un tipo de origen indefinible, quizás indonesio, vietnamita o tailandés, ataviado a la Tony Montana, eufórico, muy probablemente atiborrado de cocaína, que no paraba de arrojar puñados de billetes a la pista, no sin cierto gesto de histrionismo barato que, no sé bien por qué, me recordó a Antonio Banderas. Lo peor, o mejor dicho, lo más insalubre, fue ver a más de uno de estos sanchos meterse billetes doblados en la boca y proceder a deslizarlos bajo el resorte de las tangas que aterrizaban sobre sus narices como viejos bombarderos B-52.
Más temible que el Tony Montana proveniente de algún rincón de Asia me resultaron unos fornidos gigantones, evidentemente estadounidenses, que irrumpieron a unos metros de la barra, volteando hacia todos lados y en esencia machacando con las mandíbulas grandes cantidades de goma de mascar. He estado en situaciones de riesgo, pero estos tipos lograron aterrorizarme con su corte a la brush, tipo US Marine Corps, y su mirada demente. Se cruzaban altivos con las strippers, algunos conversaban brevemente con ellas. Las mujeres parecían resultarles la más jodida afrenta. Había en la actitud de estos trogloditas, lo puedo jurar, el deseo de obliterar todo cuanto se movía a su alrededor, empezando por las strippers y terminando, seguramente, por los negros y los mexicanos. Puedo decir que esa noche sentí el palpitante deseo de muerte, de asesinar y exterminar, cerca de mí.
Es hora de partir y enfrentar el viento helado, pensé.
Para mi fortuna y o infortunio, una despampanante stripper, más que eso, una escultural belleza entró en escena e hizo su rutina en el tubo. Se trataba, por supuesto, de una nativa, aunque de estatura más bien baja para el promedio estadounidense y de hermosa y larga cabellera negra. Recogió suficientes billetes y descendió al planeta Tierra sin causarle un infarto a nadie ni provocar los espasmos de mono araña enjaulado a los que ya nos tenía acostumbrado el indonesio-vietnamita-tailandés.
Se pasea entonces entre las mesas buscando alguien que se interese por un lap-dance, que cuesta veinte dólares y consiste en ver bailar a la stripper a cinco centímetros de ti y medio rozarle el alma, no más. En algún rincón de la ciudad debe de haber espectáculos de sexo en vivo. Yo estoy cansado y en bancarrota. Todo eso, el sexo en vivo y tal, se los regalo a los aspirantes a periodistas Gonzo. Hace rato que terminé mi trago. En cualquier garito respetable me habrían echado ya: un whiskey sencillo en el plazo de casi dos horas es un escándalo; entonces entiendo: los treinta dólares requeridos para franquear las puertas del Sapphire sancionan el mínimo consumo. Volteó a mí alrededor: hay cuando menos otros diez clientes como yo, sin otra cosa en la mano que su propia mano.
Ya me quiero ir, estoy a punto de largarme, pero sigo observando a la belleza de piernas delirantes y senos inusitadamente naturales. La miro caminar. Va y viene por mi mente. Abro la cartera a sabiendas de que vengo menos que justo. Me queda un día más en Las Vegas, ya he gastado cincuenta dólares en esta patraña, el supuesto puticlub más grande del mundo y sé que dejar otros veinte dólares más en la guapura que anda por ahí es la peor de las inversiones: al otro día me restará lo suficiente para tomar el shuttle al aeropuerto y unos centavos para un mísero café.
Termino por hartarme y decido emprender la partida. Esquivo a una cuadrilla de granjeros provenientes de Iowa o Dakota, todos con las cabezas enfundadas en deshilachadas gorras de béisbol, las jetas colgadas, todos estorbando el paso, una perfecta masa humana compuesta enteramente por idiotas. Detrás me espera la belleza de las piernas de infarto, alisándose esa divina cabellera oscura. Me deslumbra el verde de sus ojos. Comienzan a sonar los cantos, convoco a Ulises, busco un mínimo trozo de cuerda o mecate para —a falta de mástiles— amarrarme al tubo de las strippers. Estamos parados uno frente al otro. Me ve y sonríe. Decido que Ulises representa la quintaesencia de la cobardía y cual Butes, navegante que acompañaba en la embarcación a Ulises y a Orfeo, me arrojo a las aguas encrespadas tratando de pescar esa belleza en pleno vuelo. No es para tanto: solamente son necesarios los veinte dólares que mañana me harán mucha falta. Intercambiamos nombres, lugar de procedencia y no recuerdo más porque, en este negocio, se sabe, no importan las palabras. ¡Al diablo!, me digo: ahí va el billete de veinte, con su respectivo general Andrew Jackson al frente, el héroe en la guerra de 1812 contra los ingleses, el militar victorioso en guerras floridas contra las indómitas tribus seminoles y séptimo presidente de Estados Unidos.
¡Adiós: que chingue su madre Andrés!
Después de los tres minutos y medio de algo que, descubrí, ya no me resulta atractivo, escuché después cómo una sexy muñeca de Florida dio rienda suelta a la que ella consideró la más natural de las vocaciones, ser una stripper, apenas cumplidos los veintiún años, la edad legal en la Unión Americana lo mismo para beber que para desnudarse en público. Hablaba con plena soltura de la satisfacción que le traía su oficio, cuyo ejercicio parecía, a mi entender, como el más natural de los destinos. Su encanto era la demostración de que la moral y la naturaleza pueden entrelazarse y devorarse una a otra en estúpidos juicios y prejuicios, pero que en ocasiones resulta un insulto a la inteligencia, no se diga al gusto y al sexo, mezclarlas siquiera.
En diez minutos estaba fuera del Sapphire congelándome sobre la bien llamada avenida Industrial.
Llegué al hotel, me senté frente a mi ventana en el piso 21 y miré hacia el horizonte hasta que amaneció.
Miré hacia alguna pradera dentro de mí y, como tal, no encontré nada. Me refiero a nada parecido a la breve historia que horas antes acaba de escuchar. Pensé en que esa joven stripper de Florida tenía, a sus veintiún o veintidós años, las cosas más claras que yo. Pensé en ella, en la noche futura en que hará su última presentación, en su último baile tras una exitosísima carrera de exotic dancer y en la ventura y el goce como ejemplo de una vida, como quería Lucilo, y no el universal sufrimiento de quienes vivimos de día.
Our Marriage Was Made in Heaven
“Nuestra boda tuvo lugar en el cielo”, más o menos reza el mensaje que leo, arriesgando fracturarme la nuca, en un celestial fresco plasmado en la cúpula de una capilla matrimonial, estrellas y regordete Cupido incluidos.
La industria de la cursilería y del matrimonio instantáneo en Las Vegas es tan grande y patética como su propia mitología. De acuerdo a las cifras que arroja el Censo del 2010, en Estados Unidos se casaron 1.500.000 mil parejas. Solamente en Las Vegas, se celebran ciento diez mil bodas al año, un respetabilísimo treinta y seis por ciento de la media nacional, una cifra que echa abajo la más sobada de las leyendas urbanas estadounidenses: aquí, en Las Vegas, Nevada, multitudes de parejitas altamente intoxicadas vienen a consumar un salvaje blitz de fin de semana repleto de amor, sexo, drogas y rock and roll —como quisiera la cada vez más obsoleta versión Gonzo en este y otros temas arquetípicos de Sin City.
Con excepción de la tediosa lectura de la epístola de Melchor Ocampo, un chapuzón al ciberespacio es suficiente para darse cuenta de que en Las Vegas, las parejas llegan al altar compartiendo las mismas ensoñaciones y siguiendo los mismos procedimientos que, digamos, una pareja de Uruapan, estado de Michoacán. Según algunos testimonios que pueden ser rescatados del olvido en internet, la planeación del evento incluso llega a contener elementos distintivos y únicos, como fue el caso del señor Brian Vickers y su esposa Carrie, quienes contrajeron nupcias en la capilla Little White Wedding el 24 de febrero de 2001: “Tuvimos una ceremonia que hoy en día podría considerarse tradicional, pero fue la primera en su tipo en Las Vegas y probablemente en todo el mundo. La nuestra fue la primera boda transmitida en vivo en internet. Arribamos en un Mustang convertible, alquilado para la ocasión. Creímos que sería más fácil para el camarógrafo y para quienes se conectaran vía remota a la ceremonia. Como parte de los preparativos, llamamos a nuestros amigos y familiares y les dimos las indicaciones para ver la transmisión por internet. Quienes no tenían acceso a la red se tuvieron que conformar con escuchar la ceremonia a través de la teleconferencia que transmitimos desde nuestros teléfonos móviles”. Brian y Carrie, felizmente casados en Las Vegas, estuvieron en su momento a la vanguardia tecnológica: a su boda asistieron cientos de invitados de manera virtual, sin necesidad de pagarles una insípida crema de espárragos ni un poco apetecible plato de pollo al estragón.
Aquí no hay historias Gonzo de ningún tipo, eso que inventó Hunter S. Thompson ya es historia. Casarse en Las Vegas puede ser igualmente un acto que se ajusta a la condición de “rapidez” que postula Italo Calvino en sus Seis propuestas para el próximo milenio. He aquí el caso del señor Gary Weimberg, oriundo de California quien prefirió no revelar el nombre de su amada: “Después de veinticinco años de vivir muy felices juntos, decidimos casarnos. Nunca sentimos que nuestro amor requiera de la aprobación de la iglesia o el Estado, así que fuimos a Las Vegas, donde no había ninguna autoridad en apariencia. Nuestra única amiga en Las Vegas, Melissa, una stripper, se ofreció para hacer todos los arreglos necesarios. Nuestra única condición fue que la boda ni durara más de quince minutos”.
La zona intermedia —más preciso sería decir: ambigua— de la avenida Las Vegas donde se hallan ubicadas las célebres capillas matrimoniales, resalta los distintos procesos de cambio social y urbano experimentados por la ciudad a lo largo del tiempo; pero sobre todo, y en un plano más generalizador que abarca el fenómeno urbano desde su multiplicidad, la contigüidad de capillas y santuarios de dudoso lujo con hoteles baratos y precarios albergues que alojan, se puede conjeturar, algún tipo de destartalado sagrario, confirma la naturaleza elusiva e inestable de los límites de una urbe con las características de Las Vegas: “La ciudad —apunta el escritor Sergio González Rodríguez en El mal de origen. Ensayo de metapolítica— entraña el territorio de la imperfección”.
Platoon en McDonalds
—¿Qué haces en Las Vegas para pasar el día con poco menos de cinco dólares en el bolsillo?— me pregunté al despertar luego de mi última noche de plácido sueño en mi confortable habitación ubicada en el piso 21 de La Estratosfera. En cualquier posible respuesta habría una dosis suficiente de preocupación y angustia para quien, como era mi caso, aún no acababa de abrir el ojo y seguía disfrutando la mullida y extrema comodidad de una cama cuyo goce, para añadir unas gotas de ansiedad al sobresalto inicial, terminaría de un tajo llegado el momento de hacer el check-out. Sin embargo, a pesar de las manecillas del reloj avanzando hacia la hora fatídica, las once de la mañana, ni un minuto más, ni un minuto menos —this is Vegas sucker, don’t you dare to forget about that—, me detuve a pensar durante un rato en lo bien que se duerme en el desierto. ¡Qué tragedia: dormir tan bien en un lugar donde se vive fatal!
El resto del día me demostró lo contrario.
Me refiero a esos personajes que deambulan por todo Las Vegas, indiferentes, absortos en un mundo que no es éste, como astronautas provenientes de otro planeta.
Es preciso aclarar que, en este caso, no me refiero a los consabidos homeless que forman parte del entorno urbano en cualquier ciudad de la Unión Americana.
Me refiero, más bien, a seres extraños, de apariencia desaliñada sin llegar a los harapos, sucias chamarras y desgastadas botas militares en la mayoría de los casos, cuya fija mirada se abre y cierra al mundo como un telón a través del cual se alcanza a entrever un cuerpo destrozado por una granada, confusión y refriegas en plena selva, niñas y mujeres aterridas y amontonadas en un mínimo refugio, muertas de miedo, la demencia entre los US Marines miembros de la Compañía Charlie, el fuego cruzado y la carnicería en la matanza de May Lai. Me refiero a una mirada que contiene esas imágenes en ojos lo mismo rabiosos que indiferentes o decaídos, en cada caso a punto de estallar, ya sea mientras estos personajes errabundos yacen hieráticos y drogados, sentados en la parada de un autobús que no van a abordar, pidiendo limosna o sencillamente andando sobre las aceras del Strip, montados en posibles y despreocupadas divagaciones. Son envidiables errantes, diría la escritora y artista visual Verónica Gerber Bicecci, “porque van por ahí con la sola responsabilidad de deambular, porque la holgazanería no les pesa, porque su mudanza es constante, porque nunca permanecen, porque andan por el mundo conectando imágenes e historias invisibles para la mayoría, relatos que muy pocos lograrían escribir”.
Los he visto en mi recorrido matinal, luego de abandonar mi confortable habitación en un hotel de cuatro estrellas, con 5 dólares en el bolsillo que debo hacer duraderos hasta la hora de tomar el avión y dejar Las Vegas. Miro también destartalados moteles que anuncian tarifas de veintiséis dólares la noche. Por un instante me reprocho no haberme hospedado en una de esas madrigueras en las que, intuyo, no hay turistas sino que ahí vive gente. Arrecia el frío viento del desierto de Nevada. Entro en un McDonalds en el que permaneceré casi siete horas hasta regresar al hotel y tomar el shuttle al aeropuerto, hay acceso a internet y, bien estirados, los cinco dólares dan para un café grande, una especie de salchicha envuelta en una tortilla de harina que simula un desayuno y el clásico y chicloso pastel de manzana. Suficiente. A mi alrededor hay turistas y especímenes varios de los antes referidos seres errantes, sentados sosteniendo una hamburguesa con la mirada —sí, otra vez la mirada— puesta en un lugar distante, más allá de la sierra que circunda Las Vegas y mucho más allá del desierto. En quién sabe dónde.
He visto suficiente y no tengo un clavo.
Pienso en el futuro y sigo por lo tanto lo dicho alguna vez por Joseph Roth, periodista de primera: “Mis musas son los países por los que viajo y mis necesidades financieras”. Enciendo la computadora y navego. Tecleo, muevo el cursor, miro fijamente a la pantalla.
Yo también tengo la mirada puesta en otra parte.
Busco datos. Después de los veinte dólares gastados en el Sapphire la noche anterior, evito las musas como la peste.
Sigo navegando. Por fin doy con algo de valor. La página del US Census me arroja en pleno rostro el significado de tanta mirada puesta en la nada. Aquí, en Las vegas, la ciudad que me urge dejar, habitan 46.000 veteranos de la guerra de Vietnam. ¿Por qué? No tengo la menor idea, pero una cama a 26 dólares la noche es una tarifa imposible en otra ciudad de este país. Los veteranos de guerra representan el 11,4 por ciento de la población en Las Vegas. Recibes tu exigua pensión del ejército, pagas las noches que te alcancen y las que no duermes a la intemperie. Si estás metido en la droga dura, entregas la paga recibida por haber cazado y asesinado al Viet-Cong al dealer y mendigas el resto del mes, hasta que el ciclo recomience de nuevo.
Después de horas, me levanto, me acerco a la dispensadora de sodas y discretamente lleno mi vaso con restos de café con refresco de cola. Nadie me ve, o si me vieron no importa. Se acerca la hora de partir. “El terror es que ustedes mueren en pequeños pedazos/ en el lugar equivocado de la vida/ la cabeza en las manos, sin meta”, dice el poema de Francis Picabia.
Se acerca la hora. Por un momento, antes de dejar Las Vegas, sin un centavo, solo, sin nadie con quien hablar, las manos pegajosas, se me antoja no volver, quedarme, errar una vez más, unirme, yo también, a los ejércitos de la noche.
Bruno H. Piche (Montreal, 1970) es ensayista y narrador. Ha sido editor, periodista, diplomático y promotor cultural. Ha sido nombrado recientemente miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte. Acaba de publicar Robinson ante el abismo. Recuento de islas en la editorial mexicana Pértiga. En FronteraD ha publicado La salvaje costumbre de trabajar. Esta crónica inédita forma parte del libro El taller de no-ficción, que será presentado en la próxima Feria del Libro de Guadalajara, en México.