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Mientras tantoNo debemos juzgar a nadie (1)

No debemos juzgar a nadie (1)

El rincón del moralista   el blog de Aurelio Arteta

Seguro que no faltará quien se pregunte, o
pregunte a otro en cuanto éste se descuide, ¿y quién eres tú para juzgar a
nadie?
Nuestra atmósfera moral proclama a
todas horas que el valor más celebrado es la presunta virtud de no valorar.
Semejante abstención representa a menudo todo lo contrario de prudencia o
altura de miras; certifica más bien la completa dimisión del sujeto civil y
moral. Su principal versión será la indiferencia y, con ella, la
irresponsabilidad de negarse a aquilatar responsabilidades propias y ajenas.
Semejante negativa pretende ahorrarse el empeño y el riesgo de ponerse a
dirimir de qué parte está lo razonable y de cuál la sinrazón, dónde se halla
más la justicia o la injusticia. No habrá que extrañarse de que, anulados los
juicios, reinen sin rival los prejuicios.

 

1. Algo previo
deberé decir de la naturaleza y funciones del juicio y aviso al lector que lo
haré tomando como guía a H. Arendt. Pensar no equivale a conocer, porque busca
más el sentido y la comprensión que la información,  antes ponernos en armonía con el mundo que hacer cosas en
él. Pero el pensar encarnado desemboca por fuerza en el juzgar. La facultad de
juzgar particulares se distingue de la de pensar en que ésta opera con
representaciones de cosas que están ausentes, mientras que aquélla se ocupa de
cosas singulares y a la mano. De suerte que el pensar transcurre en la soledad
de la conciencia, pero el juzgar realiza el pensamiento en el mundo de los hombres.

 

Juzgar es, pues, conferir inteligibilidad al
mundo; nuestra orientación en él demanda emitir sin cesar esa clase de juicios
prácticos por los que distinguimos lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto.
Actuamos, es decir, podemos intervenir en lo particular, porque antes somos
capaces de juzgarlo. Pero es asimismo una capacidad básica para compartir el
mundo con los demás. Frente a la naturaleza solitaria del pensar, el juicio
presupone pluralidad de sujetos, y ello obliga al pensamiento a ponerse en
lugar de los demás y postular un acuerdo potencial con ellos. Ahora bien,
mientras los argumentos del conocimiento son demostrativos, los juicios u
opiniones no pasan de  persuasivos: se caracterizan por «la esperanza de llegar, por último, a un acuerdo con el otro». De ahí
que el juicio haya de considerarse la más política de nuestras capacidades
mentales. Revalorizar la opinión es lo mismo que revalorizar la política,
porque el debate es la esencia de la vida política, y la verdad, en cambio,
rechaza el debate.

 

2. Naturalmente,
no pensar conduce a no juzgar. A la inversa también cabe decir que tras la
difundida y en apariencia respetuosa voluntad de no juzgar suele ocultarse,
entre otros motivos, un temor al pensamiento. Sea como fuere, hoy mantiene plena
vigencia la conocida observación arendtiana de que en todos los rincones del
mundo reina una total unanimidad en torno a que “nadie tiene derecho a juzgar
al prójimo”. Juzguemos, pues, tendencias generales o amplios grupos, pero nada
de mencionar nombres propios. Y es que “demuestra refinamiento hablar en
términos generales, en cuya virtud todos los gatos son pardos y todos nosotros
igualmente culpables”. Es cierto que hoy a todos se nos pide emitir opiniones
para los mass-media, desde luego, pero
sin tomarnos el trabajo de fundarlas ni afrontarlas argumentalmente, aun cuando
fueran los mayores dislates. Digamos mejor entonces que lo propio del presente
es la negativa general a juzgar de acuerdo con principios que aspiren a la
universalidad, así como a sentirse íntimamente comprometidos con los propios
juicios y a concederles el papel político que desempeñan. «El hombre-masa
se caracteriza por (…) la incapacidad de juzgar o incluso distinguir».

 

No es igual, claro está (y esta posición es
sólo mía), juzgar algo que juzgar a alguien, pero ambos juicios suelen
remitirse el uno al otro. Juzgar a alguien
es juzgar las ideas, unos actos particulares o la trayectoria de ese alguien.
Pero no nos arrogaremos la facultad de juzgar el fondo último de su ser ni tampoco,
ya sea nuestro juicio favorable o condenatorio, de pronunciarlo de una vez  para siempre ni que reduzca a la
persona a ser nada más que eso que ahora estimamos o reprobamos.  Del otro lado, en estas materias
morales y políticas ponerse a juzgar algo entraña, se quiera o no, exponerse a juzgar a alguien: cuando menos a
los defensores y a los detractores de ese algo, se trate de una conducta, un
proyecto o un régimen político.

 

             Ya sólo por ello se entiende que haya
ciudadanos reacios a manifestar en público su parecer a propósito de una
situación objetiva que al final perjudicaría a algún sujeto amable… o
temible. A mí no me comprometa. La renuencia a juzgar se ampara, asimismo, en la aparente modestia
disuelta en el prejuicio de que todos somos por el estilo y que, por tanto, debemos evitar los reproches
particulares. Nadie pudo comportarse de modo distinto a como lo hizo, los
juicios de responsabilidad individual resultan superfluos. Se trata de un
método bien conocido para acabar pregonando a lo más una especie de culpa
colectiva, que bien poco nos cuesta, a fin de que nadie en particular cargue
con responsabilidad alguna.

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