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Navigo ergo sum

Me siento delante del ordenador sin asunto sobre el qué escribir y me paso más de diez minutos inmovilizado ante el blancor digital de la página. Mientras espero a que se me encienda la bombilla, hablo con mi padre por el Skype y le pregunto si se le ocurre algo. “Habla de la huelga general”, me dice. “Huelga es lo que debería hacer yo hoy”, le digo entre dientes. Paso otros diez minutos in albis, hasta que un colega me llama por teléfono y le hago la misma pregunta que a mi padre. “Escribe del estado de la filología”, me contesta. “Lo haré otro día en que me sienta más profesoral o profesional”. Cuelgo y, nada más hacerlo, me levanto y paseo por el estudio. De una estantería saco El discurso del método y me pongo a leer. Leo luego existo… Y pienso: el pensamiento moderno empieza un día de lluvia con un señor encerrado en su habitación y pegado a una estufa que tras darle muchas vueltas al coco llega a la conclusión de que no es más que una cosa pensante.

 

Pensar, pensar, tal vez soñar… Si no somos más que un sueño y yo soy el que sueño ese sueño, quiere decirse que todo empieza y acaba en mí. Descartes, que era un hombre pío, además de muy inteligente, no podía aceptar tamaño solipsismo, de modo que se salió por la tangente del Dios todopoderoso. Y su argumento ontológico para demostrar la existencia divina es bastante parecido al de San Anselmo. Si yo, viene a decir, puedo concebir o pensar -o incluso soñar- cosas perfectas siendo imperfecto, será necesariamente porque Dios, que es perfecto, me lo ha imbuido en mi conciencia, en mi alma o en mi yo.

 

El tal razonamiento puede tener su lógica (como atestigua la propia demostración de Gödel), aunque yo no veo muy lógico que un ser trascendente se preocupe de seres contingentes, ni concebible que la perfección admita la imperfección, ni de recibo la existencia del dolor, la vejez y la muerte en un mundo creado por Dios. Unas décadas después Leibniz dirá que este es el mejor de los mundos, si es que concebimos el mundo como una especie de algoritmo donde lo mejor no es lo más bueno, sino aquello que mejor funciona, como la maquinaria de un reloj o el motor de un coche.

 

No me burlaré aquí del Dr. Pangloss ni de sus muchos seguidores, sobre todo porque si hay un filósofo cercano a mí, ése es Leibniz, quien también pensaba que nada de lo que nos pasa, ni nada de lo que existe en el mundo, se repite o tiene su réplica, siendo una infinita sucesión de hechos únicos y singulares, aunque, lo mismo que Nietzsche, Leibniz también barajó alguna vez la posibilidad del eterno retorno.

 

Yo, a decir verdad, no creo en ningún retorno. Lo que pasó ayer no lo volveré a vivir y las oscuras golondrinas que vuelven jamás serán como aquellas que se fueron.

 

Durante al menos cuatrocientos años el pensamiento moderno ha buscado la verdad en principios apodícticos y en leyes universales y se ha sentido mucho más incómodo dentro del curso azaroso y zigzagueante de la historia, quizá porque la historia no contiene verdades, sino solo datos y sensaciones efímeras. La historia ha sido el territorio de eruditos y sofistas, unos a la caza de noticias particulares para engrosar sus enciclopedias y otros para medrar dentro de un plétora de voces y opiniones diversas.

 

El erudito apenas tiene crédito hoy en día, mientras que el discurso del sofista, unas veces político, otras nacionalista y otras simplemente charlatán, se pierde entre un clamor de ecos que salen del Internet.

 

Entretanto, yo cierro definitivamente el Discurso de Descartes, y me paso de la res extensa (pues no hay cuerpo sin alma) a la extensísima red digital donde colgaré este pequeño y singular constructo verbal que acabo de terminar. Navigo ergo sum.

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