Últimamente se habla mucho de una niñera. Y se ha vuelto a empezar a hablar, otra vez, de Bárcenas. Son, desde luego, loables intentos de búsqueda de la normalidad. ¡Qué tiempos felices los de Bárcenas! Con sus libretitas y sus anotaciones y sus subrayados. Y Dina. ¿Qué está siendo de Dina y su teléfono? Estas historias sin final son como cuentos de Carver. Uno los lee con interés y de repente estallan sin ruido y se volatilizan. O se apagan para luego volver, como un candil. Yo no quiero saber nada de nada. No quiero saber nada de la niñera. Pero no como Pablo e Irene, que son los que tienen mayor interés, supongo, en que no se sepa nada de la niñera. O a lo mejor es todo lo contrario. Yo no quiero saber nada de la niñera porque a lo mejor le cojo cariño y cuando más contento estoy desaparece. Uno sigue las aventuras de la niñera y, cuando piensa que está cerca el desenlace, éste se pierde. Eso pasa mucho. Cosas y personas que desaparecen bajo una capa no precisamente de literatura. Y cuando desaparecen, de pronto te das cuenta de que te has quedado fuera, estás en un lugar desconocido y tienes que volver. Todas estas cosas de niñeras son también el opio del pueblo. Fútbol, toros y niñeras. Y lo que ocultan las niñeras sólo lo saben los autores de niñeras. Una niñera viste mucho. Sobre todo, si es a cargo del Estado. Uno se pone una niñera y ya puede ir metiendo por detrás lo que le plazca mientras todo el mundo está pendiente de la niñera. Mientras todo el mundo se fija en la niñera nadie se fija en Pablo, ni en Irene, por ejemplo. Aunque parezca lo contrario. Una niñera es una escapatoria. Un spin-off. Un descanso. Un fin de semana en el campo. Y hay dónde elegir. Lo estoy llamando niñera como se le puede llamar Bárcenas. O Camps. O Dina. O Delcy. Yo no quiero saber nada de niñeras para no decepcionarme. Son como nombres de huracanes que te llevan lejos para luego tener que volver.