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Nadalea


 

Contra Novak Djokovic el tenis se convierte en una prueba para astronautas, donde el soplido del serbio casi siempre se agota más tarde. No es la fortaleza, ni la capacidad, ni el entrenamiento, ni siquiera el virtuosismo que han de darse sin falta. El quid queda más allá. En ningún deporte se ha alcanzado la altura de este duelo, donde aparecen las ciudades y los pueblos bajo el viento, con el polvo adherido a las fachadas, mientras los palios de los viejos carteles de gangas chocan desnudos contra sí mismos y los tumbleweeds atraviesan la pista. Hoy el desafío tiene una nueva dimensión, elevada como un poema. Alguien debería escribir una Ilíada, o la Odisea de Rafael Nadal: la Nadalea, para que los mortales que no lo verán conozcan sus hazañas. Se ha sobrepasado la plenitud física y técnica de una disciplina para transmutarse en una lucha invisible que aturde al espectador. La recomposición de la derrota acaso como aquel Terminator de metal líquido que era capaz de adoptar cualquier apariencia. Nadal es el mismo iceberg de Hemingway, quien dijo que la escritura literaria solo es verdadera si está sustentada debajo del agua por los siete octavos de su volumen. Bajo el tenis del héroe se desatan terremotos que no hacen perder el pie a los rivales, sino la cabeza. Hasta “el mayor reto de su carrera” se inclina después de la tiranía, porque lo que tiene aquel dentro de su topespin es una falla que causa estragos imprevisibles por encima de sus liftados. Nunca el silencio fue tan aterrador en una cancha de juego. Siete octavos de volumen se necesitan para superar siete derrotas como siete puñales para alcanzar el triunfo. Ayer sólo fueron cuatro, pero la clave del genio consiste en pulirse como una piedra preciosa: la única verdad en cuanto la sacan al escaparate después de cada restauración. Jabois dice que «Roland Garros está lleno de fotografías suyas que parecen el álbum familiar que expone su paso de niño a hombre…», y por eso sus seguidores parecen padres orgullosos que marcan cada año en la pared de casa la nueva estatura del hijo. Ya se puede ver de nuevo el milagro de la vida. La obra maestra. Dicen que el mayor diamante se guarda en Tiffany’s, en Nueva York. Pero aún no se acaba de ver la forma definitiva de aquel cuyo último tallado le hace brillar siempre más que el anterior.

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