Vamos a
afinar el oído. Cuando hoy se repite eso de que no tengo por qué compararme
con nadie, tal vez quiera subrayarse la
dificultad de dar con un criterio valorativo aceptable para todos y de
aplicarlo con la debida justeza a los méritos o vericuetos del alma de cada
cual. Podría ser que allí resonara, malinterpretado, el ideal clásico de la autárjeia. Pero lo más probable es que semejante actitud
provenga de una encastillada autosuficiencia o del temor a un resultado
desfavorable de tal compulsa.
De ahí que se reitere, a fin de impedir
cualquier juicio sobre la valía de un hombre con relación a otros, que todas
las comparaciones son odiosas. Nada más
cierto cuando pretende compararse lo que nada tiene en común, o conforme a
medidas de valor equivocadas o con vistas a propósitos perversos tales como
alentar la vanagloria de uno o la humillación de otro. Fuera de ello, no
tendría que ser repudiada sin exponerse a caer en el mutismo o en el
sinsentido. Si hoy la comparación parece haberse vuelto especialmente
insufrible, quizá se deba a que un erizado amor propio ha revestido de una
apariencia abominable a la disposición misma a emitir juicios morales. Ese tan frecuente “¿quién soy yo para
juzgar a nadie?” suena las más de las veces a un retador “¿quién es nadie para
juzgarme?”, y la consigna de no
juzgar para no ser juzgados no nace tanto del respeto profundo hacia el otro
como del mero rechazo a ser examinados ante el temor de que nos caiga alguna
censura. Difícil será sentir alguna afición por el superlativo, si tanta
prevención suscita ya el mero término comparativo.
Claro que no hay comparación en valor de la que
uno no pueda precaverse anticipando o concluyendo que algo o alguien son
sencillamente diferentes. El sosiego
adviene en cuanto nos zafamos de la responsabilidad de emitir un juicio de
valor que pueda volverse contra nosotros o malquistarnos el favor del otro. No
es sólo el miedo al error el que nos contiene, sino a las protestas del que se
tiene por -igual de- diferente. De suerte que ya no es preciso poner de
manifiesto ni admiración ni desprecio, porque el mero dejar sentada la
diferencia excluye toda pesquisa ulterior.
El siguiente paso viene con la solemne
aseveración de que nadie es más (ni menos) que nadie, hasta ahí podíamos llegar. Quien se arriesgue a
insinuar aquel viejo dictamen de Héráclito, “uno solo es para mí como miles, si
es el mejor”, pronuncia la más horrísona de las blasfemias. Lo que todos
reconocemos a cada momento (que uno
está más o menos desarrollado que otros en una amplia gama de órdenes,
desde el intelectual hasta el atlético), eso lo negamos tajantemente en cuanto
ese “más/menos” se refiere a las cualidades morales. Aquí sobra todo
acercamiento, y cualquier intento de poner a prueba esta peculiar valía será
tomado como una pretensión inicua. Atreverse siquiera a pensar lo contrario
será una tentación a la que, como mucho, puede uno ceder en el fuero interno de
su conciencia, donde no tenemos que rendir cuentas a nadie, pero jamás en el
espacio social o público.
Y no siempre es la piedad ante la previsible
humillación de quien saliera malparado ni la prudencia de evitar el orgullo
desbocado del ganador las que desaconsejan ponerse a medir la valía respectiva.
La dignidad intocable que con justicia nos atribuimos parece marcar un tope
absoluto para semejante pretensión. Es de suponer que eso querría decir Machado
al reiterar que, “por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto
que el de ser hombre”. Y así, como no podemos ser ni más ni menos que hombres (y, por tanto, puesto que somos esencialmente iguales), se da
erróneamente por sentado que tampoco podemos ser más o menos que
otros hombres, es decir, se juzga
impensable que alguien haya
desplegado mejor o peor esa dignidad que nos distingue.
A partir de tales premisas dejaremos claro
enseguida que yo no tengo que imitar a nadie, faltaría más, ni al que es en verdad imitable ni a ningún otro. No
tendré modelo alguno, porque ni puedo conceder a alguien como yo tal
preeminencia ni consiento ser su copia aproximada. Acabemos, pues, con la “competitividad”
escolar y otras clases de emulación, como si fueran señales de incompetencia
moral. Tampoco admito servir de modelo para nadie, por halagüeño que ello
resuene, porque no entra en mis planes asumir semejante responsabilidad. Uno
mismo es el modelo para sí mismo;
o ni siquiera eso: carezco de modelo y en cada momento soy mi propio
original, porque soy radicalmente original. Que luego estos presuntos originales seamos tan parecidos será cosa
del diablo.
La conclusión está cantada: yo no tengo por
qué admirar a nadie. Al menos en el terreno
moral, no he de reconocer la superior valía de ningún otro. Así que nunca
estamos ante lo raro entendido como lo escaso y por ello tal vez más valioso.
En el terreno moral, y según el credo vigente, eso no puede ser admirado
justamente por raro. Escuchemos
asimismo la proliferación de lo interesante frente a la muy disminuida
presencia de lo admirable: el caso es no mostrar entusiasmo a la hora de
enjuiciar ni traspasar los límites fijados por la urbanidad. Se trata más bien
de mantener una actitud distante y neutra, “objetiva”. Si acaso brotara, que la
admiración no se nos note (salvo en la intimidad, como mucho, cuando nos
importe menos desnudarnos), porque eso nos rebajaría en la consideración ajena
y por tanto en la autoestima. A lo más, dejaremos entrever una cierta
curiosidad hacia ese admirable que alimente el posterior y ligero comentar.
¿Y quién confesará que admira, cuando puede
decir me encanta y quedarse encantado
ante lo que se le ofrece como extraordinario? Pero el caso es que el admirar
moral implica aspiración, propósito de acceder a la altura del (o de lo)
admirado, mientras que quien simplemente se encanta no sale de la contemplación
y de su alelado disfrute. En la admiración hay un elemento de razón ausente del
encantamiento, que se deja llevar por la placentera impresión del instante. Por
eso mismo, el primer afecto exige alguna perseverancia en el esfuerzo, en tanto
que el simple quedar fascinado (donde parece prevalecer más bien la seducción)
subraya la transitoriedad y aleatoriedad del suceso maravilloso. No puedo
admirar cada día cosas distintas, pero sí dejarme cautivar por ellas y sus
contrarias a cada paso. Basta simplemente sustituir lo admirable por lo agradable, de igual manera que hace tiempo que lo desagradable
ha desterrado del vocabulario común a lo abiertamente detestable. Se ha perdido
la capacidad admirativa de entraña moral y, si subsiste, permanece como
arrinconada y sin atreverse a salir a la luz. Ha triunfado el ideal del
mediocre.