La nena ya es una señora hecha y derecha todavía la siguen llamando “nena”.
Con sesenta años, la nena Maria Lluïsa Cornellà (Vilobí de Onyar, Girona, España, 1961) se ha sacado Administración y Dirección de Empresas (ADE) por la Universitat Oberta de Catalunya (UOC), universidad online de máximo prestigio.
En su graduación, en L’Auditori de Barcelona, en febrero del 2022, estuvo acompañada de su marido, Lluís Planagumà, de profesión fontanero.
“Entre cientos de estudiantes, la mayoría de veinticinco años, me sentía la abuela”, reconoce Maria Lluïsa, una mujer deslumbrante a la que se le encienden las mejillas como las fairy lights del árbol navideño en el Rockefeller Center; llena de vitalidad, ingeniosa como el gran maestro del ajedrez Magnus Carlsen, que jugaba la defensa siciliana; una mujer a la que los complejos le dan igual –los chavales de hoy, que stalkean o asedian en las redes, lo llaman “pelar” o “sudar”.
La nena siempre ha sido la nena, y siempre ha querido ser matemática.
Un sueño que se puede contar con los dedos de las manos y de los dos pies, y de dos manos más y de dos pies más. Un sueño que ha tardado cincuenta años y que ha hecho realidad cuando está a punto de jubilarse.
Echemos la vista atrás.
El título y la orla los guarda en un cajón, bien controlados.
“Cuando terminé la carrera, después de más de siete años, tuve la sensación de que me había quitado la espinita. Me lo tomé como un reto, como algo personal. Yo he sufrido el patriarcado toda mi vida, y yo lo único que he querido hacer es estudiar”, se conforta frente a un café con leche y un cruasán de mantequilla. “He ido trabajando como las hormiguitas, de asignatura en asignatura”.
El trabajo de fin de grado lo tituló: ¿Pinos Costa Brava está preparada para superar una nueva crisis?
El día que le daban la cartulina opalina del título, su madre, Ángela, susurró el mismo desacierto de las mujeres condicionadas por el peso de la época: “¿De qué te servirá esto?”. La nena, con sesenta años, ya se había hecho mayor.
En casa, en Fornells de la Selva (Girona), se conectaba al ordenador cuando salía del trabajo, y empollaba horas y horas y horas, en algunos casos no solo para memorizar, sino para entender; carecía de base académica.
“Materias como Estadística se me atascaron. Yo sabía que iba por detrás de otros alumnos mucho más jóvenes. Lo que hacía después era empaparme de tutoriales en internet”, se reafirma, alentada por sus propios éxitos, titánicos si los sometemos a comparaciones. “Los chicos del grupo quedaban por salir de fiesta, pero yo solo tenía la cabeza puesta en sacar buena nota. Mi objetivo: aplicar los conocimientos para resolver problemas”.
En algún momento del grado, y debido al requisito de ciertas nociones de inglés, tuvo que apuntarse en el nivel elemental de la Escuela Oficial de Idiomas de Girona. No sabía ni el one-two-three.
Durante los más de siete años que estudió ADE cuidó de su suegro enfermo de Alzheimer, que confundía a Maria Lluïsa con su propia madre, “el amor primigenio”, como escribe la rectora de la UOC, Àngels Fitó, en la novela Si no ho fas tu, ho faré jo.
Administrativa en la empresa Piensos Costa Brava, en la localidad de Llagostera (Girona), trata con los ganaderos que compran y venden productos agrícolas. Sin ir más lejos, ella nació en una masía.
“En el 2012, cuando mis hijos estaban finalizando o justo habían finalizado las licenciaturas, yo pensé: ‘Quizá ya es la hora de que reanude los estudios’. Y me matriculé en la UOC porque alguien me la había recomendado”. Saborea el cruasán con forma de estrella, que desmonta como si fuera las torres del Exin Castillos, y recuerda a las “nenas” que ha oído en las reuniones de machos en el entorno laboral. “También pensé en esto: ‘Si voy a la Universidad de Girona me encontraré en clase a los amigos de mi hijo’”.
Lluïsa y Lluís tienen dos hijos: Meritxell (1990), que cursó Filosofía, y Aniol (1993), que cursó Óptica y Optometría.
Previo paso a embarcarse en una carrera de cuatro años que ella superó con creces, tuvo que aprobar el examen de acceso a la universidad de mayores de 45 años, lo cual le costó.
Lluïsa había ingresado en las escuelas nacionales y en las Hermanas Carmelitas de la Caridad Vedruna.
“Fui la primera tanda de la Educación General Básica [EGB]. Quise continuar, pero los padres rechazaban esta idea: ‘No te servirá de nada, ponte a trabajar’. A mis hermanos les pagaron los estudios; a mí, no. Finalicé la EGB y, con el dinero que ahorraba trabajando en una pastelería, me inscribí en un módulo de formación profesional para seguir con los números, que es lo mío. Saqué la mejor nota”, dice con la mirada chispeante de la heroína de anime Kagura. “En mi casa se negaron a que hiciera el bachillerato. Lloré. Me dijeron: ‘¿De qué te servirá ese papel?’. Rompí en mil pedazos el diploma de la FP”.
Maria Lluïsa engrosó las filas de la fábrica de embutidos La Selva, en Campllong (Girona).
Cuando las mujeres se casaban, la dirección de la fábrica las despedía, porque asumía que su destino consistía en servir al hombre y recibirle al final de la jornada en el saloncito de casa, maquilladas y sonrientes, la cena puesta. En lugar de indemnizarlas, les hacían un regalo, que consistía en esta elección: una nevera o una cocina.
De pequeña, los sábados por la mañana, Maria Lluïsa, la segunda de cuatro hermanos, limpiaba la casa y hacía las camas. Los hermanos jugaban al fútbol.
“Quien me apoyó incondicionalmente fue mi abuela, Maria, masovera, que era bajita y todo un nervio y que, a pesar de no tener formación, tenía mucha curiosidad. No fue a la escuela, y de mayor las limpiaba. Mi abuela vivió hasta los 95 años, y ella siempre decía que cumplía tantos años porque cada día sólo pedía un día más, y, como pedía poco, se le concedía”. Se retrotrae al pasado, tan distinto, tan cercano, tan complejo, tan simple y tan olvidado. “Yo quería salir como salía mi hermano mayor. No me dejaban. Pero mi abuela susurraba: ‘Tú ve, que ya te abriré yo la puerta’”.
A Maria Lluïsa le estaba reservado un lugar en la empresa de hilaturas de la comarca, donde se colocaban las chicas.
Rebelde por naturaleza, contestataria, aprendió con rapidez a decir que no. Evitar la sentencia del jurista italiano Cesare Beccaria en uno de sus De los delitos y de las penas: “…el hombre [y la mujer] cese de ser persona y se convierta en cosa”.
La ADE Maria Lluïsa sustenta: “El feminismo es la igualdad real”.
Afirma: “Yo soy feminista”.
Discurre: “Mi hijo, que es zurdo, tiene un dicho que a mí me vale para explicar la desigualdad. Dice: ‘Si te fijas, incluso el logotipo de la taza de café está hecho para que lo vean los diestros’. La mujer ha sido invisibilizada”.
Salta a los años setenta: “De jovencita, estuve recogiendo patatas. Pero ni las vi. Los campesinos me tenían de arriba abajo con sus ‘Nena, llévame el porrón’ y ‘Nena, llévame esto’ y ‘Nena, llévame lo otro’. Yo solo quería recolectar patatas”.
Al presidente de la Generalitat de Catalunya Artur Mas no le llaman “nene”.
Al presidente del holding Criteria Caixa, Isidre Fainé, no le llaman “nene”.
Al presidente de la patronal Foment del Treball, Josep Sánchez Llibre, no le llaman “nene”.
Feminismo es que dejen de llamarte “nena”.