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Mientras tantoNecesitamos imaginación moral

Necesitamos imaginación moral

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

Abundan los testimonios que relatan el embrutecimiento ante
el dolor ajeno como producto del propio dolor. Como es sabido, por ejemplo, la
inhumanidad se convirtió en estrategia 
de autodefensa para los internos de los campos de exterminio. Los
recuerdos autobiográficos de Steinberg o de Primo Levi nos ahorran traer a
colación más experiencias. “Bajo la carpa, cuando todos los sufrimientos no
habían hecho más que empezar, todavía sentía el lastre de toda la gama de los
sentimientos humanos: amistad, compasión, solidaridad. No iba a recuperarlos
hasta mucho más tarde…”, escribe el primero. El segundo reproduce esos mismos
síntomas: “[El deportado] estaba embrutecido y este embrutecimiento aseguraba
su salvación, pues le permitía llegar al fin de la jornada y no preocuparse sino
de realidades cotidianas, rechazando las demás”.

 

Pero si venimos al mundo de los que contemplamos a diario
males menos atroces, obtendremos unas causas bien distintas de nuestra
indiferencia hacia la explotación o degradación del prójimo. Hannah Arendt ya
advirtió que la fuente de los peores males en la política era -como una muestra
más del rechazo a juzgar-  “la
falta de imaginación moral”, de tener presente ante los ojos a los otros a la
hora de pensar y decidir. Esa imaginación está de más allí donde la injuria es
manifiesta, pero falta justamente donde queda más disimulada. No es fácil
penetrar en las razones que expliquen la actitud de los espectadores que se
niegan a protestar o ayudar, pero seguro que uno de sus primeros motivos
corresponde a la ausencia de esa imaginación. Sólo cuando se la estimula, se
produce la irrupción de las respuestas humanas, que de lo contrario quedan
amortiguadas por la distancia, el tribalismo o la ideología.

 

Lo
que sucede cada vez que nos despreocupamos de la suerte del conciudadano
doliente por la injusticia padecida es el derrumbe de la imaginación del
semejante
; o sea, de ese espacio de lo
común que sostiene la humanidad. Ni siquiera en las situaciones de disimetría
radical (amo/esclavo, verdugo/víctima) desaparece el lazo que vincula a unos y
otros. Sólo si permanece el sentimiento de pertenencia al género humano puede
darse la correlación originaria del agente y del paciente, de hombres que
actúan y de hombres que sufren. Hay que servirse de la imaginación para compartir
el dolor de los demás, pero también para prever y prevenir las peores
consecuencias de nuestras decisiones y omisiones. Alguien ya hizo notar cómo la
novedad radical de nuestra situación estriba en “el hecho de que, en cierto
modo, podemos producir más de lo
que somos capaces de representarnos»
(Günther Anders).

 

Pero
si la potencia de nuestra imaginación queda muy por debajo de las consecuencias
últimas de lo que hacemos, se diría que aún está más limitada con respecto a
las consecuencias de lo que dejamos de hacer. Los vínculos entre la omisión y
los daños posibles o reales se dibujan bastante más imprecisos que los que
enlazan nuestra acción y sus daños resultantes. A la postre, aun con toda clase
de reticencias, no tenemos más remedio que hacernos cargo del producto de
muchas de nuestras malas acciones, de hecho más visibles y calculables. Casi
nunca empero nos sentimos obligados a responder de nuestras omisiones, por
nefastos que sean sus efectos. Todo ello confirma la idea de que la relación entre
imaginación y acción se ha invertido. Nosotros, los hombres, somos más pequeños
que el mal que podemos cometer o de permitir. «En una palabra: tu tarea
consiste en ampliar tu imaginación moral”, nos proponía el mencionado Anders.
Con un añadido imprescindible: “Lo que hemos de combatir no es solamente la
maldad, sino también la estupidez, entendida como falta de imaginación».

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