“Tengo las manos hinchadas. Mirá cómo están…”. Extiende los brazos como quien toma distancia para formar fila en el colegio y muestra esos dedos largos, llenos de manchas y de venas gordas y azules que corren como un río. En septiembre cumplirá 100 años, pero ella dice que no está del todo bien, que tiene que buscar los lentes y que a veces se cansa al leer. Cuando lo cuenta, se fastidia no por el dolor sino por la incomodidad que le genera.
Cantante, compositora y actriz, Nelly Omar es la vieja más vieja del tango argentino. Una suerte de leyenda viva de este género que hoy es for export, pero que cuando ella comenzó era reducto carcelario y de mala muerte. En un mundo de hombres, ella fue aviadora amateur, amiga íntima de Eva Duarte de Perón, amante fervorosa de cantores de tangos –como Homero Manzi- y personaje prohibido a raíz de su apoyo al peronismo.
Ahora, Buenos Aires le prepara un gran homenaje para su cumpleaños en el mítico estadio Luna Park del centro porteño. Lejos de todo eso, sin preocuparse por el recital y atendiendo pocos de los llamados que recibe, Nelly está sentada en su modesto departamento del barrio porteño de Palermo. Le dice al fotógrafo que la saque como “una piba de 20 años”. Invita a agua, muestra los premios que ganó y comienza a hablar sin que le pregunten. La mayoría de los personajes que nombra forman parte de la historia argentina del último siglo. Son músicos, poetas, políticos, intelectuales… Y todos tienen algo en común: están muertos. No debe ser fácil vivir tanto. No debe ser fácil soportar la soledad del inmortal.
Nelly habla sin dilaciones. Si alguien cerrara los ojos y no viera esa cara arrugada como una nuez, tendría la impresión de que la protagonista es una mujer que vivió algunos años, que tuvo sus experiencias. Pero jamás diría que es centenaria. “El mío era un pueblo como todos los pueblos. Tenía una iglesia, una municipalidad y su plaza. Había una laguna de la que se sacaban pejerreyes hermosos. Éramos cinco varones y cinco mujeres. Yo soy la séptima. Pero ahora, no queda nadie. Sólo tengo una sobrina, pero nunca me visita”. Guaminí, el lugar donde nació, tiene hoy 2.000 habitantes. Es un pueblo agricultor y ganadero, a casi 500 kilómetros al sudoeste de la ciudad de Buenos Aires. En ese registro civil, anotaron a la pequeña Nilda Elvira Vattuone –tal es su verdadero nombre– un 11 de septiembre de 1911.
Cuando tenía 11 años, se interrumpió lo que el lugar común llama “una infancia feliz”. Su papá –todavía hoy habla de él con adoración– se estaba preparando para ir al Teatro Colón, que en esos años era el nuevo gran orgullo argentino por su tamaño y acústica. Se puso el traje negro y cuando quiso prenderse el cuello no pudo. Su mujer lo quiso ayudar y el hombre –testarudo capataz genovés– cayó redondo al suelo cuando lo intentó nuevamente. Luego de la muerte del único sostén, la familia entera se mudó a Buenos Aires y Nelly dejó el colegio para trabajar. Primero en una fábrica de medias y luego, en cualquier cosa.
La vida no era fácil en casa. En esos años, su hermana se hizo amiga de Carola Lorenzini, la primera mujer en obtener el título de instructor de vuelo en América del Sur. Las llevó un día a volar y su vida cambió. “Era lo mío. No sabe lo lindo que es volar”, dice. Se para y saca de un estante un avión en miniatura que le regalaron en la Fuerza Aérea Argentina. “Es lindo, ¿no?”.
A su madre no le hizo mucha gracia el oficio que quería abrazar Nelly. Con el tiempo, uno de sus hermanos la anotó sin consultarle en un concurso de canto. Ahí cambió todo. Claro que lo ganó. Claro que le hicieron un contrato y así comenzó a gambetear la pobreza a canto pelado. “Yo tenía 16 años. Ni me acuerdo cómo cantaba, pero para ellos tendría que haber sido destacada. Se cantaba así nomás, sin micrófono ni nada, a grito pelado”. El concurso trajo un contrato en la radio por 180 pesos, algo que para ella era una fortuna.
Gardel y Evita
Con el tiempo, su nombre fue ganando espacio en las radios y en los recitales de aquella Buenos Aires de los años treinta y cuarenta. Era una ciudad repleta de cancionistas y de poetas, en plena ebullición cultural. Se componían, en aquellos años, algunas de las grandes obras que aún hoy se cantan para los turistas en espectáculos a 100 dólares la entrada. Nelly hacía repertorio propio y prestado; primero de folclore de Buenos Aires y luego puramente tanguero. En su casa, se escuchaba a los grandes tenores y a Carlos Gardel.
No es fácil encontrar en el Buenos Aires de hoy alguien que haya conocido a Gardel. A veces, da la impresión de que no existió. Todos hablan de él, sus obras se siguen escuchando y los nostálgicos dicen que “cada día canta mejor”. Nelly lo conoció y recuerda. “Mi papá era amigo de Gardel. En una gira que hizo, vino a mi pueblo y mi papá lo hizo cantar en el Teatro del Prado. Cuando terminó la función, vinieron a casa. Estaban en el hall, pero los chicos –yo tendría unos cinco años- no podíamos estar en esas reuniones. Tengo la imagen a través de la cerradura. Vi un balde con una botella y vi a un señor gordo, de traje, con un peinado con raya al medio. ¡Era Gardel! Luego, lo seguía en los teatros y en el cine”. Nelly está recordando algo que pasó en 1916 y lo cuenta con lujo de detalles. Al rato, dirá que se olvida de las letras que tiene que cantar en el Luna Park. Al escucharla, es difícil dejar de pensar en el carácter selectivo y misterioso de la memoria.
También habla con mucho cariño de “mi amiga Evita”, esposa de Juan Domingo Perón y una de las figuras más influyentes de la vida política argentina del siglo XX. Se conocieron en los años cuarenta, en un aeroclub en la localidad bonaerense de Quilmes. “Las dos veníamos de la radio y ella todavía no conocía a Perón. Nos hicimos muy amigas. Un día, ella me dijo: ‘Vamos a hacer una confidencia. Yo te quiero contar cómo fue mi vida triste. Y vos me contás la tuya, pero queda entre nosotras’. Así fue. Las dos respetamos el pacto”.
La amistad con Evita le dio trabajo en los festivales oficiales del peronismo –primero ad honorem– y luego contratos en horarios centrales en las mejores radios. “Alguna vez, ella me preguntó por qué estaba tan flaca. ‘Será porque no trabajo tanto’, le contesté. Después de eso, ella me puso en emisoras en las que me preguntaban cuánto quería ganar. Me parecía que estaba soñando. Ahí llegó mi nueva vida. Le debo mucho a Perón y a Evita. Ellos querían ayudar al pobre, al pobrerío, a los viejos… Ella tuvo la idea de país y él armó todo”.
Esa nueva vida de Nelly incluía trabajos bien remunerados, una casa quinta de diez hectáreas con chofer y siete empleados a su servicio. Pero así como la infancia feliz quedó trunca, los años de fama y dinero también. A mediados de los cincuenta, un golpe de Estado derrocó al entonces presidente Juan Domingo Perón. Con el nuevo Gobierno de facto, muchos artistas fueron inscriptos en listas negras por apoyar al peronismo. Entre ellos, estaba Nelly Omar, que primero se exilió en Uruguay y luego en Venezuela. En total, estuvo 17 años sin poder trabajar con continuidad. “Tuve que vender el piano, mi casa, todo… Entraron cinco militares con armas a mi casa. Yo sufrí horrores”, recuerda. Y se le espejan los ojos celestes. Se la acusaba de ser peronista. Uno de sus delitos fue haber grabado la canción La descamisada, creada en 1955 para apoyar la candidatura de Perón a la presidencia. “Soy la mujer argentina, la que nunca se doblega, y la que siempre se juega por Evita y por Perón”, cantaba Nelly.
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Luego de casi un mes de charlas telefónicas, Nelly aceptó conceder una entrevista, pero dijo que prefería hacerla en un bar. “Mi casa me intimida”, se excusó. Quizá le da cierto pudor la austeridad de este piso de un dormitorio, sin empleados y rodeada de discos y libros viejos. Finalmente, terminó acordando la charla en su lugar. Cuando habla de la proscripción, se le borra la sonrisa de los primeros minutos, la de la broma con el fotógrafo. Y desaparece la Omar que dice que nunca tuvo problemas para moverse en un ambiente tanguero sexista. Aparece entonces la otra Nelly, la que piensa que no es tan fantástico llegar a los 100 años. La mujer a la que –con razón– le pesa el tiempo y, sobre todo, los amores perdidos.
“Me casé la primera vez en el 35 para irme de mi casa, pero me ensarté. A los dos meses ya estaba separada, pero viviendo bajo el mismo techo. Estuve así ocho años. En esa época, la gente no se separaba. Y cuando decidí romper con ese desgraciado, mi familia estuvo cinco años sin hablarme. Él era un maricón de mierda, al que todo le importaba un bledo. Era un malandra”. Cuenta que después se casó con el compositor de folclore Aníbal Cufré, que tenía una familia paralela en la provincia de San Luis. “Yo estaba enamorada de él, hasta que un día me enteré de todo por un telegrama. Ese mismo día lo eché de patitas a la calle”. “El que sí fue buenísimo conmigo fue Héctor Oviedo. Un hombre excepcional, con el que me hubiese quedado toda la vida. Yo tenía 25 años más que él”, se ilusiona y mira hacia el balcón de su piso catorce. Pero justo el hombre al que más quiso se murió de un cáncer.
Si hay algo que abunda en el mundillo del tango de aquellos años son las historias de amor. Son todas apasionadas, con mujeres despechadas y hombres tan cobardes como brillantes para escribir canciones. Todos conocen la historia de amor entre Francisco Canaro y Ada Falcón. Él estaba casado, pero amaba a la cancionista. Cuando ella supo que nunca sería suyo, regaló todos sus bienes y fue a recluirse en un convento en las sierras de la provincia de Córdoba, a 700 kilómetros de Buenos Aires. Nelly Omar fue, durante muchos años, “la otra” de Homero Manzi, ese genial letrista, político y director de cine. Para la familia Manzi, ella es mala palabra y en una película biográfica que hicieron no aparece mencionada. A Nelly le importa tan poco…
–¿Manzi fue el amor de su vida?
–No, yo fui el gran amor de él. No sabía qué hacer para seducirme y yo no le daba bolilla. Una vez, cuando volvió de México, me trajo una valija llena de joyas, oro y diamantes. Me salió la Nelly Omar y le dije: “¿Vos qué te creíste? Pensás que me vas a comprar con toda esa porquería. Llevásela a tu mujer y hundite con ella”. Quería que se mate, que se muera, no me importaba nada. Él había prometido separarse y no lo hizo. Después me mandó a buscar cuando se enfermó.
–¿A usted le dedicó el tango Malena?
–Claro, ¿a quién más se lo iba a hacer? Estaba loco por mí.
Homero Manzi compuso la letra de Malena en 1941. “Malena canta el tango como ninguna y en cada verso pone su corazón. A yuyo del suburbio su voz perfuma, Malena tiene pena de bandoneón…”, comienza el tango, uno de los más interpretados de la historia del género. Hay dos leyendas. Una dice que Manzi se la dedicó a una mujer que conoció en Brasil. Y la otra que fue a Nelly, con quien mantuvo un romance que era un secreto a voces en el ambiente. A esta altura, nada importa. Omar y el tango están en esa etapa en la que mito e historia se mezclan en partes iguales.
“A mí me importa un bledo que Manzi me haya hecho o no Malena. ¿Sabés qué hizo cuando estaba enfermo? Le pidió al médico que liberara el hospital de parientes y me citó una noche a las cuatro de la mañana. No quería soltarme la mano. Su mujer me odiaba. ‘Antes que verte con ésa, prefiero verte muerto’, le decía. Y hacía caso el muy cobarde”.
Nelly Omar no tuvo hijos y tiene solo una sobrina que no la visita nunca. Dice que no se podía quedar embarazada –“ni con uno ni con otro”– y que nunca le preocupó demasiado ni se hizo ver por los médicos. “Será el destino, no sé…”.
–¿Y se enamoró de nuevo?
–Hace dos años. ¿Podés creerlo? Enamorarme a los 97 años. Es un taxista más joven que yo y pertenece a otra cultura.
–¿Cuál es el problema con eso?
–Es evangelista y ellos no se casan con los que no son de la misma rama. Yo creo que él me quiere porque no me deja. Me llama todas las mañanas y cuando tengo que salir lo llamo para que me busque. Intento no buscarlo mucho. Si no me ama, ¿para qué insistir, no? Me hago daño yo también.
–¿Siente que tuvo suerte en el amor?
–No, no tuve –lo dice tan compungida, lo dice con palabras que son un lamento, como si en ese momento los amores se fracturaran y salieran disparados en varias direcciones a la vez; en direcciones que, claro, nunca son la suyas–. Yo hubiera sido una mujer muy fiel con un hombre, pero no pude. A uno lo eché, el otro se murió y Manzi no se quiso separar para estar conmigo. Siempre quise amar, pero no se dio. Quizá la felicidad no se hizo para mí.
***
Es lunes a la tarde en Buenos Aires. El cielo es sepia y en unas horas estas calles estarán semivacías. Se escucharán, a lo lejos y con sordina, el ulular de las sirenas tan típicos de las urbes inmensas y sórdidas. La rutina de la mujer a la que apodaron “la Gardel con polleras” es muy sencilla. Se acuesta temprano y se levanta al alba. Una mujer la ayuda con las tareas de la casa y ella se pasa el día leyendo y escuchando viejos discos. A veces, cada tanto, sale al dentista o llega alguien a visitarla. Al correo de su casa le llegan invitaciones que siempre rechaza. “Mis amigos más cercanos se murieron ya. Y los que quedan están grandes: ya no se puede contar con ellos”, se lamenta.
Afuera, el Buenos Aires tanguero espera que cumpla 100 años, tal vez por esa obsesión estúpida de los números redondos y para alimentar el mito. Ella, lejos de todo, dice que el tango se bastardeó, que los cancionistas suenan todos iguales. Y que el consejo para llegar sana a la vejez es “comer y caminar poco, dormir mucho y alimentarse con la lectura”. Por momentos, da la sensación de que Nelly Omar está cansada de llevarse puesta.
–¿Fantasea con la muerte? ¿Le seduce la idea de que todo se termine?
–Estoy deseando que llegue porque yo soy inútil, pese a que todavía puedo cantar. Todos están hablando de mi cumpleaños y del Luna Park. ¿Sabés qué tengo ganas de hacer? Esconderme en algún lado durante esos días y que nadie me encuentre. Una mujer que piensa como yo, que habla como yo, no puede terminar sus días sentada en una silla. Pero la gente nunca ve más allá. Todos dicen: ¡Qué maravilla, qué bien que estás! Piensan que es una bendición, pero es una desgracia que la cabeza te carbure tan bien. No es fácil vivir como yo, con la cabeza tan clara. Los años te echan a jorobar. La gente no sabe nada y cada vez me aburren más las cosas que dicen. Todos hablan de lo caro que está el mercado y nadie te cuenta sobre el último libro que leyó. Hay otras cosas además de cantar. Vos actuás una hora y la gente no se acuerda más de vos. Cuando terminás, volvés a tu casa y estás sola.
–¿Y quién le gustaría que la reciba en casa?
–Alguien que me ame y que después de un concierto me diga: “Nelly, qué bien estuviste”. Tomaríamos un té y seríamos felices. Pero es demasiado tarde para todo eso.
Diego Jemio es periodista