El Festival de cine de Vila do Conde es un certamen ya asentado (va por su 26 edición) en el panorama cinematográfico internacional. Con inteligencia y tacto, con lúcida elegancia, sus gestores (que se mantienen desde el inicio) han conseguido ocupar un hueco significativo en el mundo del audiovisual contemporáneo: ese terreno deslizante –atópico sería la palabra apropiada, término fetiche de esta exposición y hasta de este mismo texto–, ese terreno deslizante, decíamos, entre el cine narrativo convencional y el cine experimental (en sus múltiples facetas: el –mal– llamado cine estructuralista, el cine expandido, de exposición o de galería y, en fin, el video arte). Terreno confuso pero activo, donde todavía caben sorpresas y espejismos, poesía y nadería, estupidez.
Cada año, la Galería Solar, que el propio festival ha creado para complementar con exposiciones su programación, organiza una muestra donde se ofrecen materiales realmente interesantes. Este año, doblemente reveladores, en la medida en que, bajo la tutela del crítico gallego José Manuel López y de Nuno Rodrigues (director del festival), se pretende ofrecer una muestra del audiovisual, o del cine experimental, más joven de España: aquellos autores nacidos en los años 80-90 que, no obstante, llevan ya algún tiempo trabajando en el medio y exponiendo en los sitios y certámenes oportunos.
New Spain, pues, efectivamente. Si ello no hiciese referencia –de forma irónica si no sarcástica, ya en las propias palabras de José Manuel López– por un lado, a la vieja idea imperial de la Nueva España, y por otro, a la, al parecer, contradicción de pensar en España como un lugar donde –en el campo del cine– algo nuevo pueda pasar. Veremos en qué sentido eso nuevo estaría aquí pasando, y si es tan nuevo como se desearía o se nos quiere hace pensar.
En la exposición de Solar están presentes seis artistas-cineastas: Carla Andrade, Inés García, Laida Lertxundi, Lois Patiño, Natalia Marín y Samuel M. Delgado-Helena Girón. No son demasiado distintas las propuestas que aquí presentan, por lo que entiendo que la mano de los comisarios ha ejercido, en consecuencia, de filtro en cierto modo homogeneizador. O, tal vez, suceda que, en efecto, esta generación comparte unos signos de estilo y unos intereses semánticos bastante concretos. No lo sé, pero esto, en definitiva, es lo que puede resultar, en principio, estimulante para reflexionar. De un modo u otro, aquí se ha hecho el esfuerzo de tematizar esta nueva ola, y de una forma, además, que nos permite plantearnos dos cuestiones importantes que afectan al estado actual de la imagen y, al mismo tiempo, al estado actual de España.
Veamos algunos de los títulos de las piezas: No hay tierra más allá, 125 sunset red, El paisaje está vacío y el vacío es paisaje, Winterreise. Parece evidente que un mismo espíritu sublime entreteje los desvelos visuales de los jóvenes autores de España. Como si una sed de infinito procurase sin pausa nuevas lejanías. ¿Será esto culpa de España, más madrastra que madre patria? No lo sé, puede que sí. Pero también habría que pensar que este neo-sublime ha recibido una amplificación incalculable por obra de la técnica. Sin la tecnología, efectivamente, esta imagen en tanto que sed de infinito o de vacío, de tierra no más allá, no sería posible. Esto es evidente en muchos de los casos aquí expuestos, pero me detendré en alguno de los más interesantes: Fajr, de Lois Patiño. Se trata de una instalación multicanal a partir de imágenes tomadas en Marruecos. Fajr significa dos cosas al tiempo: por un lado, amanecer, y por otro, remite al llamamiento a la oración que se impone en la religión islámica. Allí vemos a una especie de individuo solitario –con tintes monásticos– en medio de la ribera de un inmenso flujo oceánico. Es, sin duda, una imagen próxima al famoso Monje a la orilla del mar de Caspar David Friedrich. También parece evidente –acaso demasiado– que se aspira –tal como Patiño anota– a “una búsqueda de éxtasis espiritual, una despersonalización: salir de uno mismo para diluirse en el Todo”. Pero, frente al cuadro de Friedrich, que funciona como una especie de sello apocalíptico, da la sensación de que, en este caso, la inmersión es del todo placentera, incluso deseada: suave. Sin embargo, Kleist no lo vio tan claro, al contemplar la pintura de Caspar David Friedrich: “Nada puede haber más triste y más desasosegado que esta posición en el mundo: el único destello de vida en el ancho reino de la muerte, el centro solitario en el solitario círculo. Se tiene la impresión al contemplar el cuadro –concluyó– de que le hubieran cortado a uno los párpados”. Este sentimiento penetrante y contumaz, reincidente, intransigente y doloroso: el de la desprotección suma en la naturaleza, como última naturaleza y círculo mortal, eso es la angustia.
Pero, entonces, aparece la técnica. Quizás ella nos proteja –hedeggerianamente– de la tierra –das Erde–: de esa fuerza de arrastre inconmensurable y peligroso que es la abrupta tonalidad mortal, inexorable, de la naturaleza. Y entonces todo ello, al tiempo, me plantea una duda: tal visión sublime –que se quiere espiritual, mística ya me parece demasiado–, esta visión, decimos, ¿está sustentada en la imagen técnica o es –debería ser, ha de ser– una experiencia? Aquí, creo, se ha de buscar el eje decisivo.
En el sublime, la pasión del alma sufre y procura con denuedo hallar el límite de las sensaciones, esto queda bien claro en las piezas aquí presentes, muchas de ellas al borde de la visibilidad, como en el caso de Carla Andrade o en Winterreise, de Inés García. Tampoco sé, desde luego, hasta qué punto esta escena sublime es deseable o, más bien, incluso un suplicio. No, evidentemente, para aquellos que la contemplamos en la mayor o menor comodidad de una sala de arte. Pero nunca se puede olvidar que de lo que aquí se está hablando es de la anulación total de las más hondas condiciones de la existencia. Pleasant horror, que diría Burke: porque lo vemos distanciado, nos hallamos a salvo de él, por la tecnología, claro. De forma que, si se nos permite concluir, lo sublime entonces está en la técnica, más que en la experiencia. O, si queremos, en la experiencia de y por la técnica. La experiencia de la imagen. Me parece que algunas de las declaraciones del catálogo de New Spain apuntan en este sentido. Por ejemplo, Inés García, sobre Winterreise: “Me convierto en el excursionista romántico de Schubert y me embarco en una jornada personal por la esencia de la imagen en movimiento, al igual que por sus límites. Una experimentación empírica para estudiar cómo pensar el tiempo, y su evanescencia fugaz y centelleante, y el uso de la imagen en movimiento como el registro de un momento breve y transitorio en el espacio y en el tiempo”. Lo que aquí se plantea, en definitiva, es antes que anda un cine kantiano que analice los trascendentales de espacio y tiempo en el curso de la imagen, algo no demasiado lejano, por cierto, del cine de un James Benning, tan presente, tan imitado, en este tipo de festivales y discursos, junto con otro sublime coetáneo: Peter Hutton. O, Samuel Delgado y Helena Girón, en No hay tierra más allá, cuando dicen: “En este espacio, el proyector, construido para eliminar todas aquellas ‘aberraciones luminosas’ que la luz genera, nos revela los reflejos fantasmagóricos y las visiones a partir de las imágenes de nuestro filme Plus Ultra. A través de la inmersión, evocamos un estado latente y subterráneo, un viaje bajo la influencia del agua, de la luz y del sonido”. En este caso topamos con lo que, con Benjamin, podríamos denominar el inconsciente óptico de la imagen, su estrato latente o reprimido, sólo revelado por el aparato de proyección. En todo caso, no interesa aquí otra experiencia más que la de la imagen misma, como en un proceso de autorreferencialidad característicamente moderno –nació con el romanticismo, precisamente– más que contemporáneo, quizás.
La segunda cuestión que me gustaría plantear a raíz de New Spain tiene que ver con el concepto de nación. Cada cultura tiene su propio concepto de país natal, o de patria, esto parece claro. Pero este concepto es ciertamente difícil de aprehender, casi inefable –¡él también resulta sublime!– pues está lleno de oscuras relaciones metafísicas y de nociones cargadas de significados latentes y reprimidos. Los artistas de New Spain acostumbran trabajar fuera de los límites geográficos de España: filman y exponen, y muchos viven, fuera de España. No parece que case bien con ellos ese sentimiento clásico, ya antiguo, de patria como un lugar simbólico –pero no sólo– que sujetaba al individuo con fuerza verdaderamente corpórea, fija: euclidiana, a la polis, al lugar, a la ciudad o país. Casi diríamos que lo que aquí se destila es el sentimiento contrario –faústico, si queremos, en el sentido de Spengler: septentrional–. Como voluntad de lejanías que tiene algo de errabundo y supraterrestre, algo musical –la presencia del sonido y de la música es continua en muchas de las piezas–: atópico. Como si la patria se hubiese evaporado en un (des)orden de carácter planetario y sutil, vaporoso; no estrictamente delimitado. Desde luego, ya no hay relación con ningunas realidades concretas geográficas puntiformes, sino con una especie de síntesis inaprensible de naturaleza, sonidos, climas, costumbres. Ya no se piensa en la unidad de un lugar, con su pasado y su futuro históricos (tal vez Laida Lertxundi reflexione sobre este final en su pieza en torno a su familia). Ya no se trata de una unidad de hombres, casas y dioses, sino una idea. Nada más que una idea –otra vez lo sublime– que sobrepasa con creces cualquier destino marcado y que, por cierto, sólo se compadece con una suerte de peregrinación sin fin, también con una necesaria soledad. El vídeo, excelente, de Natalia Marín, titulado New Madrid (“un ensayo sobre la utopía y la copia fracasadas a través de un viaje por las ocho Madrid de los Estados Unidos”) ilustra a la perfección lo que aquí queremos decir. “Cada ciudad –detalla el texto que acompaña este trabajo– es un nuevo método de acabar con el mundo”.
Decimos septentrional no sólo porque, como es sabido, el sentimiento de lo sublime surge en las profundidades tenebrosas del norte, sino porque buena parte de los seleccionados en esta muestra proceden del norte de España o, en todo caso, de lugares al cabo descentrados como las Islas Canarias, para acabar residiendo, como dijimos, fuera de nuestras fronteras. Hay como un espíritu peregrino y un deseo de liberación de toda tierra firme que encontramos en el alma de aquellos pueblos nómadas o del desierto (de Atacama, en Carla Andrade, de las llanuras rugosas de California en Lertxundi, de las dunas y palmeras de Marruecos en Patiño). Voluntad o pasión errante como la de los vikingos, que construían, por ejemplo, sus tumbas gigantescas en tierra amontonada –como hitos de las almas solitarias en la llanura infinita–, en lugar de la característica urna funeraria de los griegos, o que depositaban a sus reyes muertos en barcos ardientes y los lanzaban a alta mar: porque no hay tierra más allá, claro signo de ese oscuro anhelo de infinito que empujó sus barcos hasta la costa de América. En el segundo milenio antes de Jesucristo navegaban desde Islandia y el mar del Norte pasando precisamente por el cabo Finisterre, y llegaban hasta Canarias y el África Occidental. El imperio de Tartessos, en la desembocadura del Guadalquivir, parece haber sido el centro de ese tráfico marítimo.
Todavía va a resultar que New Spain es más antigua que España misma. Son los encuentros que dispara, por encima del tiempo, lo sublime, para él no hay nada nuevo ni viejo. Está siempre más allá, en el más allá.
Galería Solar. Rua do Lidiador. Vila do conde (Portugal). Comisarios: José Manuel López y Nuno Rodrigues. Hasta el 1 de septiembre de 2018.