En total, Damien Corsetti participó en ocho interrogatorios secretos. No tiene ninguna constancia de que estos fueran de utilidad alguna. En su opinión, la clave para romper la resistencia psicológica de un presunto terrorista es, sobre todo, sorprenderle y provocarle emociones que no pueda controlar.
“Es como una partida de ajedrez. No puedes ganar usando la fuerza bruta”. Ese enfoque funcionó, precisamente, con uno de los presos más peligrosos de Bagram, un verdadero hijo de papá de Arabia Saudí, totalmente comprometido con el terrorismo: Ahmed al-Darbi, el cuñado de uno de los secuestradores que el 11-S estrellaron un avión contra el Pentágono y mataron a 189 personas. Al-Darbi, que pertenecía a una de las familias más prominentes de Arabia Saudí, fue detenido en la ex república soviética de Azerbaiyán en junio de 2002, “borracho, mientras iba a tomar un avión después de estar con una de sus amantes”.
La anécdota —un integrista islámico bebiendo alcohol— muestra la doble moral de Al-Darbi, sin duda el preso de Bagram que tiene la consideración más baja de Damien Corsetti: “Al-Darbi era una mierda muy grande. Un tipo arrogante, un cretino, un hipócrita y, lo peor, un asesino profesional.Un verdadero místico del terrorismo. En Bagram conocí a mucha gente —la mayoría de los que estaban en las celdas colectivas— que era totalmente inocente y había sido entregada por los líderes locales por dinero o por venganza. Tenían tan poco que ver con la guerra que muchos ni siquiera sabían quién era el mulá Omar. También conocí a algunos individuos que habían estado involucrados en uno o dos grandes atentados. Pero la lista de delitos de Al-Darbi los superaba a todos”.
El preso estuvo dos meses en una celda de aislamiento en la segunda planta de Bagram. Desde allí fue trasladado a las celdas colectivas. A algunos presos especiales los acababan cambiando de planta al cabo de un tiempo porque no les quedaban celdas individuales vacías. Tal era la cantidad de presos que llegaba hasta la prisión. A menudo, los soldados esposaban a Al-Darbi a las rejas recubiertas con alambre de espino que había en las puertas de las jaulas. Así, cada vez que un prisionero tenía que entrar o salir, el saudí estaba obligado a moverse.
Durante el primer interrogatorio, Corsetti percibió la agresividad del preso. Y también advirtió una peculiaridad de su carácter: era racista y clasista. Nada le desagradaba más que recoger con las manos cosas del suelo ni contemplar cómo los soldados utilizaban el bolsillo de su mono naranja como cenicero. Corsetti comprendió que Al-Darbi estaba psicológicamente mejor preparado para el heroísmo, es decir, para resistir las torturas físicas, que para la humillación. Cuando un preso derramó por accidente uno de los cubos llenos de excrementos de las jaulas colectivas, a Corsetti se le ocurrió la humillación definitiva.
El orden y la disciplina fuera de las salas de interrogatorios eran competencia de los policías militares, y estos se apresuraron a mandar al preso que limpiara el desaguisado. Pero Corsetti, que estaba allí por casualidad, tenía otra idea diferente:
—¿Por qué no hacéis que Al-Darbi lo limpie?
Dado que nadie sentía simpatía por el saudí, los policías militares accedieron. Al-Darbi, con dos guantes de goma y dos cartones, tuvo que limpiar cuidadosamente el suelo de la celda, recoger las defecaciones y ponerlas en el cubo. Y hacerlo a la vista de muchos de sus compañeros de cautiverio y de los soldados estadounidenses. Cuando acabó, por medio de un intérprete, le dijo a Corsetti, que había observado toda la operación:
—Quiero hablar.
Corsetti se quedó en la planta baja mientras los policías militares se llevaron a Al-Darbi a la segunda planta, donde improvisaron con un intérprete una sesión de interrogatorio. Al-Darbi contó a los soldados un plan de Al Qaeda para atacar a petroleros en todo Oriente Medio. Era un plan característico del grupo terrorista: ataques sincronizados y simultáneos en diferentes países. El resultado sería la desestabilización de toda la economía mundial.
El plan fue neutralizado, con una sola excepción: el 6 de octubre de 2002, un bote cargado de explosivos pilotado por un suicida chocó contra el petrolero de bandera francesa Limburg, que transportaba más de 55.000 toneladas de petróleo frente a la costa de Yemen. Un tripulante murió, pero el buque, aunque sufrió un incendio, no se hundió. Paradójicamente, Francia insistió desde el primer momento en que se había tratado de un atentado, mientras que Yemen y Estados Unidos afirmaron que lo más probable era una explosión interna del barco, hasta que finalmente se hizo público que en el casco del Limburg habían aparecido fragmentos de TNT, un explosivo muy potente.
Eso fue todo lo que quedó del plan de Al Qaeda contra el flujo de petróleo de Oriente Medio. Y todo gracias a que uno de sus dirigentes fue obligado a limpiar el suelo de una celda delante de todo el mundo. Una simple humillación había lo grado lo que no consiguieron las torturas físicas.
Las lecciones del ex ministro talibán
A veces, los gritos de los “desaparecidos” eran tan rotundos que llegaban hasta los oídos de los presos normales cuando estaban en sus propias sesiones de interrogatorios. Pero esos mismos presos también sabían que en la segunda planta de Bagram había más detenidos que los dirigentes de Al Qaeda. Corsetti se dio cuenta un día, cuando en la planta baja de la cárcel, un preso le dijo a través de las rejas de una jaula colectiva:
—Sabemos a quién tenéis en el segundo piso. ¿Por qué tratáis tan bien a semejante criminal?
El hombre se refería a uno de los pocos prisioneros —acaso el único, junto con el británico Moazzam Begg— con quien Damien Corsetti estableció lo que se podría llamar una relación de cierta amistad: el mulá Ahmed Wakil Muttawakil, ex ministro de Asuntos Exteriores de los talibanes. Muttawakil, que también estaba oficialmente “en una localización secreta”, vivía en Bagram en un virtual arresto domiciliario, en un área formada por dos habitaciones y separada del resto de la cárcel por una cortina al estilo afgano, sin ningún tipo de reja o limitación de movimientos. Muttawakil —o, como le llamaban los soldados, Moody— había sido capturado unos meses antes, y compartía esa celda con otro preso, cuya identidad no puede ser desvelada, al que los estadounidenses apodaron Papá Pitufo por su barba blanca. Corsetti nunca se hizo ilusiones con respecto a Moody. Había descargado en su ordenador vídeos en los que se veía al mulá asesinando a gente en estadios de fútbol en Kandahar, con las gradas llenas de gente. Pero con él y con Papá Pitufo —que hacía de traductor del inglés al pastún y viceversa— pasó algunas de sus mejores horas en Bagram, jugando largas partidas de ajedrez y saboreando el delicioso té chai con cardamomo que el ex ministro preparaba.
El soldado entró en las habitaciones de los dos “huéspedes especiales”, como a veces les llamaban los militares estadounidenses, sin pedir permiso a nadie, solo movido por la curiosidad. “Era como tener la posibilidad de hablar con Goebbels o Himmler”, explica en referencia a dos de los más altos líderes de la Alemania nazi. Pero pronto la curiosidad de conocer a aquellos presuntos monstruos se transformó en un interés más genuino por disfrutar de su conversación y comprender una cultura de la cual le separaba un abismo.
Si algo le sobraba a Damien Corsetti en Bagram era tiempo. Y pronto acabó estableciendo una suerte de amistad con los dos “enemigos” de Estados Unidos. Ambos vivían bien. Vestían ropas tradicionales afganas. Y eran queridos por todo el personal de la base. Los intérpretes afganos pasaban horas charlando con ellos. Y muchos soldados les traían kebabs que compraban en los pueblos de los alrededores de la base. En Bagram había muchas historias acerca de Moody y su sentido del honor. Una de ellas explicaba cómo el ex ministro podía haber escapado fácilmente y no lo había hecho. Fue durante un terremoto que se produjo poco antes de que llegara Corsetti y que obligó a evacuar la prisión. Al volver a meter a los presos en sus jaulas y celdas y hacer el recuento general, los soldados se dieron cuenta de que Moody no estaba en su habitación. “Al cabo de un rato lo encontraron fuera de la cárcel esperando a los soldados. Podría haber escapado, pero no lo hizo”, concluía la anécdota. Pero Corsetti ofrece una explicación menos romántica. Él cree que, si Moody hubiera tratado de huir, habría sido asesinado inmediatamente. Y no por los estadounidenses, sino por los afganos: “No me hubiera sorprendido si los propios guardias afganos de Bagram lo hubieran frito a tiros”. La razón es simple. La región en la que se encontraba la cárcel estaba controlada por la milicia tayika de Baba Jan, un aliado de Ahmad Shah Masud, el líder antitalibán que había sido asesinado por Al Qaeda apenas dos días antes del 11-S. Un dirigente pastún y talibán como Muttawakil no habría durado ni cinco minutos en esa parte de Afganistán, salvo que tuviera un elaborado plan de escape con apoyos locales.
Sin embargo, Corsetti considera a Moody una persona decente, simplemente con una visión del mundo determinada por la cultura afgana. Y esa cultura es algo que los soldados del Batallón 519 ignoraban. Ellos habían llegado a Afganistán convencidos de que la única división entre los habitantes del país era entre chiíes y suníes, dos interpretaciones diferentes del islam, a la segunda de las cuales pertenecen los talibanes y Al Qaeda. Pero al conocer a Muttawakil, Corsetti se dio cuenta de que las cosas eran mucho más complejas. Comprendió, por ejemplo, que en Afganistán hay media docena de grandes grupos etnolingüísticos, cuyas rivalidades son claves para entender el país.
El ex ministro de Asuntos Exteriores era un pastún —como todos los miembros de los talibanes— que detestaba a los tayikos, quienes, bajo las órdenes de Masud, habían dirigido la resistencia a los talibanes y ahora formaban el núcleo del nuevo Gobierno afgano. El odio de Muttawakil por Masud era tan grande que lo calificaba a menudo de “comunista”, a pesar de que este último había estado en su juventud cercano a los Hermanos Musulmanes y liderado la resistencia contra la Unión Soviética. Otras veces el mulá se burlaba de Gulbuddin Hekmtayar, otro fundamentalista pastún que fue el protegido de Arabia Saudí, Pakistán y Estados Unidos en la guerra contra la URSS y que tras el 11-S se unió a los talibanes.
Moody también decía que no le gustaba Osama bin Laden, “Él era ultraconservador, pero no estaba interesado en exportar su ideología fuera de Afganistán”, recuerda Corsetti. Sin Moody, lo único que el soldado habría aprendido de la cultura afgana era lo poco que podía obtener en los interrogatorios, en sus charlas con los trabajadores locales en la base y en sus excursiones a los pueblos de la zona a comprar hachís. Lo que más le sorprendía de esas escapadas era la cantidad de droga que consumían los afganos y la abundancia de armas de que disponían. “Recuerdo el primer día que salí de la base al pueblo de Bagram a comprar hachís. Iba con un compañero, tan tranquilo, y llegamos a donde estaba el vendedor. El tipo tenía en su casa unos cuantos Kaláshnikov —los rifles de asalto más utilizados en el mundo— y después de vendernos la droga nos invitó a fumar un poco en su pipa de agua. ¡Dios mío, cómo rascaba aquello! ¡Era hachís en estado puro! Después de la primera calada, nosotros empezamos a toser, y el afgano, dale que te pego, fumando sin parar y mirándonos como diciendo: ‘estos tíos no aguantan nada’”. Con el líder talibán, Corsetti también aprendió que una parte considerable de los afganos son musulmanes sufíes: “Gente muy tranquila y sin ninguna gana de meterse en problemas. Son muy nacionalistas y conservadores, pero no tienen ninguna ‘cuenta pendiente’ con el resto del mundo. Y los integristas odian a estos musulmanes tanto o más que a los occidentales”.
Incluso entre los enemigos de los estadounidenses, Corsetti acabó estableciendo distinciones: por un lado los combatientes afganos a los que considera “muy nobles y con un fuerte orgullo nacional”. Por otro lado, los luchadores árabes, en su mayoría miembros de Al Qaeda o de organizaciones similares. “Tengo la sensación de que, para los árabes del Golfo Pérsico, ir a Afganistán era algo así como una aventura. Es como esos niños ricos de Occidente que se van de safari, o a trabajar en una ONG durante seis meses, antes de volver a casa, hacer un Máster de Administración de Empresas y empezar la vida en serio. Evidentemente, hay excepciones. Bin Laden o su sucesor, Al-Zawahiri, son dos de ellas. Pero, en general, muchos de los árabes con los que me encontré tenían un increíble sentido de superioridad sobre los afganos, y no mostraban el menor interés en vivir en cuevas o en combatir”, declara. Basándose en estas observaciones circunstanciales, Damien Corsetti llegó a la conclusión de que “lo que se llama extremismo islámico probablemente tenga más que ver con el dominio de los árabes de Oriente Medio sobre las demás comunidades islámicas que con la religión”.
El compañero de tertulias de Corsetti, ex ejecutor en estadios de fútbol abarrotados e improvisado profesor de geoestrategia étnica del mundo musulmán, fue puesto en libertad en 2005. Después de ser expulsado oficialmente por los talibanes, Moody conquistó un puesto de diputado en las elecciones legislativas afganas.
‘Niños de papá terroristas’ es un anticipo de El Monstruo. Memorias de un interrogador, libro con el que el próximo 12 de septiembre inicia su andadura la nueva editorial Libros del K.O. Se trata de un crudo y surrealista relato de la Guerra contra el Terror escrito por Pablo Pardo, corresponsal del periódico El Mundo en Washington. La obra es resultado de las entrevistas que durante cuatro años el autor ha realizado a Damien Corsetti, un soldado raso que vivió en primera persona la Guerra contra el Terror al tomar parte en las sesiones de interrogatorio de las cárceles de Bagram, en Afganistán, y de Abu Ghraib, en Irak. A su regreso a Estados Unidos, al estallar la polémica de las torturas, fue sometido a juicio y se enfrentó a una condena de veintitrés años de cárcel. El jurado lo encontró “no culpable”.
Los creadores de Libros del K.O. han trabajado en diversas redacciones periodísticas. Dicen que han llegado, “cada uno por su cuenta, a una misma conclusión: el periodismo necesita grandes historias. Ya lo dijo la revista Columbia Journalism Review, con unas palabras mucho más bonitas, al describir la situación actual del periodismo: ‘La rueda del hámster es cantidad sin criterio. Es pánico por las noticias, falta de disciplina, incapacidad para decir que no’. Asumimos como propio este planteamiento”.