(A Santiago Sierra)
Lo humano, en Poe, es la muerte.
Gaston Bachelard, El agua y los sueños
La mejor obra de Masaru Emoto, la más redonda, la que mejor expresa su ideario, fue precisamente la que le condujo al desastre y al silencio artístico.
Masaru se hizo un lugar en el mundillo artístico a finales de los noventa, cuando expuso sus primeras obras en el barrio de Muntinlupa, en la ciudad de Manila, adonde había emigrado en 1991, poco después de terminar sus estudios de arte en la ciudad de Tokio. Aquellas grabaciones en vídeo de la vida de cuarenta y tres vecinos del barrio, de cinco y seis horas de duración, se expusieron en primer lugar en las propias casas de aquellos que se habían ofrecido para ser grabados. Por permitir que visitantes, y curiosos y otros vecinos, entraran en sus hogares, cada uno recibió en pago un salario y una copia de la película firmada por Masaru. Las repercusiones de este proyecto se hubieran desvanecido si la galería de Maricel Pinpin, en el lustroso barrio de Makati, no hubiera comprado las cintas y posteriormente las hubiera exhibido en su espacio. Fue entonces, al fin, cuando recibió la atención merecida. Cuando la obra parecía concluida, Masaru colgó en su web un registro exhaustivo de todo el proceso artístico, incluidos los costes de grabación, los ínfimos salarios de los vecinos, el escaso dinero que les pagó por trabajar para él y los precios altísimos que alcanzaron los vídeos en la galería.
En aquel proyecto la web extendía la ejecución de la obra, no era un simple añadido formal o decorativo. No es casual que Masaru Emoto siempre se haya negado a conceder entrevistas grabadas o que requirieran su presencia física; cualquier comentario o discurso suyo procede de fuentes escritas, publicadas en su propia web o en entrevistas a través de emails. Aquí está una de sus señas de identidad: la obsesión por insertar su obra en un marco interpretativo que él haya ejecutado previa o posteriormente. Sus obras nunca se producen en el vacío o se dejan a la libre interpretación del espectador; vienen acompañadas de un manual de instrucciones que Masaru confecciona con dedicación, a la manera de la caja de notas de Le grand verre, de Marcel Duchamp. Un crítico, Tom Dixon, escribió que “la obra de Masaru siempre está incompleta o inacabada; la web le confiere su sentido”. Tom Dixon, como tantos otros exégetas de la obra de Emoto, no había entendido nada. Todo forma parte de la obra; no hay partes u objetos que tengan valor por sí mismos; la obra de Masaru es un dispositivo en el que lo real y lo virtual se confunden, y no puede entenderse lo uno sin lo otro.
De esa manera, se concibe, por ejemplo, otra de sus obras más populares, Video Jail, expuesta por única vez en la Bienal de Roma del año 2000. Masaru había mandado construir una celda pequeña y sin ventana, a imitación de muchas de las cárceles de Filipinas. En el centro, una silla y una mesa con un monitor encima, que proyecta entrevistas a presos filipinos que cuentan con detalle sus delitos, sus crímenes o su pasado. La obra de Masaru contenía, además, una regla para su uso: solo se permitía entrar a un único espectador en la celda, quien no podía permanecer menos de quince minutos, pues la puerta se cerraba y no volvía a abrirse hasta que no pasara ese tiempo. Efectivamente, se trataba del archiconocido truco del marco o del contexto, que condiciona nuestra recepción, llevado hasta el extremo del espacio reclusivo u opresivo por excelencia: la prisión. Lo que queda de la obra original, sin embargo, es la explicación detallada del proyecto y cientos de horas de grabación, también disponibles en la web, de los espectadores-presos que la vieron y la conformaron.
La obra Calypso, creada para la exposición Documenta de 2002 en la ciudad de Kassel, Alemania, toca las mismas ideas con un envoltorio aparentemente más liviano. En esta ocasión, se trataba de una grabación en vídeo y fotográfica de todas las obras expuestas en la exposición aquel año, con comentarios y entrevistas a sus autores. La obra de Masaru no existe como tal; es la reproducción de todas las demás expuestas, con un molesto cortocircuito dentro: la web que hizo Masaru para el evento, “impecable en su diseño minimalista”, según el crítico Elías Ochoa, con todos sus valiosos contenidos, se hizo con el fin de que solo sirviera para aquel evento y no pudiera integrarse ni estar disponible en internet ni en cualquier otro archivo audiovisual. Una web, en fin, que nace para desaparecer, un trabajo que se admira de otra manera, porque el espectador sabe que no va a durar, que las horas de la obra, tanto en el espacio físico del museo como en la memoria de los ordenadores, están contadas.
Mercancía efímera, archivo defectuoso por naturaleza, piezas reales que encajan o se transmutan en cuerpos virtuales: la obra de Masaru Emoto se plantea como un juego sin fin sobre los límites del objeto, su identidad intangible, la incapacidad humana por atrapar o manipular el objeto, que se resiste a ser capturado, vendido o exhibido. Se equivocan quienes afirman que la obra de Masaru tiene el propósito exclusivo de la polémica o de la crítica al espectador. En absoluto. Por supuesto que ningún artista puede sustraerse al problema de la mirada fagocitadora del espectador, convertido en muchas ocasiones en simple consumidor; pero la tesis central de Masaru Emoto no es mercantil; la cuestiona desde su mismo centro: ¿hasta dónde podemos llegar en nuestro afán (imposible y absurdo) por controlar el objeto o, lo que es lo mismo, por almacenarlo en un archivo? Invito a todos los que me escuchan a que revisen la web de Masaru Emoto, aún operativa, y que lean sus textos y discursos bajo la perspectiva que acabo de señalar: el archivo no está mal hecho o resulta siempre insuficiente; el archivo es el Mal. ¿De qué otra forma se puede entender la preparación, ejecución y posterior lectura de la última obra de Emoto, la que le llevó a desaparecer de eventos como el que aquí nos han reunido?
Explicaré el proceso del caso, por si alguien lo desconoce, y con el propósito de aclarar por fin algunos hechos tergiversados.
En el año 2003 Masaru tenía ya un nombre, tal vez no el más aclamado entre los canales artísticos más conversadores; pero por méritos propios su obra era ya ineludible para investigar el derrotero del videoarte y el mal llamado “arte virtual”. En junio fue invitado formalmente por la Universidad de Alburquerque, Nuevo México, a presentar en su campus una de sus obras, para la cual “contaría con todo el apoyo y la cooperación de la comunidad universitaria”, rezaba el escrito enviado por el rector Todd Cornish. En septiembre Masaru publicó su respuesta a la invitación en su web: aceptaba gustoso el ofrecimiento, viajaría en octubre para preparar personalmente la presentación de la obra y el 2 de noviembre, coincidiendo con la festividad del Día de los Muertos, la exhibiría en el campus, “abierta al público, con acceso gratuito”. Masaru también decía que consignaría en su página web todos los pasos que tomara e invitaba a la comunidad de la Universidad de Alburquerque a “participar activamente en el proceso”.
A los pocos días de responder al rector, Masaru abrió un blog, dentro de su web, dedicado al proyecto. El 12 de septiembre escribió que su nueva obra “versaría sobre la popularidad del archivo. En la línea del éxito de fenómenos como el Big Brother televisivo o la red social de Facebook, mi trabajo quiere también sumarse a la admiración que despiertan los archivos públicos de las vidas de los ciudadanos”. En consonancia con obras anteriores, Masaru daba vueltas otra vez al concepto de archivo y de registro, aunque en esta ocasión nos ponía sobre aviso, anunciaba con meses de antelación el espíritu de la obra y de algún modo condicionaba la interpretación de los futuros espectadores que, lejos de esperar a ver la obra terminada, se dispusieron rápidamente a elucubrar sobre su ejecución.
Desde el principio, los comentarios apuntaban que su idea era redundante, que ya había sido hecho mil veces, que “internet registra nuestras huellas con mayor eficiencia que cualquier obra de artista”, señaló alguien. Cualquiera hubiera presentido que se anunciaba un conflicto. El 19 de septiembre Masaru escribió que “la popularidad del archivo amplifica como por accidente la presencia de la persona. Mi trabajo es preguntarnos cómo podemos amplificar el archivo mismo, el objeto, borrada la presencia de la persona”. De nuevo los comentaristas jugaron a predecir, como si de un enigma se tratara. Creo que el debate propiciado por Masaru quería ser un campo de interferencias, de lecturas, un modelo que, antes de que la obra estuviera terminada, se anticipara al diálogo perpetuo entre creador y espectador. Sin embargo, sospecho que Masaru Emoto no se dio cuenta de que delante tenía un muro de aficionados enfermos a la dialéctica destructiva. El 26 de septiembre, para frenar más elucubraciones, escribió: “Mi proyecto trata sobre los archivos que no tienen nombre, así que lo lógico es que los archivados carezcan de nombre. Se desconocerá el nombre de los voluntarios, venderán los derechos de propiedad sobre los registros de su persona y no podrán reclamar legalmente ninguna pertenencia una vez entregada. El archivo de los objetos tiene prioridad sobre cualquier otra consideración”. Imagínense el revuelo entre los comentaristas, quienes, llenos de compasión y humanidad, empezaron a acusarlo de “despiadado”, “inhumano” y otras lindezas. No entendieron que su obra venía a denunciar precisamente esas actitudes, que Masaru Emoto no compartía ideológicamente la expropiación o la explotación. De nuevo, la voz del narrador es confundida con la del autor. Antes de llegar a la Universidad, el 3 de octubre escribió, en un acto de orgullo y de autoridad, para demostrar que no tenía miedo: “El archivo debe ser lo más exhaustivo posible. Despojar al máximo al individuo-presencia de sus registros personales”. Prefiero no seguir con el resumen de sus comentaristas, pero pueden imaginar cómo en un círculo que se había desvelado tan reacio al arte contemporáneo como el de la Universidad de Alburquerque, las opiniones más extendidas eran profundamente intolerantes contra el proyecto de Masaru Emoto. Incluso las voces más autorizadas, como el rector o el decano, comenzaron a atemorizarse y la defensa del proyecto de Masaru iba perdiendo adeptos. A veces me pregunto si no hubiera sido mejor que la exposición hubiera sido cancelada; tal vez el arte aún mantendría entre sus filas a un artista audaz y nos hubiéramos ahorrado una atorada secuencia de interpretaciones desagradables y ciegas.
Masaru Emoto llegó a la Universidad de Alburquerque el 14 de octubre. Discreto, se hospedó en el edificio para invitados de la rectoría de la Universidad, no dio ninguna charla ni presentación, como en él era norma, y comenzó a preparar el aspecto físico del proyecto. Supervisó la construcción de un pabellón en un llano del campus, cerca de la entrada principal. Susan Maulder, la artista performance, lo conoció. Escribió que Emoto era un hombre “sumamente tranquilo, que se sentaba a comer con los obreros, y que parecía tener más interés en la calidad de la madera del pabellón que en hablar de arte con los escasos aficionados”. Bajito, de cara afable, dicen que vestía de forma anodina, con sudadera y gorra negra. Podría haberse camuflado entre los estudiantes asiáticos del campus y nadie se hubiera enterado. Tampoco quiso intimar con la élite académica. Trabajaba en el pabellón desde primeras horas de la mañana y se retiraba pronto. Parecía que había ido allí a pasar inadvertido.
Entre el 21 y el 24 de octubre desapareció. Alguien dijo que había ido a “buscar el contenido del pabellón”. El 25 de octubre se le volvió a ver por la Universidad, como si nunca se hubiera marchado, andando despacio y con la cabeza gacha por los senderos de tierra rojiza. El 26 de octubre llegaron los camiones, dos trailers enormes con matrícula de México. El propio Masaru ayudó a almacenar en el pabellón las cajas que traían los camiones. Desde ese día durmió en el mismo pabellón, atareado en preparar la exposición, vigilada veinticuatro horas por dos guardias de seguridad. No quiso ver a nadie. Allí mismo le llevaban la comida y la cena, y Masaru trabajaba sin parar, tal vez temeroso de que la exposición no estuviera a tiempo.
El 2 de noviembre el rector y el decano inauguraron la exposición, con un Masaru cabizbajo. Dicen que parecía triste. Yo creo que presentía que su obra no iba a ser bien comprendida. En la entrada colgaba un cartel que decía: “Se vende”. Dentro, cuatro grandes espacios, cuatro habitáculos enormes en los que, desplegados por el suelo, por las paredes y en los monitores de vídeo, se podían ver los registros de lo que parecían las pertenencias totales de una persona de la que no se sabía nada, ninguna foto ni ningún nombre les daba identidad. Había de todo: desde ropa amontonada hasta basura, restos orgánicos e inorgánicos, acumulados en cubos de cristal transparente. En cada uno de los espacios, un monitor que proyectaba, a través de un plano subjetivo, que impedía conocer su identidad, las horas de un día en la vida de esta persona: cómo se despertaba, cómo se hacía el desayuno, los programas que veía en la televisión, el paisaje industrial desde su coche hasta el trabajo, sus horas delante de una máquina chirriante en una fábrica industrial de acero, la compra de la cena en una tienda de gasolinera, más televisión, el ruido o los ruidos cuando dormía Cada uno de los habitáculos o espacios correspondía a una persona: uno era de un trabajador de la industria; otro, de un camionero; el tercero, el de un vendedor ambulante; el cuarto pertenecía a un mendigo o un actor que se hacía pasar por mendigo. Los rastros de su identidad estaban borrados de las grabaciones. En cada habitáculo se almacenaban restos de identidad de estas personas, que sugerían su personalidad y sus gustos: decenas de cintas de DVD, comida enlatada, ropa, fotografías de su vida (en las que las caras estaban tachadas), cartas, libros, notas personales, tickets de supermercado. Las supuestas voces de las personas se escuchaban en otros monitores (con una voz modificada o alterada), con el visionado de un fundido en negro, que hablaban de pensamientos o de deseos, de sueños de vida, de buenos propósitos. Espectadores de aquella obra, como el crítico de arte Peter Rook, la describieron como “un lugar gótico, un espacio en el que la muerte supuraba cada objeto y cada resto”. Otros, como Susan Maulder, escribieron que “era un monumento a los trabajadores anónimos, una mirada espectacular a la vida subterránea”. Aunque es cierto que ya no queda nada de la obra original, y lo que conocemos lo sabemos por fuentes secundarias, creo que la obra de Masaru Emoto nos recuerda las tradiciones en las que el cuerpo del difunto es enterrado con sus enseres, con la débil y pobre memoria de los objetos que le han sobrevivido. En este marco funerario (recordemos la fecha de la inauguración) cabe interpretar su última obra, añadiendo inmediatamente que en este caso el muerto presente ha desaparecido, y solo descansan los objetos, de tal forma que el registro personal no puede conferir fama ni gloria al propietario. Como en una genial vuelta de tuerca, o en un reverso del negativo, Masaru Emoto había conseguido que evocáramos la vida registrando solo naturalezas muertas.
Durante los primeros días la exposición tuvo un gran éxito. Vinieron miles de estudiantes, atraídos más por el revuelo, que salían fascinados por el poder espectral y fantasmagórico de la obra; vinieron aficionados al arte de Alburquerque, Texas, Arizona y otros estados cercanos; y finalmente vinieron los periodistas a chupar de la sangre nueva de Masaru Emoto. Los comentaristas de la web de Masasu no habían tenido eco alguno, y las palabras más hirientes no habían dañado en absoluto su imagen o su prestigio. Pero los tabloides conservadores de Alburquerque contaminan todo lo que tocan, y en la obra de Masaru encontraron una presa fácil. Primero empezó un periodista innombrable, un buitre carroñero llamado Gabriel Honestrosa, que trabajaba para La voz de Alburquerque. En esa tribuna empezó a lanzar calumnias disparatadas y opiniones sin fundamento sobre la obra de Masaru, de la que dijo que “era una exhibición de los trabajadores explotados de la frontera, de todos los sin nombre que trabajan sin cesar en nuestro Estado, y a los que se les niegan los derechos legales, un salario justo y ahora hasta el rostro”. Ya ven: si se deja que cualquiera opine sobre el arte, se corre el riesgo de caer al servicio de los propósitos del opinador. En este caso, Honestrosa quería publicidad gratuita y fama efímera a costa de Masaru, y en parte las consiguió. Sus columnas avivaron las críticas a la obra de Masaru, y otros medios de la región recogieron los comentarios más chabacanos. Se dijo que era “un estercolero en un pabellón que costaba diez veces su contenido”, que “es la obra de la negación de la identidad de los trabajadores, como si molestaran”. Incluso una revista cultural de Santa Fe publicó una soflama absurda en contra de la obra, a la que tildaba de “espectáculo vacío para estudiantes alérgicos al trabajo manual”.
A todas estas visiones alucinadas, además, vino a sumarse un rumor, una información falsa, una infamia de la que desconozco su origen, pese a mis investigaciones. Poco antes de que la exposición terminara (prevista para el 20 de noviembre), El semanario de Nuevo México publicó una noticia, basada en fuentes confidenciales, según su periodista Leon Moore, donde se afirmaba que una familia de mexicanos, afincados en Alburquerque de forma ilegal, habían reconocido algunos objetos y prendas de un familiar cercano, del que no tenían noticias desde hacía meses. El periodista decía literalmente que “debido a su situación legal, la familia no ha podido denunciar a la policía su desaparición”. No daba nombres concretos; solo iniciales. No importó que la noticia careciera de fundamento, un puñado de notas redactadas a partir de fuentes ocultas; el daño ya se había cometido. En la web de Masaru se atropellaban los comentarios más delirantes, sin prueba alguna, redactados solo por el placer de insultar, que sugerían lazos o contactos del artista con el narco, con el tráfico de personas o con la explotación ilegal de trabajadores. Alguien llegó a escribir que la obra de Masaru Emoto recogía los restos personales de cuatro trabajadores muertos, razón por la que estos no se habían pronunciado ni se habían dejado ver en ningún momento. El delirio no tenía fin: ¿cómo se pueden afirmar tales injurias? ¿En qué se basan? Si estuvieran muertos, ¿cómo concedieron su permiso a Masaru para ser grabados? ¿Por qué le permitieron acceder a decenas de documentos personales e íntimos de su vida?
Masaru Emoto no habló ni se pronunció ni se defendió en ningún momento de toda esta ola de falsedades e injurias; no cedió a la presión de dar entrevistas. Nadie ha podido demostrar aún con pruebas las acusaciones que se le hicieron; sobre él no pesa ninguna denuncia. Hasta el final respetó el compromiso lanzado por él mismo al principio del proyecto y, pese a la peste lanzada, no borró ninguno de los comentarios de su web, que de alguna manera se habían integrado en ella como un tumor.
Cuando llegó la fecha del fin de la exposición, Masaru puso en venta, tal como rezaba el cartel colgado en la entrada, todas las piezas contenidas en aquel almacén. La obra se transmutó en un mercadillo, con el fin de diseminar el proyecto o dar por concluida (y desaparecida) la obra física. Algunos dicen que lo hizo con el propósito de provocar; quienes afirman tal cosa, no han entendido nada, ni a Masaru ni su proyecto. No hay una sola pieza suya que haya llegado a un museo o a una galería por su voluntad expresa. La obra no se conserva; se propaga, se pierde y pasa a otras manos, y ¿qué otra cosa es sino la venta en un mercado? El contenido de la última obra de Masaru no fue comprado por galerías o aficionados, ni siquiera por los estudiantes ofendidos de la Universidad de Alburquerque. Masaru había alquilado un par de autocares para que decenas de trabajadores de la periferia de Alburquerque, inmigrantes mexicanos casi todos, subieran a la Universidad a comprar la ropa, a llevarse los monitores y las cintas. Por allí pasaron familias y comerciantes de mercadillos de segunda mano y buscavidas de frontera atentos a cualquier cosa que luego pudieran revender. Ese fue el fin de la última obra de Masaru.
Desde entonces vive recluido, sin dar señales de vida ni de obra, en la isla de Mindanao, en Filipinas.
Raúl Cazorla (Donostia, 1977) estudió Filología Hispánica en la Universidad de Salamanca. Ha sido profesor de español para extranjeros, ayudante de editoriales, maestro de inglés para niños, corrector de novelas románticas, lector de la Universidad Sains Malaysia de Penang (Malasia) y profesor de Lengua y Literatura de enseñanzas medias en Madrid. Desde hace años ejerce el periodismo, la crítica literaria y de cine y escribe ensayos que pueden rastrearse en la web El Varapalo. Vive en Panamá con su mujer y sus hijos desde 2011. Kubrick en los muelles (México, Editorial Terracota) es su primer libro de ficción