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Nietzsche a la portuguesa: Vigilia inquieta, de António Patrício

 

Nocturno

 

Entre las principales tareas que un editor puede afrontar en la actualidad, sin duda debería seguir ocupando un lugar preferente aquella encaminada a encontrar nuevos talentos que dar a conocer al gran público, contribuyendo de esta forma a cimentar las carreras de aquellos autores que habrán de ser un día los clásicos del siempre huidizo presente. Durante los primeros siglos de la imprenta esta fue la práctica habitual de muchos editores e impresores durante esa edad que algunos parecen evocar como dorada pero en la que generalmente –algo que se tiende a obviar– eran los propios autores –tampoco hoy es excepcional– quienes ponían de su bolsillo el dinero para que esos textos, urdidos en horas robadas al sueño, al amor, entre batallas, ¡sin ordenador!, que les costaron, como diría González Prada, «el hierro de la sangre y el fósforo del cerebro», pudieran ver la luz. Digo esto porque a menudo se echa en falta –o al menos resulta frecuente leer esta queja– que los «nuevos valores» no acaparen más espacio en las mesas de novedades, que «nadie» apueste por los escritores noveles, que los editores hagan algo así como «dejación de sus funciones« al convertirse en una especie de arqueólogos dispuestos antes que a tomarle el pulso a su época, a exhumar únicamente los vestigios ocultos o semienterrados del pasado: sin correr riesgos, sin asumir ningún compromiso con su tiempo, nada más que atentos al mero afán de lucro.

 

Evidentemente, cualquiera que conozca mínimamente el mundo del libro, altamente criticable en tantos aspectos, sabe que esta caricatura no se ajusta a la realidad. Pero en el caso de que así fuera, dado que una editorial no es un estanco ni una administración de loterías, bastaría con que esos mismos que tan amargamente se lamentan por la falta de oportunidades que brinda la industria a quienes pretender darse a conocer, a quienes legítimamente aspiran a ganarse la vida como esclavos de la pluma, diesen un paso al frente y, en vez de limitarse a refunfuñar, arriesgasen su propio patrimonio para revertir con miras a tan noble mecenazgo la presente y lamentabilísima situación. Estoy convencido de que si lo desean, al grito de «Podemos» y con la ayuda de una buena línea de crédito, aunque siempre es preferible disponer de una modesta fortuna familiar, conseguirán transformar el actual y calamitoso estado de cosas en una especie de paraíso.

 

Mientras eso sucede, otros, menos idealistas, no queremos dejar de señalar que concierne al editor otro empeño casi tan importante como el anteriormente reseñado: el de mantener la tradición y enriquecerla recuperando aquellos autores y obras que no han recibido en su tiempo la debida atención por parte de críticos y lectores. No nos engañemos. Las posibilidades de que tal afán le permita mantener la persiana levantada, no es mucho mayor que si se dedicara a cazar estrellas emergentes. Aunque, eso sí, aquí al menos no tendrá que tratar al autor, siempre tan tiquismiquis. ¡Y al que encima hay que pagar!

 

Uno de los sellos que en los últimos tiempos han apostado por esa política de rescate –una editorial, pues, conservadora en el mejor sentido de la palabra– es la madrileña Ardicia, cuyos responsables están demostrando en este primer año de vida un exquisito gusto a la hora de desempolvar a través de una serie de esmeradas traducciones, diversas obras de la segunda mitad del siglo XIX y principios del XX que, si bien en sus países de origen pueden ser consideradas clásicas –aunque tampoco siempre, como seguidamente se verá–, han pasado prácticamente desapercibidas, si es que no permanecen todavía inéditas, para el lector en español.

 

Este es el caso de una de sus últimas novedades, la colección de relatos Vigilia inquieta (Serão inquieto), del escritor portugués António Patrício, título que tan solo hace unas semanas llegó a las librerías de nuestro país en la traducción de Julio Reija. A diferencia de otros escritores que le han precedido en el catálogo –el propio Catulle Mendès, que contara con la devoción de Rubén Darío y del que en su día hablamos aquí–, no nos encontramos en este caso ante un creador de prestigio en su país pero escasamente conocido más allá de sus fronteras, sino directamente ante un autor que ni siquiera en su Portugal natal, donde sigue siendo más recordado como autor dramático y poeta, puede decirse que goce de reconocimiento más allá de ciertos círculos académicos y de ciertas referencias curriculares. Utilizando una analogía: no es que su figura no sea equiparable a la de un Valle-Inclán o un Antonio Machado; es que ni siquiera llega a un Marquina o un Villaspesa, resultando homologable, pongamos por caso, a efectos de renombre, a un Alonso Quesada

 

La obra, escasa, de este autor nacido en Oporto en 1878, que estudió Medicina, para dedicarse luego intensamente a la actividad política y diplomática –llegó a ser cónsul en A Coruña tras la proclamación de la Primera República en 1910, y tras pasar por Manaos, Atenas, Estambul, Caracas o Londres, terminó muriendo en Macao, de camino a la embajada de Pekín hacia la que se dirigía en calidad de agregado, en 1930–, no contribuyó a que su figura como intelectual terminara eclosionando, y ni siquiera sus mayores éxitos literarios como dramaturgo –gracias a O Fim (1909) y Pedro, o Cru (1918)– y poeta –de la mano de Oceano (1905)–, pasaron de ser relativamente modestos.

 

Menos entusiasmo despertó aún en su día la obra que ahora nos ocupa, esta más que apreciable colección de cuentos publicada por primera vez en 1910 y cuya segunda edición, aparecida diez años más tarde, llegó a las manos de un Fernando Pessoa que saludaría estos relatos de su contemporáneo con gran y merecida efusividad por razones que hoy nos resulta fácil colegir. Y es que a la luz de Libro del desasosiego, por citar el caso más evidente, resulta más que natural que aquellas cinco historias que participan de algún modo de una misma atmósfera noctívaga y enajenada, dejaran forzosamente en el autor de El banquero anarquista la mejor de las impresiones. Una consideración que podría resultar más fundada si consideramos que la edición que conoció el escritor portugués –como cualquier lector luso desde su publicación hasta la fecha– contaba con una especie de apéndice, ausente en la actual versión, titulado «Words», que recogía una serie de aforismos firmados por un tal C.F., heterónimo «excondiscípulo» del escritor. Hay quien ha querido ver aquí a un precursor de esas máscaras que integraron la constelación pessoana, lo que parece un desatino si tenemos en cuenta que la proliferación heteronímica del creador del drama em gente se había iniciado no ya solo mucho antes de conocer estos relatos de Patrício, sino con enorme antelación –piénsese en Alexander Search– en el momento de la publicación de la primera edición de los mismos. En este sentido, pensamos más bien que Pessoa tuvo que asistir al descubrimiento de Serão inquieto y, particularmente, de «Words», más con simpatía o íntima complicidad hacia quien tímidamente se había incursionado por un territorio que él ya llevaba años recorriendo, que con admiración ante un hallazgo que no era tal, aunque no resulta descartable que el hecho de ver tales audacias publicadas, le sirviera como reafirmación o estímulo. En todo caso, y aunque Pessoa fuese unos años más joven que Patrício, no puede hablarse aquí de «precursor», ni de influencia, ni de un «pré-pessoano esquema de heteronimia», sino sencillamente de una muy especial afinidad. Una afinidad que no se limita a la coincidencia por este recurso concreto sino que se hace extensiva al clima que se respira a lo largo de toda la obra y que terminaría de justificar el juicio positivo que Pessoa adelantó en su momento.

 

De estética simbolista y decadente, melancólica y dannunziana, Patrício se nutre de la narrativa de Poe, a quien rinde indisimulado homenaje, o Maupassant, aunque es de Nietzsche de quien parece sentirse el más entusiasta heredero. Desde el significativo epígrafe de Así habló Zaratustra que inaugura la obra («Escribe con sangre y comprenderás que la sangre es espíritu») Vigilia inquieta representa de principio a fin un homenaje a la obra del filósofo alemán, cuya huella es tan trascendente y visible como, bien es verdad, lo fue en el propio Pessoa. La misma águila clarividente del segundo relato parece haber descendido de las cumbres en las que moró el supremo bufón para enseñar a los hombres su incómoda y tronadora verdad. Sin embargo, y la afirmación es válida para los dos escritores portugueses, la decisiva impronta de Nietzsche no implica aceptación sin más de las tesis del intempestivo pensador. O dicho de otro modo: aunque coincidan en muchos aspectos con el diagnóstico de aquel, difieren en las recetas a adoptar. En el caso del genio de Lisboa basta con recordar los textos de Antonio Mora, el máximo teórico del paganismo pessoano, para calibrar la importancia de las objeciones que opone a quien llega a tildar despectivamente de «Baco alemán». Cuando Mora afirma que «Es fácil repudiar el cristianismo para quien es incapaz de sentirlo. Lo duro, como siempre, es repudiarlo después de haberlo sentido, vivido, sido realmente», está pensando claramente en el autor de El anticristo. En el caso de Patrício, el disentimiento, aunque de otra índole, no es menos evidente, pues si bien es cierto que un espíritu dionisíaco y contestatario, de celebración de la vida, reverso de una crítica radical contra la «moral de rebaño», pugna por abrirse paso en las diferentes historias que integran el libro, termina predominando –como si más que de un Nietzsche, la influencia subyacente fuese la de un Schopenhauer o la de un Kierkegaard crepuscular–, una sensación de derrota y desarraigo, de sombría claudicación ante un destino ineluctable, característicos de un tiempo que en lo literario había quedado inaugurado décadas atrás –y la referencia es tanto menos ociosa por cuanto nos encontramos ante un libro marcadamente urbano– por la figura del albatros baudelaireano, exiliado en tierra y cuyas alas de gigante le impedían caminar.

 

Como si hasta ellos se deslizasen aquellas palabras de Stefan Trofimovitch, el personaje de Los endemoniados («¡La inmensa, la eterna idea! Todo hombre, sea el que sea, tiene necesidad de inclinarse ante ella. Algo grande es necesario aún al hombre más bestia»), los personajes de esta ficciones no se resignan a aceptar ese oscuramente intuido absurdo de la existencia. Desde el vapuleado «ser de sueño» que es Veiga, el personaje protagonista del primer relato –aunque hay que señalar que en la versión original la apertura le corresponde a «Diálogo de un águila»–, que tras perder el juicio por un desengaño amoroso, termina encontrándose a sí mismo al abrazar –aquí podríamos igualmente preguntarnos: ¿como un pre-Alberto Caeiro?– un enternecedor panteísmo; hasta el amante de la voluptuosa y «sortílega» cocotte Suze; pasando por el enigmático «hombre de las fuentes, Harry Young, o la madre de Emilio, el niño agonizante de «Precoz», los personajes que pueblan estas páginas, se dedican, ya sea consciente o involuntariamente, a perseguir inalcanzables absolutos, viéndose arrastrados, entre una dolorida cordura y un salvador delirio, hacia un territorio aquejado de irrealidad, azotado por la fiebre. Esta aguda sensibilidad que los posee hace que la deriva hacia el territorio de lo fantástico –especialmente significativa en «Precoz», con espectacular y perturbadora participación de una luna mucho menos amable que aquella que se le presentaba al párroco del cuento de Maupaussant–  se entrevere con cierta apertura mística tan cara al saudosismo portugués a cuya familia también Patrício pertenece y que, representado por figuras como la de Teixeira de Pascoaes, encontró dentro de su vertiente mesiánica a su mayor encarnación en el sebastianista Fernando Pessoa.

 

La romántica omnipresencia de la muerte, la angustia convertida en ese «gran inquisidor» del que hablaba el filósofo danés, la tensión trágica…, todo ello en envuelto una nostálgica y estetizante elegía por la perdida unidad de lo material y lo espiritual, dominan la escena y pese a su origen evanescente, tal es su poder de invocación, a punto de están de corporeizarse. La simiente de Nietzsche no llega a fructificar pues el tiempo está baldío. Ni Veiga, ni el águila, ni Harry Young, que podrían forzar el parentesco, participan del espíritu del alpinista Zatatustra. Con él comparten, es cierto, la rebeldía, la inadaptación al medio y, en algún caso, hasta la mirada griega que heredan de los viejos dioses y artistas paganos, pero más que encarnaciones del superhombre, más que una superación, representan una especie de desviación o, por utilizar, un término si cabe más de la época, una degeneración. Aunque pretendan resistirse, aunque aspiren a lo sublime, están aquejados de un exceso de sensibilidad que los aleja del ideal y los convierte en lacerantes representaciones de ese malestar cultural que más tarde se encargará de diagnosticar Sigmund Freud. Como escribirá en retrospectiva Borges describiendo el espíritu de este tiempo aprehendido a través de la escritura: «El capitán Ahab da con la ballena y la ballena lo deshace; los héroes de James o Kafka sólo pueden esperar la derrota. (…) No podemos creer en el cielo pero sí en el infierno». O en palabras, igualmente familiares de Soares/Pessoa: «He nacido en un tiempo en que la mayoría de los jóvenes habían perdido la creencia en Dios, por la misma razón que sus mayores la habían tenido: sin saber por qué».

 

El nihilismo hace mucho que ha dejado de ser esa música del porvenir para la que estaban aguzados todos los oídos. Ya está aquí y ha venido para quedarse. No hay héroes, ni redención posible. Es la amarga lección que ha extraído el ave maltrecha y desesperanzada que protagoniza «Diálogo con un águila». Ese «triste avechucho (…) de aspecto mendicante» que, tras haber bebido el sol con los ojos abiertos, reina ahora en una abandonada y misérrima jaula («sucia, «sórdida, «cochambrosa»), es el albacea de un terrible secreto relacionado con las últimas palabras proferidas por Jesús en la cruz. Pero, por encima de todo, este animal mítico que desciende de una ilustre estirpe de colosos celestiales que se remontan a tiempos de Judea es el conocedor máximo de la condición de ese hombre que lo mantiene esclavizado, en estado de permanente humillación. Y ha dictado sentencia:

 

«La especie de los hombres está ya condenada. Son híbridos de planta y de fantasma. ¿Quién lo dijo? No sé… ya no tengo memoria. ¡Raza de esclavos viles! ¡Lo que se han inventado para huir de la vida! ¡Cómo trabajan, sudan y se afanan! Disecan todo, árboles y piedras. Se aíslan en sus cuartos a estudiar sus microbios. ¡Y cada día son más desgraciados, más flojos, más inquietos y más tristes! Cada día se abrigan con más ropa, se ponen más cristales en los ojos, tienen más miedo… ¡Y cada día huyen más de la vida! ¡Qué imbéciles! ¡Qué especie más inútil».

 

El águila no abandonará la jaula a pesar del ofrecimiento del humano visitante que se apiada del animal. Del mismo modo que tampoco en los últimos años de su vida surcará Patrício los aires de la imaginación con su pluma. No conocemos los motivos de este silencio, si es una víctima más del síndrome de Bartleby o simplemente postergó una tarea que su inesperada muerte le impidió retomar. Nosotros nos lo imaginamos, en cualquier caso, como un rutinario y servicial funcionario público, con sus negocios y balances y reuniones y juegos de escritorio y cenas y pequeños complots. En algunas viejas fotografías en blanco y negro nos encontramos a un hombre seguro de sí mismo, incluso en algún caso inclinado a la acción. No tendrá tiempo para acusarse, como un ibérico Béranger, de haber sido «el adulador de la desgracia», Y acaso lo intuye. Otros, como Neruda y tantos escritores latinoamericanos de aquella época vieron en el servicio público una manera de garantizarse el sustento, de viajar, de acumular experiencias y, en definitiva, de comprar tiempo para lo realmente importante: escribir. ¿Piensa Patrício en retornar algún día a su vieja vocación? Es bastante probable que no. Que haya aprendido lo suficiente tras asomarse demasiado al abismo. En su momento demostró ser un escritor consciente de permanecer a un tiempo de tinieblas, pero que aún mantenía la esperanza de que aquellas imágenes irreales que plasmaba podían captar la quintaesencia de la realidad, proyectando, como su contemporáneo Marcel Schwob, una visión del arte como «manifestación del hombre en su totalidad». Ahora se sabe un epígono, intuye que ese lenguaje esmerilado y musical, que al lector hispánico le devolverá resonancias modernistas, a través del que convocaba sin ambages a sus eminentes maestros y que, a pesar de no estar exento de ironía, le servía, como a algún personaje de la obra, para «alzar las manos en pos de la belleza», está en trance de desaparición. Que en la «era de la sospecha» –especialmente después de que los cañones hayan dicho su penúltima palabra– el lenguaje también se ha dislocado. Y Patrício se quedará en Los heraldos negros…


Cansado, tal vez, de modelar sueños y quimeras, la vanguardia lo hallará metido en su mundo burocrático, tal vez «arañando el papel timbrado con una letra estilizada y redondeada, tan correcta y tan banal que llevaría a la desesperación a cualquier grafólogo», como se supone que lo hacía Veiga antes de su conversión, de lanzarse a «vivir la vida entera». La «tradición de la ruptura», a la que Octavio Paz dedicará fulgurantes palabras en Los hijos del limo, no lo contará de este modo entre sus huestes. ¿Había aprendido entre medias a leer directamente en el libro de la naturaleza, a escuchar la música del mar «en magnas tempestades»? Lo que sabemos es que a los veintitantos años, por la época en que Rainer Maria Rilke publicaba su desengañado Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, su fe en la literatura, si no intacta, al menos no se había extinguido, y que, consiguientemente, fue capaz de regalarnos este librito del que ahora podemos por fin disfrutar en nuestro idioma gracias a una edición, dicho sea de paso, especialmente deleitable. El hábito no hace al monje, pero cuando, como en este caso, el contenido es presentado con acierto, la satisfacción del lector se acrecienta. En este sentido, el trabajo de la ilustradora Bea Crespo, que transfiere en imágenes la atmósfera de «Veiga», relato que abre la obra y, si no el mejor, con casi toda seguridad el más entrañable, contribuye a que Vigilia inquieta se anote media estrella más en ese ranking personal en el que vamos clasificando aquellos libros que nos alimentan y que tienden a puntuar bien alto cuando incluyen alguno de los siguientes ingredientes:

 

-anacoretas urbanos.

-águilas ecologistas que leen a Balzac.

-lunas asesinas que entran por la ventana.

-estetas irredentos e hidráulicos que odian el mar.

-mujeres de mal vivir con cabeza de madonna del quattrocento y en las que vive el alma de Montmartre.

 

 

(*) Imagen superior: Nocturno (1906), de António Carneiro. Calouste Gulbenkian Foundation’s CAM – Centro de Arte Moderna (Lisboa).

 

 

 

FICHA DEL LIBRO

 

Vigilia inquieta.

António Patrício.

Traducción de Julio Reija.

Ilustración de portada: Bea Crespo.

Ardicia Editorial.

144 páginas.

PVP: 16€.

ISBN: 978-84-941235-3-5.

Fecha de publicación: marzo de 2014.

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