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Mientras tantoNo bebo, mi teniente

No bebo, mi teniente


 

coloquio de los perros

 

La cerveza saca panza, el vodka no es bueno si vas a manejar, el wiski, lo mismo, a manejar, hacer, dormir temprano…

 

Tantas cosas pendientes ¿No se podrían ir al demonio y dejarme mi vaso lleno y que se acabe el mundo? Obvio, no lo voy a hacer. Tengo un examen importante el viernes, no sé cuántas clases que preparar, si quiero jugar tennis necesito acostarme antes de las 11, el deporte y la bebida…

 

A veces resulta necesario decirle a todos que se jodan. La vida sin alcohol tiene que ser muy aburrida. Y no es que no haya alcohol en esta vida, pero oígame: las cantidades…Antes se podía uno sentar desde el mediodía hasta la medianoche y rejuvenecer en la risa de los amigos hasta las tantas horas. Ahora: las responsabilidades, la esposa, los amigos que no tienen suficiente tiempo, el trago como ritual no como destino, etcétera, etcétera.

 

¿Ganas de beber hasta perder el sentido? No sé por dónde han venido. Hasta hace unos minutos juro que esta noche era aburrida, que mis zapatos me llevaban directo hacia una cama caliente, tal vez a la ventana con el viento frío, a mirar la luna que crece detrás de los arbustos, allá por el mar inmenso de Long Island.

 

Tal vez es consecuencia de escuchar a Cipión y a Berganza amaneciendo en un coloquio inusual en el hospital de Valladolid, e imaginarme a mi mismo alguna de aquellas noches al borde del vómito, tambaleándome, lleno de inexperiencia y de risa. Dos vasos de alcohol, por favor, de lo que sea. Algo dentro de mí quiere alcoholizarse a como dé lugar.

 

No es posible. No soy libre: los deseos metidos en este cuerpo acostumbrado al orden. De pronto, salirse del orden se anuncia como una tarea demasiado carente de sentido. Descubro que me he puesto escribir para dormir al deseo, para cansarme y volver a ser el mismo hombre aburrido, listo para el sueño de hace unos minutos: el sereno, el estudioso, el sobrio.

 

Esta tarde, como a veces me pasa, echado de espaldas sobre el mar, he sentido los relojes marchar muy pausados. He visto la brisa, no he aguantado el silencio de la arena. He entendido a mi vida como una pista asfaltada, sin troncos, sin agujeros, sin precipicios. El alcohol tendría que ser la respuesta. Con aquel dilema (el de la vida cómoda como negación del placer real), con el fantasma de una vida castrante, del conformismo, de la autocomplacencia, la destrucción voluntaria del libido, he vuelto a casa. Aquellas angustias que he nombrado para el lector, las he sentido colgadas de mi cuello. Cuando escribo estas líneas, mágico e inexplicable, descubro que desaparecen. De pronto, otra vez, no hay nada que me haga falta. 


Escribir es terapia: las letras creen conocer el ritmo de mi sangre y alimentan con sus líneas a ese monstruo que nació conmigo. De repente ya no necesito el alcohol, los recuerdos y las angustias se han ido. Puedo volver a ocupar otra vez el asiento en el que pensaba prolongar esta noche, apagar la máquina, entregarme a la calma. 

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