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Narices coloradas

Si me das a elegir, me quedo en mi rincón. Sin aglomeraciones, sin ruido; solo en mi cabeza. Pero sé que esta tendencia es peligrosa: acostumbrase a la soledad y al silencio convierte la ciudad en un lugar insoportable, lo cual dificulta, por ejemplo, disfrutar de la amistad en una terraza cuando apetece. Por eso es bueno mantener equilibrada la balanza: calle y cueva a partes iguales, aunque cueste.

La semana pasada, en busca de ese equilibrio, la actividad social que incluí en mi tiempo libre fue el estreno de la película Joker. En un arrebato de optimismo, sin reparar en lo que suponía una primera proyección, compré las entradas por internet. Y no tardé en descubrir que me iba a salir cara mi ingenuidad.

Antes de entrar en la sala ya hubo algo que me hizo sospechar: había gente con nariz de payaso por todas partes. «¡Cielo santo, mira eso!», le dije a B., que levantó las cejas sorprendida. Aquellos adultos —porque no eran niños ni adolescentes— no estaban dispuestos a pasar desapercibidos, y eso podía generar problemas. Ante aquel panorama, consideramos oportuno recurrir a un lingotazo previo.

Empezaron los anuncios y, sin demora, comenzó el horror. Durante el tráiler de una película de acción, de golpe, los narices coloradas gritaron y aplaudieron como posesos. «¿Qué ha pasado?», pregunté. «Un primer plano de Arnold Schwarzenegger», me respondió B. «Joder, no ha salido el payaso y ya he sufrido la primera taquicardia», susurré, y crucé los dedos por instinto de supervivencia.

Pero no sirvió de nada. La primera escena transcurrió en silencio hasta que, al terminar, pasó lo que tenía que pasar, lo que venían buscando: una hostia. Y con el primer trastazo, la primera algarabía. Qué gritos, qué palmas; estaban desquiciados de tanta felicidad. Les chistaron en alguna ocasión, pero fue imposible contenerlos. ¡Estaban viendo a su villano favorito!

Por momentos, la película fue deslumbrante, pero no solo por su contenido, sino también por el flash de los teléfonos móviles. Los narices coloradas necesitaban recuerdos a los que aferrarse, y no dejaron cámara lenta sin fotografiar. Aquello fue un espectáculo. Como también lo fue la diabólica necesidad de hacer comentarios anticipadores: «Pues ahora verás como…», «Te digo yo que al final este…». Menos callarse, hicieron de todo. Y en esas condiciones, resignado, permanecí sentado hasta la llegada de los créditos, ante los que aplaudieron, lógicamente.

En fin, pensaba que para estar quieto y en silencio no era indispensable estar muerto, pero cada vez tengo más dudas. Y ya puestos con las dudas, tampoco sé si ver de nuevo la película. Aunque asegurándome el silencio, acudiendo a una sesión menos conflictiva; no me garantiza una no crítica tan entretenida como esta, pero igual disfruto de la cinta.

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