Les damos a veces las gracias en silencio a quienes, en una conversación, buscan acaparar el uso de la palabra. No luchamos por ella, preferimos dedicarnos a escuchar. Yo había conocido a aquel editor neoyorquino en la primera jornada del congreso al que asistíamos los dos en Berlín, y la segunda noche lo encontré en el bar del hotel mientras degustaba un negroni. Parecía esperar a alguien.
«Siempre me fascina la variedad de tipos humanos que descubre uno en estos congresos», declaró. ¿Me había fijado yo en el director de la editorial caribeña? Sí, un caballero de aspecto distinguido —gafas de montura dorada y pulcra barba cana—nacido en Basseterre. Pues bien, su conversación, con esa elegante mezcla de inglés británico y americano, era una auténtica delicia. ¿Y en la editora danesa, alta y delgadísima, como un estilizado tronco de árbol? «Si no ha tenido usted ocasión de dirigirle la palabra, no sabrá que alterna los silencios de escucha atenta con estallidos de risa que le llenan de luz los ojos azules… ¡Fascinante!».
Desde el principio me pareció notar un fondo de descreimiento en el entusiasmo del editor estadounidense («Pero mi madre era argelina y la familia de mi padre procedía de Cracovia»). En esa atracción que decía sentir por las personas que conocía en sus frecuentes viajes internacionales, ¿habría algo más que una clase particular de cinismo? ¿O era escepticismo? Pronto él mismo confirmaría mis sospechas, entre trago y trago de su segundo negroni. Ya no parecía que su cita fuera a aparecer, y había pedido también un emparedado de carne.
«Con los años», confesó, «he empezado a tener mis dudas. Porque esas ráfagas como de encandilamiento» —bedazzlement, dijo en inglés— «no aguantan nunca un trato seguido. Se apagan pronto para dar paso al desinterés o la apatía». A mí no me sorprendió la confidencia: en los viajes tiene uno a veces conversaciones de este tipo. Intercambios con desconocidos que se relajan, tal vez por el cansancio o el alcohol, o por hablarle a quien no volverán a ver en su vida.
«Ya no sé si lo que me interesa de esas personas», continuó, «es lo que tienen de diferente o aquello en lo que se parecen. Mejor dicho, el hecho de que sean solo ligeras variaciones de lo mismo. Como este negroni, mire: habrá un matiz tal vez único en su color, estará adornado por una espiral y no por una arandela de corteza de naranja, y sabrá de manera ligeramente distinta…, pero seguirá siendo un negroni, como todos los demás». Con una sonrisa, y énfasis contenido, culminó su declaración: había empezado a sospechar —dijo— que para él las personas eran intercambiables. Que en el fondo daban igual unas que otras.
«No sé por qué le cuento todas estas cosas, nunca le he hablado de ellas a nadie». Lógicamente, no supe si creerle, y con una breve disculpa le dejé, para que siguiera estudiando a la luz de una lámpara el contenido de su copa.