Los griegos de Focea fundaron varias colonias en la Costa Azul y en Liguria. Las más importantes fueron Marsella (Massalia), Cannes (Aegitna), Antibes (Antipolis) y Nikaia, esto es, “victoria”, para conmemorar una victoria sobre los nativos ligures. Niza, por tanto, tiene unas raíces muy antiguas que se reconocen aún en su nombre, que nos recuerda a la diosa griega de la victoria. Tengo que comenzar por decir que la parte que más me gusta de la ciudad es la vieja Niza, lo que queda del burgo que dio nombre al Condado de Niza. Aunque era de noche en esta ocasión, naturalmente dimos un paseo desde el muelle por las calles de la ciudad vieja. La bala de cañón que encontramos en una pared de un palacio es elocuente testimonio del asedio otomano de 1543, durante la Guerra de Italia (1542-1546). En aquel momento, Niza estaba bajo el control del Ducado de Saboya, firme aliado del emperador Carlos V, por lo que la estrecha ─e insólita─ alianza entre Solimán el Magnífico y Francisco I de Francia decidió poner cerco a la ciudad. La flota de Hayreddin Barbarroja compuesta por más de 100 galeras llegó a Tolón en julio de 1543 y se dirigió al encuentro de la armada francesa al mando de Francisco de Borbón en Marsella y pusieron rumbo a Niza en agosto de 1543. Muy cerca de Niza, en Villefranche, las tropas otomanas desembarcaron y redujeron a cenizas esa ciudad y avanzaron hacia Niza. Aunque los habitantes de la ciudad lucharon con bravura, destacando entre ellos una mujer: Caterina Segurana (pondremos su nombre en nizardo, el dialecto ligur que entonces se hablaba en Niza), la ciudad acabó rindiéndose el 22 de agosto, salvo la ciudadela, el Castillo de Cimiez. En la placa que acompaña a la bala de cañón puede leerse: “Bala de cañón de la flota turca en 1543 durante el asedio de Niza, donde Catherine Ségurane, heroína de Niza, se distinguió”. A pesar de las instrucciones de Francisco I de que no saqueara la ciudad, ante el fracaso al tomar la ciudadela y la inminente llegada de las tropas de Carlos III, Duque de Saboya, traídas por las naves del almirante genovés Andrea Doria, Barbarroja decidió arrasar la ciudad y tomar cinco mil cautivos.
Caminando por la Rue Droite fuimos a dar con el Palacio Lascaris. El nombre, como no podía ser de otro modo, suscitó inmediatamente mi curiosidad. M. me contó que se trata de algo digno de visitar, pero el palacio estaba cerrado a aquellas horas. Naturalmente, espoleado por ese nombre de bizantina memoria me puse a investigar. Un miembro de la importante familia ligur de los Señores de Ventimiglia tomó por esposa a una hija de Teodoro II Lascaris, último emperador perteneciente a la familia Lascaris. Los genoveses decidieron poner fin al Imperio Latino de Constantinopla, pero en vez de entregar la corona imperial a la familia Lascaris, que ostentaba la legitimidad bizantina en Nicea, decidieron que fueran los Paleólogos la nueva dinastía imperial. Estando a la sazón en Constantinopla, en calidad de vasallo de la República de Génova, con las tropas genovesas que impusieron el cambio de régimen, Guglielmo Pietro I de Ventimiglia esposó a la joven princesa Eudoxia y se la llevó a sus tierras en Tende, Liguria. A partir de aquel momento, la familia añadió al nombre de Ventimiglia el prestigioso Lascaris y así ha llegado hasta nuestros días.
El Palacio Lascaris era la residencia de la familia en Niza y allí nació uno de los miembros más fascinantes de la familia, Giulio Francesco Lascaris di Ventimiglia. Siguiendo la tradición familiar, Giulio entró en la Orden de San Juan de Jerusalén, conocida como la Orden de Malta o “La Religión”, así, a secas. Cuando Napoleón terminó con el gobierno de la Orden de Malta al desembarcar en la isla, del modo expeditivo en el que solía hacer las cosas, el caballero Giulio Lascaris di Ventimiglia consideró que era un buen momento para cambiar de aires y de vida y se unió a la expedición de Bonaparte a Egipto, donde propuso a Napoleón que reclutara una legión copta y dejara al final de la empresa napoleónica de Egipto un estado egipcio independiente y amigo de Francia. Años después, en la cincuentena, en su zahúrda de Damasco, recibió una misión del cónsul francés en Egipto, Drovetti, quien le encargó que ganase a las tribus beduinas de Siria para la causa de Francia, de modo que los ejércitos franceses pudiesen llevar a cabo una campaña en el Imperio otomano como la que pretendían llevar a cabo en Rusia. Lascaris y su fiel lugarteniente, Fathallah, un cristiano sirio, tejieron una intriga entre las arenas del desierto que parece una premonición del sueño de la rebelión árabe contra los otomanos que cien años más tarde T. E. Lawrence llevará a la práctica. Al final de sus días, Lascaris se trasladó de nuevo a Egipto para ganarse el pan como profesor de francés de Ismail, el hijo de Muhammad Alí, el albanés que se apoderó de Egipto, hasta su muerte en 1817. Y en Egipto terminó sus días Lascaris de Arabia, Giulio Francesco Lascaris di Ventimiglia, una de las primeras voces que abogó por la independencia de Egipto y de los árabes.
Continuando con mi proceso arqueológico personal, me gustaría señalar que el linaje Ventimiglia apareció en mi vida leyendo las novelas de Emilio Salgari, en concreto la saga del Corsario Negro, un noble italiano reciclado en pirata del Caribe que deseaba ardientemente vengar el asesinato de sus hermanos a manos del flamenco Wan Guld, gobernador de Maracaibo. El nombre en la vida civil del Corsario Negro era Emilio di Roccanera, Sire di Ventimiglia. Cuando atravieso la frontera entre Francia e Italia siempre me acuerdo de él al pasar por el burgo de Ventimiglia.
Y para terminar esta niçoise (o nizzarda), no podemos dejar de rendir homenaje al principal artífice del sueño del Risorgimento, Giuseppe Garibaldi, quien nació precisamente en 1807 en Niza, que en aquel entonces formaba parte del Imperio napoleónico. De familia genovesa estrechamente vinculada con la mar, siendo muy joven Garibaldi abandonó Niza para comenzar su perpetuum mobile de aventura hasta el final de sus días: Tánger, Istanbul, Túnez, Brasil, Uruguay, Nueva York, Perú, El Pacífico, y de nuevo Italia para luchar, “Roma o muerte”, hasta la victoria final por su libertad y su independencia. Héroe de dos mundos, como fue conocido, Garibaldi nunca aceptó la incorporación de Niza a Francia en 1860. Aunque ya queda poca gente que hable el dialecto nizzardo y se sienta italiana, existe testimonialmente en Niza un irredentismo italiano que alza la bandera de las vespri nizzardi que Garibaldi alentó después de que el Reino de Cerdeña-Piamonte le cediera a Napoleón III el territorio del antiguo Condado de Niza con sus habitantes incluidos. Garibaldi se llegó a presentar en 1870 a las elecciones para la Asamblea Nacional francesa por Niza para reivindicar su incorporación al Reino de Italia. Obtuvo el setenta por ciento de los votos, pero esas elecciones fueron anuladas. La mayor parte de los nizzardi (como sucedería en Roccabruna y Mentone, ahora Roquebrune-cap-Martin y Menton, respectivamente, que pertenecieron a Mónaco hasta el tratado franco-monegasco de 1861) que se sentían italianos y no franceses abandonaron Niza y se dirigieron a su patria, Italia. Niza está llena de sorpresas como estas.