La despensa de la buhardilla de Don Pedro, 7 adornaba sus estantes con vasares como éstos, encontrados por azar en las viejas papelerías donde hurgaba Vizcaíno, rebuscando material para Teatra, su revista. También hubo en la despensa vasares con rombos azules, y otros coloreados, con diferentes suertes toreras.
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A través de aquella decoración a la antigua, sentía que echaba raíces en toda la tradición castiza del barrio. Ser madrileño también era esto: ver cómo se marchitaban los vasares de tu despensa; hacer la compra en Mantequerías (que era como se llamaba a las tiendas de comestibles); o lavar la ropa en lavanderías automáticas junto al mercado de la Cebada.
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Se sentía viajar a través de estos vasares por horizontes lejanos, como lo habían hecho antes que él, todas las señoras del barrio, unas décadas antes. El chinito paseaba sus cestas de naranja y limón por la ciudad de Kyoto. Naranjas de la China para una japonesa, limones de Okinawa para los vanos amantes. Ella viste kimono corto, y parece meditar (naranja en mano, como una Hamlet), si acepta o no, el requiebro del chinito amoroso. Todo un oriente fantástico de película de Samuel Bronston, se respiraba -gracias a estos vasares- en muchas cocinas y hogares madrileños, haciendo la vida en ellos un poco más agradable.