Acabado el verano con lo que, por hiriente que fuera, podía parecer sólo un deje de melancolía, tuve una conversación telefónica con mi amigo el editor y escritor Agustín García Simón. Nada, imposible —le dije exagerando un poco las cosas supongo que para reírnos por no llorar—, ni a pocos metros de la cima de una montaña ni en el pueblo más perdido he logrado encontrar este verano algo de duradera y templada paz lingüística, ese paradójico estado de disposición y vivacidad mentales para cuyo aliento se requiere no obstante habitar en un medio que mantiene un cierto pacto de lealtad con las palabras y sensatez con las cosas.
Un día —le conté—, en la plaza de un minúsculo pueblo al que había llegado la noche anterior, ya a la hora temprana de la algarabía de los pájaros y el café matutino, un joven apersonado, y que por todos los indicios debía de ser profesor o periodista, se sentó junto a mi mesa sin dejar de hablar ni un momento, ya a esas horas, con la mujer que le acompañaba. Hablaba en un tono muy alto, como si lo hiciese sobre una tarima y ante un gran público, o bien como si en medio de todo aquel sosiego hiciera alguna falta, y la mujer, cuyo de silencio hacía tan buenas migas con la mañana, parecía escucharle con atención. Siempre hay mujeres hermosas escuchando a un bobo con fruición, tengo que confesar que me dije a la que le oí un par de parrafadas.
Ya el volumen de la redicha voz de aquel hombre en la deliciosa mañana —tintineo de tazas y cucharillas que venía del interior del bar, trinos de vencejos o, a lo lejos, la camioneta de la fruta y verdura pregonando a intervalos su mercancía como todo ruido— me jeringó realmente de lo lindo. Pero sin embargo traté de seguir disfrutando de la tranquilidad rural de la mañana y continué a mis anchas dando cuenta del desayuno. De repente, no obstante, no pude por menos de dar un respingo: y es que hay que “poner en valor” esas cosas, dijo alzando todavía más la voz al pronunciar el sintagma y quedándose a renglón seguido como esperando un asentimiento de admiración. Podía haber dicho “hay que dar valor” a lo que fuera o “hay que mostrar lo que vale” o “ensalzarlo” o “revalorizarlo” o bien hay que “mostrar que vale” o “ponderar su valor” o “encomiarlo”, “hay que darle el valor que tiene o que merece” o “hay que dar a conocer su valor” o qué sé yo de cuántas maneras más. Pero no fue así; lo que dijo, engolando además a las claras la dicción, es lo que he empezado a escuchar cada vez más de un tiempo a esta parte. Al principio, es verdad, siempre al mismo o parecido tipo redicho y petulante de individuo, pero luego ya también a algunas personas de buena fe lingüística e incluso a buenos amigos no sólo lingüísticos. Todo se pega, se solía decía en mi infancia, todo, salvo la belleza.
Me pregunto por qué diablos —porque algún diablejo sin duda ha de haber— para decir algo que puede decirse, y entenderse, con toda tranquilidad y precisión de un montón de maneras y sin riesgo alguno de que ningún interlocutor se quede con la misa la media, hay quien sin embargo prefiere recurrir a un terminajo que, no sólo es de meridiano mal gusto, sino que además, antes que una comprensión exacta e inmediata, lo que suscita es otras cosas, vamos a poner por ejemplo, sin dejarnos llevar por la animadversión, perplejidad o extrañeza.
Puede que ya en el planteamiento de la cuestión podamos hurgar un poco la respuesta: pues por mal gusto para empezar, por un chocarrero y petulante mal gusto lingüístico (el petulante siempre cree que su mal gusto es el bueno) que parece ir ganando adeptos a la misma velocidad con que los pierden la propiedad y ponderación en el decir. Pero no creo que quede ahí la cosa.
Más que para que le comprendan a uno cuando habla, para que le comprendan del modo más preciso e inmediato posible, hay —lo ha habido siempre— quien habla justamente para lo contrario, para que no le comprendan o le comprendan a medias, pero sobre todo para que, de comprender algo, lo que a buen seguro comprendan sea una cosa: que quien habla es mucho, que es más. Todos los lenguajes sacerdotales y las jerigonzas de grupo juegan a ese juego. Para descollar, para levantar gallescamente el cuello sobre los demás y distinguirse constituyendo algo separado y de mayor rango y poder. Para darse aires, vamos a decir aquí.
Hablar, por consiguiente, utilizar el lenguaje, no tanto para que se entienda lo que se dice cuanto precisamente para que no se entienda o se entienda poco; y no tanto para decir algo, para comunicar algo a alguien, cuanto para darse aires, para darse importancia y que lo que se comunique sea en todo caso primordialmente la importancia y poder de quien habla. Klemperer, en su estudio sobre la lengua del Tercer Reich, señala ese uso de la lengua por parte del poder y la comunicación nacionalsocialistas. “Sonoras expresiones de origen extranjero que el Tercer Reich gustaba de utilizar” porque impresionaban más que las del alemán corriente. “Quizás no todos entendieran el vocablo de origen foráneo —añade—, y era sobre éstos en quien mayor efecto surtía”. Surtir efecto, pues, como objetivo fundamental del lenguaje de la propaganda, impresionar, y, para ello, cultivar el no entender o entender a medias, toda vez que es entonces, en esa especie de limbo lingüístico, cuando cuaja la propaganda y surte mayores efectos.
Por paradójico que a primera vista pudiera parecer, el lenguaje se utiliza por tanto también para producir incomprensión, para generar incomunicación o, más bien, para dar gato comunicativo por liebre: para impresionar más que para dar a entender nada. No tanto por la importancia o pertinencia que se atribuye a lo que se dice y a lo que se entiende, como por la impor
tancia que se da quien dice y el efecto que genera esa importancia. No tanto por pertinencia como por impertinencia. Darse aires es pues también una función del lenguaje que los lingüistas suelen pasar inadvertida, y hacen mal, dada su extensión y, no creo exagerar, su nocividad. Junto a la función “informativa”, a la “expresiva”, a la “fática” o la “argumentativa” de nuestro lenguaje, habría que añadir la impertinente o hinchativa, la gatoporliebresca, si eso se pudiera decir, esto es, la que contempla la utilización del lenguaje como modo de hincharse y darse aires y también de colar de rondón mercancías comunicativas sospechosas o averiadas o, por lo menos, que no son así como así de recibo a las claras. De darse pote, darse pisto, tono, en fin, darse muchas cosas uno y dárselas uno de mucho.
Ahora bien, habida cuenta de que, seguramente por obra y gracia del diablejo del que hablábamos más arriba, no todos los aires o hinchazones son inocuos sino que, buen parte de las veces, resultan ser malévolos y dañinos, aunque no sea más que por el mortal aburrimiento que producen, no convendría bajar la guardia ante esa utilización del lenguaje. Como decía Machado por boca de su Mairena de los tópicos más solemnes y equivocados, también de las hinchazones personales más recalcitrantes cabría acaso afirmar que son hijas “de voluntad perversa, no sólo de razón extraviada”.
De que la razón —tal como está el mundo y seguramente ha estado siempre— se le extravíe a cualquiera en el momento menos pensado, es de suponer que no hay que convencer a nadie. Pocos días después de esa mañana de mi sobresaltado desayuno cabe el profesor de marras —ya se ha quedado con lo de profesor, no sé por qué será—, me sentí en la repipi obligación de afearle con disgusto el uso del susodicho sintagma a un buen amigo que, por razón de que lo que más se pega es lo peor, dio en utilizarlo hablando conmigo. Sentí zaherirlo y me corroyó por dentro tanto la vergüenza al hacerlo que luego no me fue fácil dejar de darle vueltas y más vueltas a mi redicha actuación. Y cuál no sería mi obsesión con el sintagma en cuestión —seguramente traslación, no traducción, del inglés—, que a los días, no creo que hubieran pasado ni siquiera dos, ni corto ni perezoso, voy y ¿no me oigo yo mismo la puñetera expresión salir de mi boca en una reunión con amigos? Ni las altas horas de la noche en que la proferí, ni el cansancio ni el alcohol son justificaciones suficientes. El diablillo enredador y malévolo se mofó de mí induciéndome a cumplir su mandamiento: usarás el lenguaje en su función hinchativa para darte aires como todo hijo de vecino, porque del lenguaje es también la perversión y el pote, el trampantojo y el camelo.
Basta que una cosa empiece a decirse mucho para que acabe diciéndose, hay también que decirse, y así es como se ha acabado diciendo todo. Pero hay asimismo, aparte del mal gusto, una “voluntad perversa”, una perversidad de voluntades en la ostentación presuntuosa y la práctica del dar gato cuando se busca liebre de cuya índole moral no haríamos tal vez mal en estar al tanto. Hace ya bastantes años que, en una ciudad de Italia —país que en lo tocante a presunciones y ostentaciones le lleva la delantera a cualquiera—, le oí a una oficinista darle un código a una anciana que lo iba anotando lenta y apuradamente en un papel. En un determinado momento, tras una serie de números y letras que la anciana había ido anotando con nerviosa torpeza, la covachuelista, sin inmutarse lo más mínimo y con el mismo tono y la misma velocidad del resto de la serie, va y le dice “slash” antes de concluir con las dos últimas cifras. ¿Cómo dice usted?, le replicó entonces como extraviada la anciana. A lo que la oficinista, exactamente igual en tono y velocidad, volvió a leerle el final de la serie repitiendo impertérrita la palabra “slash”. La viejecita levantó atónita la vista anegada en un mar de turbación y cuando, casi sin temor a dudas, la empleada se disponía a volver a repetirle de la misma forma el condenado código, un joven le apuntó desde atrás: barra, slash quiere decir barra.
¿Por qué no le diría, bendita y sencillamente, “barra” a aquella pobre mujer la empleada?, me he preguntado muchas veces tras ésa y otras situaciones por el estilo. No, a aquella funcionaria no se le ocurría nada mejor para elevarse de su oscura monotonía que jeringar al otro, que descollar jeringando. No se le ocurría desde luego que podía destacar siendo amable, clara, útil o cercana, caritativa, que debían de parecerle actitudes que la rebajaban, sino hinchándose —ya me lo permitirán— jodiendo lingüísticamente la marrana.
Nada por supuesto en contra de los neologismos cuando éstos son útiles y necesarios, o aun cuando únicamente sean vistosos, decidores, pero cuando, como muchas veces, no sólo son innecesarios sino inútiles y hasta contraproducentes, es decir, que producen incomunicación, errores y disfunciones, además de mal gusto, sólo cabe explicárselos por esa pasión, tan propia de los humanos, de darse uno pedantescamente aires y, de paso, jeringar al vecino. Entenderás y darás nombre con el sudor de tu frente, parece haber sido también la condena a los hombres al expulsarnos de un posible y mítico paraíso lingüístico. No encontraréis paz lingüística allá donde vayáis, ni en las cimas de los montes ni en las orillas del mar o los más perdidos pueblos de interior, porque de vosotros con el lenguaje no es la paz sino la guerra perpetua y sin cuartel. Guerra por guerra, sin embargo, siempre nos quedará la guerra a los hombres de mala voluntad lingüística, mala o boba o engreída, que es muchas veces más o menos lo mismo.
A las semanas de la conversación con la que hemos dado inicio a estas ilaciones, me llama de nuevo mi amigo Agustín García Simón. Ha hecho un breve viaje de otoño en busca de alejamiento y sosiego y se ha ido a la isla del Hierro. Un pequeño paraíso, me dice, has de ir cuando puedas, y yo recuerdo la frase de Baroja para aludir al paraíso —“un lugar sin moscas ni curas ni carabineros”— que yo suelo parafrasear, según el momento y la ocasión, cambiando los términos, por ejemplo, por “un lugar sin ruidos, sin presuntuosos ni nacionalistas”. Me va describiendo la isla y me habla de la magnífica vegetación, del cielo y la calma, de la soledad, de los acantilados sin playas abarrotadas ni chiringuitos con ruido, de los ríos de lava y la arena negra, de la gente recia y sencilla, a la antigua, me dice, y me lo quedo pensando. Es atractivo, qué duda cabe. Pero todavía noto que le falta algo y se lo digo. Al final añade: y sin nadie al que haya oído en todos los días que allí estuve “poner en valor” ni cosa que se le parezca. Entonces sí, entonces me doy cuenta de que, si no ha estado en el paraíso, si no ha disfrutado de una bien merecida paz lingüística porque eso es imposible para los hombres de buena voluntad de tal, y porque la verdadera paz con el lenguaje es la guerra, sí lo ha hecho en algún sitio que desde luego se le parece mucho.