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Novela por entregasNapoleón, el peregrino

Napoleón, el peregrino

 

 

La historia de Napoleón me la contaron la primera vez que estuve en Latinoamérica, hace ya tiempo, pero nunca terminé de creerla. Recién en mi segundo viaje, en 2007, pude ver por mí mismo algunas de las tantas anotaciones que él hizo, de puño y letra, ya que tuve la oportunidad de ingresar a su casa. Solamente por ese motivo me atrevo a dar fe de que su historia es real, pese a lo inverosímil que parezca.

 

Cuando Napoleón vio la transmisión del desembarco del hombre en la Luna, aquel mítico 20 de julio de 1969, tenía catorce años. “Este es un pequeño paso para el hombre, pero un gran salto para la humanidad”, la famosa frase del astronauta Neil Armstrong, le quedó orbitando en la cabeza por varios días. Hasta donde sé, primero averiguó que la distancia de nuestro planeta con el satélite era de 384.400 kilómetros; luego, tras dos noches de insomnio y de mucho pensarlo, se desafió a realizar la misma hazaña, aunque a su manera.

 

Encerrado en su habitación, se dedicó a medir sus pasos: dio pasos cortos, largos, saltó y corrió durante horas, hasta que concluyó que 73 centímetros sería el promedio que iba a utilizar. Después calculó cuántos debía dar para lograr su objetivo —una cuenta que le llevó largo rato—: 526.575.342,5 (quinientos veintiséis millones quinientos setenta y cinco mil trescientos cuarenta y dos coma cinco). Pero prefirió sumarle algunos más, para evitar cualquier margen de error que interfiriera en sus planes y para que fuera un número capicúa, que quizás le trajera buena suerte: la cifra definitiva fue 526.575.625. Así, decidido a asumir el arduo desafío de contar sus pasos en este mundo, al salir del colegio fue a una librería del barrio y se compró un bolígrafo negro y un cuaderno de hojas cuadriculadas.

 

“Martes 22 de julio de 1969 – 12:18 PM”, escribió en el margen superior derecho de la primera página; lo hizo antes de salir del negocio. Caminó con aire de superioridad hasta la puerta y anotó: “7 pasos”. Se detuvo, miró el cielo despejado y sonrió. Quiso anotar algo más, pero se había quedado quieto y no se lo ocurrió qué poner. Retomó la marcha y dos cuadras antes de llegar a su casa volvió a escribir, junto a la anotación anterior, con un guión entre ambas cifras: “638 pasos”. Pero dudó si había contado bien, porque creyó repetir una decena cuando el conteo alcanzaba los 500. Entonces regresó al punto anterior, con la ventaja de poder volver a contar sus pasos dos veces más, ida y vuelta (o vuelta e ida, para ser exactos). 

 

Caminó con calma, dando unos pasos idénticos de 73 centímetros, tal como había practicado la noche anterior, al prever que podría sucederle este tipo de confusiones. La conclusión que sacó fue que sí, que se había equivocado. Por eso corrigió su última anotación y agregó: “648 + 648 pasos”. Y se dijo a sí mismo: “Si empezás así, Napoleón, no vas a llegar a ninguna parte”. Después sí se fue a su casa.

 

Al llegar, saludó con la mano a su tío, fue hasta su habitación y se sentó en la cama, donde anotó 193 pasos más. Dejó el cuaderno por un momento y se recostó, mirando la sombra de las hojas de los árboles que le daba en el rostro. Satisfecho, hizo la primera suma: le dio 2144 pasos. Incluso pensó restar esa cifra al total, pero al instante se arrepintió: “Todavía es muy temprano”.

 

Podría decirse que ya no volvió a despegarse de esa libreta, al menos hasta que le surgieron ciertos inconvenientes. Había algunos lugares a los que no se animaba a llevarla, por vergüenza: al baño del colegio, a las clases de educación física o a la casa de su novia, por ejemplo. Si bien su primera reacción fue desesperarse, más tarde se dio cuenta de que estaba desarrollando una capacidad asombrosa para recordar las cifras y sumarlas en los tres grandes horarios en los que agrupaba sus movimientos cotidianos: mañana, tarde y noche. Pronto se le terminaron las hojas y fue a comprar un cuaderno nuevo.

 

Supongo que de a poco comenzó a disfrutar de la libertad que le permitía no tener que andar con el anotador a cuestas y pensaba en los pasos importantes que ya habría dado, aunque sin saber a “ciencia cierta” —la ciencia también se equivoca, no digan que no— cuál de ellos importaba más. ¿Se habrá perdido en este tipo de especulaciones en las noches de calor, cuando su familia sacaba las camas al patio para intentar refrescarse?

 

 

*          *          *

 

 

—¡Vengan! Vamos a leer lo que anota Napoleón en ese cuaderno que cuida tanto —dijo uno de sus compañeros del colegio, en su ausencia, durante un recreo.

 

—Seguro que es un diario íntimo —aseguró otro.

 

Como pasaron las páginas y lo único que había era números, volvieron a guardar el anotador con rapidez. De todas formas, cuando se encontraron con él, el cabecilla del grupo le dijo:

 

—Queridas matemáticas, recién di 75 pasos. Querido diario, ahora caminé 500 más…

 

El grupo soltó unas crueles carcajadas mientras la cabeza del muchacho se agachaba. Desde ese día, para evitar que volviera a sucederle algo similar, ya no llevó más su libreta al colegio. Pero lejos de desanimarse por los incidentes que le producían sus anotaciones en diferentes contextos, los resultados parciales de los pasos que daba lo alentaban a continuar, esperando la hora del gran “salto”.

 

 

*          *          *

 

 

Quienes lo conocían pensaban que al terminar el colegio estudiaría una carrera vinculada a las ciencias exactas; sin embargo, aunque él mismo dudó bastante, y hasta último momento, se decidió por el Derecho. Avocado como estaba a contar metódicamente su peregrinar sobre la Tierra, pensó que lo mejor sería dedicarse a una profesión en la que los números no tuvieran nada que ver. Porque la mente, algunas veces, le daba señales de estar a punto de explotar debido a esa obsesión de registrar todos —todos— sus movimientos: mañana, tarde y noche.

 

Uno de los momentos más difíciles de medir era cuando salía a bailar, debido a que la combinación de luces, ciertas drogas y un poco de alcohol intentaba aturdir su concentración y sus sentidos, sin lograrlo del todo. Para este tipo de situaciones utilizaba, cada vez que iba al baño, una libreta más pequeña: “4372 pasos + 2790 pasos + 3057 pasos + 1984 pasos + 2029 pasos”. Los cuadernos, mientras tanto, se amontonaban en su habitación y ganaban espacio sobre los muebles, cerca de la ventana y también debajo de su cama.

 

Un año antes de recibirse de abogado, Napoleón entró en crisis: un día se le ocurrió empezar a hacer anotaciones en letra diminuta en las paredes, con tiza, a tal punto que en unas horas su habitación se transformó en un gran pizarrón. Su madre intentó calmarlo, pero él le decía, gritando, que se había quedado sin papel, que temía perderlos y que volver a transcribir todo era la mejor forma de memorizar los pasos que ya había dado. Cuando ocurrió este episodio había dado, en tiempo récord, 317.640.522 pasos.

 

“Algún día puede ser que llegue a la luna”, le confesó aquella vez. Ella, como pensó que estaba poseído, llamó al cura del pueblo. El padre Luiggi le recomendó que rezara por su hijo, pero le dijo que no era una obra directa del demonio. El padre y el tío de Napoleón, por su parte, también intentaron hacer que entrara en razones, sin éxito. Incluso lo abofetearon hasta que el joven se desmayó, y se durmió durante dos días seguidos.

 

Le costó casi un año volver a la normalidad de los estudios, porque cuando nadie lo vigilaba volvía a escribir números en las paredes, en la mesa o en el piso. El padre, aturdido y harto del comportamiento de su hijo, lo amenazó con quemarle sus cuadernos; la advertencia, sorpresivamente, provocó una mejoría inmediata. Para Napoleón, según me contaron unos vecinos que lo conocieron, esos papeles eran su vida, su equilibrio, su todo.

 

En 197… se graduó, fue a vivir solo a la ciudad y consiguió trabajo en un juzgado. Pronto sus anotadores cubrieron parte del living y de la cocina, siempre ordenados dentro de cajas de cartón. Por aquella época, como eran muy pocas las visitas que recibía, esos bultos pasaban casi desapercibidos. “Son cosas viejas. Tengo que empezar a tirarlas pero no me animo”, decía si alguno le preguntaba por su contenido.

 

También se cuenta que, cuando llegó el año 1984, se había convertido en un abogado soltero que dormía cinco horas por día, salía a caminar largos ratos (tres veces por semana) y apuntaba cuántos pasos daba una vez por hora: todo hipercronometrado, por supuesto.

 

Uno de los fragmentos más interesantes de sus notas es el manuscrito del 15 de junio a las 11:00 (los otros registros del mismo mes varían entre un mínimo de 42 y un máximo de 597 pasos por hora). Esta anotación, hecha con una letra muy desprolija, decía: “11:00 AM – 13 pasos – a veces siento que es inútil contar y contar.. y tampoco sé cómo dejar de hacerlo..”

 

Unos días después se tomó —o le dieron— una semana de vacaciones. Por considerarla insuficiente, intensificó su rutina deportiva. Desde entonces salió a caminar cinco horas por día en total, una vez por la mañana y otra al atardecer, incluso ese jueves que llovió tanto: “no tenía botas ni paraguas, pero lo fundamental era no distraerme, porque nada se consigue sin sacrificio”, escribió esa noche. Su satisfacción aumentaba a medida que agotaba los bolígrafos, que había comenzado a conservar en cajas; sin embargo, se deprimía al ver los 6.752.405 pasos que aún lo separaban de su meta. Ese malestar se profundizó en julio de aquel año, pero en agosto se recuperó e incrementó todavía más sus esfuerzos.

 

A principios de septiembre, cuando se encontraba alejado de los suyos, con pocos amigos y una deuda económica que no paraba de crecer, tuvo un ataque de nervios al extraviar su libreta. Lloró un día y medio la pérdida, y buscó placeres pasajeros que le hicieran olvidar sus sueños. Hubiera deseado hundirse en la bebida, pero llegó el día en el que perdió el empleo y tuvo que elegir entre emborracharse o comprar papel con sus últimos ahorros. Sus dos amores colisionaban:

 

¿Sobreviviré, cuaderno maldito? Hoy probé mi última gota de alcohol.. Justo cuando sentía por primera vez que empezaba a ser libre, me quedé sin trabajo y ya no puedo escapar de mi destino, mi destino lunar. Me asusta no estar preparado..

 

Resuelto el dilema, se dedicó de lleno a completar los pocos pasos que le quedaban. Según su registro, en esos últimos tiempos solamente dormía tres horas y sus anotaciones eran frenéticas, cada cuarenta o incluso cada diez minutos. Acá, un extracto del 8 de octubre:

 

2:23 PM – 190 pasos

 

2:33 PM – 301 pasos

 

2:49 PM – 468 pasos

 

Ya estaba solamente a 438.412 pasos de alcanzar su objetivo. La ansiedad le hacía levantarse varias veces por la noche, a tal punto que su vida —para él eso era vida— se convirtió en un peregrinar permanente, sinónimo de pies doloridos y dedos de la mano entumecidos.

 

 

*          *          *

 

 

El 16 de octubre seguramente le temblaba el pulso, porque el manuscrito se leía con gran dificultad: “menos de 10.000 pasos me separan de la gloria”. Los días siguientes ya no durmió, y los vecinos juraban que tampoco comía, que lo veían muy pálido y que había retomado la costumbre de salir con su cuaderno a todas partes. Unos días después, sin especificar la fecha, anotó estas dos palabras junto a su firma: “Desafío terminado”.

 

Algunos dicen que lo vieron salir por la noche y que la luna llena lo protegía con su luz, mientras que otros aseguran que sus pasos aún resuenan en la plaza cada mañana, pero solamente unos pocos reconocen que no se volvió a saber nada de él. Abandonada por más de veinticinco años, su casa fue recientemente convertida en museo por el gobierno, según leí en internet hace unos meses.

 

Este testimonio comencé a escribirlo la segunda vez que fui a América, aunque recién hoy, al terminar de transcribirlo en la habitación de un hotel europeo, me animo a hacerlo público. Más que nada me impulsa saber que todavía hay quienes dudan de la existencia de Napoleón. Porque yo hablé con los vecinos, estuve en su casa, vi esos papeles y pude experimentar en carne propia esa maraña de miedos y esperanzas que lo acompañaron desde los catorce años. Más aún: me siento autorizado a contar su historia, porque yo soy Napoleón.

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