Ya se sabe. “Tan legítimo es esto como aquello”; tenemos pleno derecho a decir esto, hacer lo otro o lo de más allá. Así es como se evita el discutir de la verdad, conveniencia o justicia del esto y de aquello. Es un lenguaje que está en boca de todo el mundo, pero sin detectar la notoria barbaridad que supone. Lo legítimo se confunde con lo legal, lo válido (permitido) se apodera de lo valioso, y sanseacabó. “Todo es respetable”, simplemente porque no está prohibido. Y todo es igual de respetable por estar dotado al parecer del mismo valor, lo que en el fondo significa que nada vale de veras nada. Muy bien, ¿y acaso se puede pensar y hablar desde semejantes presupuestos? ¿Cómo son posibles así los juicios prácticos, esto es, éticos o políticos? ¿Habrá alguna autoridad capaz de guiar nuestras preferencias o en esta materia no tenemos por qué admitir autoridad alguna?
Claro que, además de ignorancia satisfecha, eso tiene que expresar toda una conciencia colectiva (y, al final, individual) vigente. Desde luego expresa la propia penuria de ideas prácticas, que es compatible con la flamante posesión de cualesquiera otros conocimientos técnicos o humanísticos. Manifiesta no menos la desconfianza en estas ideas y en su poder, en que sean un camino para el entendimiento y el acuerdo. Al contrario, la mayor fuerza persuasiva de unas razones sobre las del adversario se toma como una imposición reprobable: “Oiga, señor, ya le he dejado hablar; ¡no querrá usted encima convencerme!”. Además, tampoco cabe sostener que una cosa sea mejor o peor que otra, “porque simplemente es diferente” y la mera diferencia ya es de por sí valiosa, ¿no?. Así como también está eso de que no hay que juzgar a nadie, faltaría más, pues todos merecen respeto y nadie es más que nadie.
Y es que atreverse a juzgar es arriesgado, porque implica que uno acepta ser juzgado con la misma medida; y exige mucho esfuerzo y preparación para depurar los criterios de nuestro juicio; y a lo mejor nos equivocamos, y el otro puede enfadarse y nos la jugamos… Añádase la sospecha y el resentimiento frente a los tenidos por intelectuales porque, si devolvemos a la palabra el valor que le han arrebatado la banalidad del comentar o de la comunicación ordinaria, entonces los mejores nos ganan y saldríamos malparados.
Pero esa permanente muletilla funciona como: a) la garantía de aparecer como hombre tolerante y abierto y demócrata; b) el narcótico con el que dormimos o neutralizamos toda disposición crítica; c) el sustituto de cualquier atisbo de argumentación; d) el peaje que hay que pagar para ser admitido en el grupo o asegurarse de que “los nuestros” no nos expulsen de él y nos dejen a la intemperie. Esto y mucho más, a lo que habrá que volver una y otra vez si queremos salvarnos de tan mortífera epidemia.