“Mi esperanza para el siglo XXI es que éste vea los primeros frutos de un equilibrio de historias entre los pueblos del mundo… el proceso de re-historización de los pueblos silenciados por el trauma de cualquier forma de desposesión”
Chinua Achebe, ‘Today, the Balance of Stories’, Home and exile
Nigeria, el país más poblado del continente africano, ha completado su proceso electoral más complejo desde la llegada de la democracia a sus instituciones en el año 1999. Lo poco que han contado sobre este acontecimiento los medios convencionales españoles, desde sus corresponsalías en países tan distantes como Kenia o Suráfrica, lo han hecho como acostumbran cuando se trata de enfocar la lente en el subcontinente negro, a través de narrativas maniqueas y dicotómicas, oposición de contrarios irreconciliables en historias sin Historia. Desde la lejanía también, pero con algo más de espacio y valiéndonos de otras miradas, aprovecharemos la coyuntura política nigeriana para tratar de reconstruir nuestro imaginario sobre esta tierra de grandes músicos y poetas.
La República de Nigeria, localizada en la zona norte del Golfo de Guinea, es una federación formada por 36 estados. Potencia económica continental, cuna de la tercera industria cinematográfica del mundo (Nollywood) y de una diversa y dinámica vida cultural, alberga a más de 158 millones de personas, con origen en 250 grupos étnicos, que se comunican en más de 500 lenguas. Es uno de los escasos escenarios que muy de vez en cuando logra romper el cerco al que se encuentra sometida el África negra en los medios de comunicación españoles. Pero quizás sobre decir que no es su cine, su música, su literatura, ni su diversidad etnolingüística lo que la convierte en un relativo foco de atención de nuestros mass media.
Corrupción, atentados terroristas, tráfico de personas y conflictos interreligiosos e interétnicos aparentemente nacidos de odios ancestrales se mezclan en un mosaico inacabado de la realidad nigeriana. En este artículo voy a tratar de añadirle algunas piezas, pero antes creo conveniente aclarar que mis pies solo han pisado una vez las tierras de Chinua Achebe, así que son mínimas las escenas a las que he asistido como espectadora. Espero que éstas sirvan para ilustrar algunas de las ideas de este artículo.
Leyenda de un hombre llamado Buenasuerte
Empecemos por el final. Durante el pasado mes de abril, 73 millones de nigerianos estaban llamados a votar en tres momentos distintos en unas sucesivas elecciones legislativas, presidenciales y estatales que sufrieron múltiples retrasos, pero que se desarrollaron de un modo esencialmente limpio y transparente, según la Comisión Electoral Independiente nigeriana y los observadores internacionales. Goodluck Jonathan, el presidente vigente, del People’s Democratic Party (PDP, Partido Democrático del Pueblo), partido en el poder desde el inicio de la etapa democrática en 1999, ha renovado su mandato con más del 57% de los votos, frente a su principal opositor, Mohamed Buhari, del Congress for Progressive Change (CPC, Congreso para el Cambio Progresivo), que obtuvo el 31%, en el que parece ser el proceso electoral más limpio de la historia nigeriana. Este último dato no ha impedido que se hayan producido disturbios en algunos lugares del norte, lo que ha provocado hasta la fecha, que se sepa, la muerte de al menos unas 500 personas y el desplazamiento forzado de alrededor de 60.000.
Hasta aquí, lo que nos ha contado la prensa hegemónica española, a través de un relato adornado con una buena dosis de etnicismo. “El presidente y un musulmán lideran los recuentos en las elecciones nigerianas”, titulaba recientemente El Mundo, utilizando el islam como elemento diferencial y dándole a los enfrentamientos un carácter exclusivamente religioso y étnico en sus posteriores noticias sobre el proceso. Para completar esta narración extremadamente sesgada de los hechos acudimos a periódicos como The Guardian, que ha hecho un tratamiento, aunque también parcial, más completo del proceso al, por lo menos, acudir a fuentes de la sociedad civil nigeriana. El diario británico se hacía eco hace unos días de la opinión de Shehu Sani, presidente del Civil Rights Congress of Nigeria, que ha declarado que, “estas elecciones son mejores que las anteriores de 2003 y 2007, pero no se puede decir que hayan sido libres y justas. Son unas elecciones caracterizadas por la violencia, los ‘incentivos’ financieros, la falsificación, las bombas y los números mágicos. Es una mejora en nuestra historia de elecciones fraudulentas pero se trata también de un fraude transparente”.
En la victoria de Jonathan, cuyo partido también obtuvo una clara ventaja en las elecciones legislativas y estatales, subyacen algunos elementos significativos. En primer lugar, el hecho de que ésta pone fin, al menos temporalmente, al turnismo presente en el seno del PDP, cuya Acta de Constitución establece un pacto para alternar entre la candidatura de un presidenciable con origen en el norte, mayoritariamente musulmán, y uno del sur, eminentemente cristiano. En el caso de que el partido ganase las elecciones (lo que se ha cumplido desde el inicio de la etapa democrática, en 1999, 2003 y 2007), el vicepresidente elegido debería ser un representante de la región contraria, para equilibrar la balanza y responder a la diversidad étnica y religiosa nigeriana.
Jonathan cumplió este papel desde 2007. Cuando en mayo de 2009 murió el presidente norteño, Umaru Musa Yar’Adua, de una enfermedad cardiovascular, le tocó asumir el mando del país hasta las recientes elecciones. Su candidatura en este nuevo proceso electoral generó polémica dentro de su partido y entre el electorado: algunos entienden que dado que ya ha gobernado durante dos años, si se hubiese respetado el pacto, conocido popularmente como zoning, ahora debería haberse presentado a un representante del norte. Pero Jonathan se postuló como candidato en las primarias del PDP, y las ganó, gracias a lo que parece ser un gesto de confianza por parte de la mayoría de los miembros de su partido, pero que también parece haber ahondado las brechas internas del mismo.
El segundo elemento reseñable de la victoria de Jonathan es que se trata del primer presidente nigeriano que procede de la convulsa región del Delta del Níger (9 de los 36 estados), donde arrasó con más del 90% de los votos. Muchos, sobre todo en esta zona, ven en él la esperanza de solucionar la crisis integral que sufre la región desde los inicios de la extracción de petróleo en la década de 1960. A nivel federal, según The Guardian, Jonathan parece haberse ganado la confianza de los jóvenes, que han participado muy activamente en este proceso electoral, lo que al diario británico le parece una señal para la esperanza.
En tercer y último lugar, en los estados del norte, sin llegar a porcentajes tan elevados, Mohamed Buhari, el ex dictador que gobernó Nigeria entre 1983 y 1985, fue el claro vencedor. Allí, en ciudades como Kaduna, se concentró el mayor número de víctimas mortales debidas a los enfrentamientos surgidos durante todo el proceso electoral. Frente al optimismo de The Guardian, la revista The Economist coincide con la prensa española al destacar que los resultados parecen indicar que la polarización social entre el norte musulmán y el sur cristiano está alcanzando sus máximas cotas y es imparable. Norte contra sur, islam frente a cristianismo, malos contra buenos se mezclan y confunden en un guión con cierto estilo Far West.
Escena 1. Septiembre de 2008, Kaduna
Dos amigos, un musulmán del norte y una presbiteriana del sur guían a una atea por esta ciudad regida por la sharia. Paseamos, comemos y hablamos de temas universales con nuestras particulares miradas. Ella carga siempre con un ejemplar de la Holy Bible, pero además es viuda, tiene 45 años, tres hijos, una pequeña asociación, unas cuantas prostitutas amadrinadas y una malaria recurrente. Es locuaz, divertida, y una apasionada de los culebrones venezolanos. Él reza a Mahoma según el horario establecido, pero además está casado, tiene 40 años, trabaja para una gran red de ONGs y viaja al extranjero asiduamente. Es elegante y algo tímido, le gusta el fútbol español, claro. Utilizamos el inglés para entendernos, pero habitualmente ella habla igbo, él hausa.
Las identidades son múltiples, elásticas y contingentes, además de manipulables. Cuando los exploradores europeos comenzaron a penetrar en el sur del territorio de lo que hoy es Nigeria, tierra de igbos, ijaws y ogonis (entre otros grupos étnicos), impusieron allí su propio dios, que se mezcló con los preexistentes. En el norte fue más difícil porque desde siglos antes muchos hausa y kanuri ya adoraban al poderoso Alá, además de a sus dioses ancestrales. En el año 1960, unos y otros fueron encerrados en la misma casa, el Estado moderno.
Aproximadamente el 60% de la población nigeriana es musulmana y el 35% por ciento cristiana, el resto practica religiones de raíz africana (lo que también sucede en los dos casos anteriores, en sincretismo con los credos monoteístas). En cuanto al origen étnico, las tres etnias principales son la hausa (mayoritaria en el norte), yoruba (extendida sobre todo por el sudoeste) e igbo (en el sudeste), y el resto de la población pertenece a diversas minorías. Esto podría ser parecido a decir que un porcentaje x de la población española es andaluza, otro vasca y otro catalana, con la salvedad de que en Nigeria la instrumentalización de la etnicidad y la fe religiosa ha intoxicado la lucha por el acceso a los recursos básicos.
No se trata de negar aquí que en Nigeria exista una polarización social inquietante, pero resulta arriesgado, por parcial, afirmar que las manifestaciones violentas de este fenómeno que se han venido sucediendo en los últimos años en zonas como Jos (centro del país), o más recientemente en el marco del proceso electoral en ciudades del norte como Kaduna, responden a atávicos odios nacidos de una incompatibilidad natural entre los credos o las etnias. En estos conflictos, como en todos, existen actores concretos y razones específicas, catalizadores de agravios que nada tienen que ver con la fe. Las brechas en el Estado nigeriano se encuentran en otro lugar y es fundamental conocerlas para poder completar el mosaico del que hablábamos al principio.
Con respecto a la violencia postelectoral, Suleiman, un bloguero nigeriano, nos cuenta por ejemplo que “en realidad, el objetivo de los levantamientos son los llamados líderes del norte, la elite política, militar y empresarial, además de las instituciones tradicionales que han llevado a una involución a la región y truncado cualquier intento de educar a la gente y liberarla del analfabetismo y la pobreza”. En su opinión, las protestas en el norte, a las que compara con los levantamientos populares del norte de África y Oriente Próximo, son “rebeliones contra un sistema feudal retrógrado y anacrónico”. Explicaciones como ésta, a las que creo que debemos otorgar una mayor credibilidad, se diluyen en los medios convencionales bajo la retórica del choque de civilizaciones. No resultan funcionales a la “guerra global contra el terrorismo” emprendida por los poderes hegemónicos, una guerra asimétrica que en el Golfo de Guinea guarda una estrecha relación con la riqueza en hidrocarburos de la zona. Digamos que otra deidad, el dios-mercado, es el principal responsable de haber trazado las fronteras interiores nigerianas, como en tantos otros lugares.
La fábula del gato y el ratón
Dice un proverbio yoruba que “si el gato no está, el ratón se hará dueño de la casa”. Esta enorme casa que es el Estado nigeriano ha sido invadida por un ejército de ratones a los que les gustan las alturas, burócratas y empresarios de aquí y de allá que disponen de amplios pisos de lujo en las plantas superiores desde donde disfrutan de las buenas vistas. Más abajo, en apartamentos más pequeños, médicos, profesores universitarios, artistas e intelectuales llevan décadas sufriendo las goteras debidas a los excesos de los de arriba. Mientras, hacinados en las plantas inferiores, sobreviven con cortes constantes de luz y agua, entre otras carencias, millones de seres sin nombre en el buzón, batallando el día a día.
En Nigeria, el 20% de la población acapara el 65% de la riqueza, lo que lo convierte en uno de los Estados con un mayor grado de desigualdad socioeconómica del mundo. El Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) señala que el 50% de la población nigeriana es oficialmente pobre y su esperanza de vida media es de 48,4 años. En 2010, el país figuraba en el puesto 142 de una lista que mide el Índice de Desarrollo Humano de 169. Esto, a pesar de que desde su nacimiento como Estado-nación independiente y soberano en octubre de 1960, se ha ido consolidando como el gigante económico de su región y como una de las potencias de todo el continente africano. Pese a la estabilidad macroeconómica de la que disfruta desde hace algunas décadas, en Nigeria no se dan las condiciones estructurales necesarias para asegurar el bienestar de la mayoría de su población. Y eso se debe a una coyuntura con origen multicausal cuyas raíces se hunden en la historia, como vamos a ver.
Nigeria es el principal productor y exportador de petróleo de todo el continente africano desde hace décadas, un pilar de la estrategia de seguridad energética de los principales países consumidores. En primer lugar, porque su régimen fiscal y contractual es muy abierto y beneficioso para el capital extranjero. En segundo término, porque tiene las mayores reservas de todo el continente y uno de los crudos de mayor calidad del mundo. Además, está estratégicamente situada en el Golfo de Guinea, lo que facilita el transporte marítimo.
El único elemento que podría significar una desventaja para la industria petrolera que opera en su territorio es la inestabilidad social existente en el área de producción, el Delta del Níger, en el sur de la federación. No obstante, y a pesar de que desde el año 2006, las actividades de sabotaje contra sus instalaciones de milicias armadas como el Movimiento para la Emancipación del Delta del Níger (MEND, por sus siglas en inglés) han tenido cierto impacto en sus altísimos beneficios, esta situación parece compensarles, habida cuenta de que en Oriente Próximo el panorama no pinta mucho mejor.
A sus socios comerciales tradicionales (Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Italia…) se han sumado últimamente otros como China, India, Brasil o España, para la que Nigeria es desde hace unos seis años un puntal de su política exterior en África. De hecho, y a pesar de que Repsol todavía no realiza operaciones en el Delta, de todo el petróleo y el gas natural que consumimos hoy en el Estado español más del 25% procede del subsuelo nigeriano. Grandes multinacionales del sector petrolero, Shell, Agip, Exxon, Chevron y Total, y también Petrobras o ChinaOil, extraen el petróleo y el gas natural de la región en acuerdos de joint venture con la compañía estatal, con la que se reparten los ingentes beneficios. El petróleo extraído allí supone más del 40% del PIB nigeriano, proporciona el 95% de las ganancias por divisas al país y el 80% de todas las rentas presupuestarias, lo que según algunas fuentes supone unos 20.000 millones de dólares al año. A pesar de esto, el 75% de la población del Delta vive hoy bajo el umbral de la pobreza.
Escena 2. Septiembre de 2008, Abuja
Asisto a la conferencia del representante de Shell en Nigeria, petrolera que goza del privilegio de contar en el país con el mayor número de denuncias por violación de derechos humanos y degradación medioambiental, entre ellas, una por colaboración con la dictadura de Sani Abacha en el asesinato del líder ogoni Ken Saro Wiwa y otros 8 miembros de su organización, el Movimiento para Supervivencia del Pueblo Ogoni (MOSOP, por sus siglas en inglés). Tras una intervención autoexculpatoria vacía de contenido, que indigna a algunos de los activistas presentes en el auditorio, el ministro nigeriano de Energía sonríe al público, saluda, carraspea y cuando se dispone a iniciar su alocución, el micrófono le niega la palabra. La luz se ha ido en todo el edificio.
Puede parecer extraño que en este país considerado como una de las tres potencias económicas de toda África (junto a Egipto y Suráfrica), con uno de los PIB más elevados de la región, la mitad de la población viva en la pobreza. Tal vez sorprenda que el gigante petrolero del continente tenga que importar petróleo refinado para cubrir sus necesidades energéticas. Quizás resulte poco creíble que precisamente en el Delta, donde se encuentra la mayor parte de la producción del país, el paro doble la media nacional y el Estado social brille por su ausencia.
La anécdota del ministro y el apagón podría hacer gracia si no fuese más que eso, algo anecdótico, pero la inmensa mayoría de la población nigeriana, habitantes del motor económico de África Occidental, ve constantemente interrumpidas sus actividades cotidianas debido a las deficiencias de un sistema eléctrico paleolítico. Al igual que en el norte, los agravios sufridos y percibidos por las poblaciones del sur están directamente relacionados con la exclusión social de la que son objeto por parte de sus elites, y en este caso agravados por la gestión de las rentas petroleras a escala federal.
Estos agravios han derivado de la consolidación de un tejido social en el Delta muy heterogéneo, que tiene que ver con las organizaciones que lo articulan, sus demandas, estrategias, recursos y medios. Desde organizaciones ecologistas como el MOSOP, que demandan el fin de todas las actividades petroleras en su territorio, hasta milicias como el MEND, que exige el control de los recursos por parte de las comunidades, ambos parten de de una reivindicación de carácter autonomista. Desde el fin de la era dictatorial han ido creciendo al calor de esta coyuntura milicias armadas como el MEND, pero junto a ellas, aprovechando la confusión, también han ido germinando redes criminales cuyo único interés es obtener su trozo de pastel.
La complejidad social presente en el Delta dificulta el entendimiento y la posible resolución del conflicto. Su simplificación por parte de los poderes fácticos, y su inserción dentro de la retórica de la “guerra global contra el terrorismo”, facilita, en cambio, la represión del conjunto de la sociedad civil. La otra cara de la moneda es que precisamente es la propia industria la responsable de avivar el malestar social presente en el Delta. El tándem formado por el Gobierno nigeriano (con sus fuerzas de seguridad) y las empresas transnacionales (apoyadas en sus mercenarios), encuentra en el conflicto que él mismo alimenta la excusa perfecta para la criminalización de la protesta, sea esta legítima o no. Círculo vicioso.
Democracia y otros cuentos
Primero fueron los esclavos, después llegó la palma aceitera y luego el codiciado oro negro: distintos productos, mismas dinámicas de acumulación por desposesión. El petróleo entró en la historia nigeriana cuando se empezó a construir la casa. Tras varios siglos de trata esclavista y unos 80 años de colonización efectiva por parte del imperio británico, Nigeria se convertía en un país independiente prácticamente al mismo tiempo en que comenzaban las extracciones de petróleo. La gestión de las rentas derivadas de la exportación de sus hidrocarburos, que desde la década de 1970 han hecho rebosar las arcas gubernamentales y las cuentas de resultados de las empresas transnacionales, es uno de los principales puntos de tensión en el país.
En octubre de 1960 Nigeria obtuvo la independencia y desde entonces, su historia política ha estado marcada por la inestabilidad. En el año 1966 tuvo lugar el primer golpe de Estado, al que sucedieron seis más. Entre 1967 y 1970 se desarrolló una guerra civil en la región de Biafra, que además de su terrible resultado en pérdidas humanas (se habla de entre 1 y 2 millones de muertos) tuvo consecuencias económicas dramáticas. Años antes la región había comenzado a producir petróleo, por lo que el interés de diversos actores en hacerse con sus rentas fue una de las claves fundamentales de este conflicto. Desde entonces, la abundancia de este recurso estratégico ha marcado la inserción de Nigeria en el panorama de las relaciones internacionales.
Desde el año 1966 hasta 1999, el país vivió bajo diversas dictaduras militares, excepto en el periodo comprendido entre 1979 y 1983, regido por mandato civil. Este fenómeno ha tenido un marcado impacto en la cultura política nigeriana, que se siente aún hoy, a pesar de que en 1999 se inauguró la etapa democrática. Desde entonces, ha tenido tres presidentes, representantes del mismo partido, el PDP: Olusegun Obasanjo (1999-2007), Umaru Musa Yar’Adua (2007-2010) y Goodluck Jonathan (2010-2011, 2011- ). Ninguno de los tres ha logrado revitalizar una economía distorsionada por la excesiva concentración en el sector de los hidrocarburos, ni acabar con la corrupción endémica que sufren sus instituciones.
Escena 3. Kaduna-Abuja, un taxi colectivo
El conductor, un chico de unos veinte años. Mis azarosos acompañantes: un trajeado hombre de negocios, un joven universitario y un anciano. Mientras sorteamos los múltiples socavones en el asfalto (o sucedáneo), mis compañeros de viaje conversan durante casi tres horas sobre el presidente Yar’Adua. El estudiante dice estar indignado por su política en cuanto a la educación superior, pues acaban de recortar el número de becas. El conductor nos cuenta que está tratando de reunir el dinero suficiente para emigrar a Estados Unidos. El anciano se suelta, y realiza un análisis magistral sobre los desmanes de la industria petrolera y la corrupción institucional en su país. El businessman calla, y quizás otorga. Todos coinciden, eso sí, en que el presidente parece tener buenas intenciones, así que le darán un margen de confianza.
Según Transparency International, Nigeria ocupa el puesto 134 en una lista de 178 países respecto al grado de corrupción de las instituciones públicas, lo que lo convierte en uno de los países más corruptos del mundo. En materia de violaciones de derechos humanos, según Amnistía Internacional, la situación es muy grave. En su último informe, la organización documenta numerosos casos: homicidios ilegítimos, tortura y desapariciones forzadas a manos de la policía; hostigamiento e intimidación por parte de fuerzas gubernamentales a periodistas y activistas de derechos humanos; violencia endémica contra las mujeres y los homosexuales…
Solo la brutalidad de algunos de sus regímenes dictatoriales, como el del sanguinario Sani Abacha (1994-1998), consiguió introducir a los nigerianos en la Historia Universal. No tuvo tanto eco la denuncia de la hipocresía de los gobiernos democráticos de Europa y Estados Unidos, que fingieron darle la espalda mientras seguían cargando sus barcos de barriles de petróleo; y que hoy continúan mirando hacia otro lado mientras contribuyen a avivar el fuego que amenaza la tan ansiada estabilidad en el país.
Un país que, a pesar de todo lo dicho, cuenta con una de las tasas de alfabetización más altas de toda África y ha visto nacer a algunos de los más grandes escritores que ha dado el continente a la literatura universal, como Chinua Achebe, Wole Soyinka, Buchi Emecheta o la joven Chimamanda Adichie. Un país en el que de tres generaciones de poetas en activo, “ninguna ha podido escapar al arte de protesta”. Un país en el que músicos como Fela o Femi Kuti también han reprendido a los habitantes de las plantas superiores cuando ha hecho falta, que ha sido a menudo, y han animado a recuperar sus espacios robados a los de los pisos de abajo. Y estos lo han hecho y lo siguen haciendo, de muy diversas formas, más o menos cuestionables, pero no aptas para ser enjuiciadas desde la distancia física, moral e intelectual.
En Nigeria, a pesar de sus líderes políticos y sus aliados extranjeros, o precisamente gracias a la mayoritaria falta de responsabilidad de estos ante su pueblo, muchos nigerianos y nigerianas han hablado, han cantado y han escrito. Esperemos que el siglo XXI vea cumplida por fin la esperanza de Achebe de que el peso de sus historias contribuya a inclinar la balanza.
* Aloia Álvarez Feáns es periodista e investigadora del Grupo de Estudios Africanos de la Universidad Autónoma de Madrid, autora de Nigeria. Las brechas de un petorestado, editado por Los libros de la Catarata.